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David Lynch, posgodardiano

CINE

 

Sobre el cine, la teoría cinematográfica y la figura del autor después de Godard.

 

En la década de 1990, con una rapidez poco común, las películas de David Lynch se convirtieron en objeto de la teoría cinematográfica. Cada autor que se aplicaba a escribir sobre ellas (de Chion a Zizek) lo hacía desde el ángulo que mejor sentaba a sus ensayos: lo audiovisual, lo sublime ridículo, lo siniestro. Lo que la crítica les veía de posmodernas provenía de un error de lectura ya superado, como era un error de lectura el posmodernismo. Que la teoría absorbiera a Lynch con tanta fruición acaso demuestre que eso que tanto se deplora que no suceda más a menudo (la puesta al día de la teoría estética con la práctica artística), en ciertos casos puede terminar obrando lo opuesto de lo que se deseaba. Porque gracias a Lynch la teoría confirmó una vez más su primacía sobre la práctica, bajo la apariencia de que se partía de la situación contraria: el artista, la vanguardia, y la teoría, su retaguardia agradecida.

Desde el momento en que Corazón salvaje (Wild at Heart, 1990) gana el Festival de Cannes, Lynch aparece ante el gran público como el cineasta más radical del cine contemporáneo (hasta entonces, el cine contemporáneo sólo era un cine de autor dedicado a repensar los géneros). No obstante, Lynch ya ocupaba ese lugar desde que la teoría del cine había descubierto que aferrándose a él podría salvarse de su extinción (en esa época se anunciaba la muerte de todo lo que para el modernismo había sido importante, como la teoría). Es que Lynch encarnó el tipo de autor con el que la teoría del cine pudo salir del punto muerto en que la había dejado Deleuze en la década del ochenta. Sus películas permitían responder la pregunta “¿qué podría haber después del cine no narrativo?” con algo distinto que “el cine consciente de la muerte del cine” anunciado por Godard a sus acólitos.

Parecería que la atención a Lynch por parte de la teoría del cine posterior a Deleuze había sido prevista por Susan Sontag en 1966, cuando afirmaba que la interpretación sólo puede ser un acto creativo y revolucionario en tiempos en que no abunda el gran arte. Si en la década del sesenta Sontag había conocido un momento esplendoroso del arte, en el que la interpretación parecía para ella cuando menos redundante, y en la mayoría de los casos una mera arrogancia del pensamiento que pretende reemplazar la obra por su significado, los contemporáneos de Lynch vivían su propio tiempo desencantado como una ocasión histórica para la teoría.

La diferencia entre un cineasta como Godard, que dejó extasiada a la teoría practicando un cine que pensaba por ella (aunque después dijera que él se merecía un mejor abogado), y uno como Lynch, que, cuando se decide a escribir, compara sus ideas con peces y atribuye el mérito de saber pescarlas a la práctica diaria de dos sesiones de meditación trascendental, no debería parecer tan obvia, si estamos hablando de directores de cine. El cineasta nunca ha tenido la misma obligación con la teoría que el resto de los artistas contemporáneos (sobre todo, los de las artes plásticas y electrónicas). El lenguaje del cine no puede volverse intelectual hasta el punto de que su materia sean los conceptos. De la encrucijada del cine moderno no se salió por la vía del conceptualismo. La cámara podía ser un instrumento óptimo para el artista conceptual, pero el cineasta nunca dejó de ser un artista que piensa con imágenes, no con conceptos. La teoría, en cualquier época, sólo fue imprescindible para hacer cine político o cine de vanguardia (dos maneras de entender el cine que entraron en crisis junto con el paradigma modernista). La relación de los cineastas con la teoría siempre se pareció más a la de los científicos con la filosofía de la ciencia que a la de los artistas contemporáneos con la estética.

¿Qué sentido tendría entonces comparar –para sacar conclusiones ad hominem– las Histoire(s) du cinéma con Atrapa el pez dorado. Meditación, conciencia y creatividad (el libro que publicó Lynch el año pasado)? Aunque no deja de ser perturbador, si uno ha visto con cierta admiración la filmografía de Lynch, confrontarse con su incapacidad para escribir un libro de autoayuda (pero ¿qué decepciona más, que sea soporífero o que sea de autoayuda?), lo cierto es que la escritura de ese libro ocupa en su biografía el mismo lugar que la grabación de música para meditar por parte de ciertos intérpretes de jazz. Hoy Lynch tiene presencia mediática por haber organizado, junto con Paul McCartney, un recital masivo para promover la meditación trascendental. Godard, por su parte, la tiene para defenderse de las acusaciones injustas de antisemitismo que recibe por apoyar la causa palestina. Como resultado uno tiende a asociar lo que hace Lynch con la beneficencia fácil practicada por las estrellas de rock y lo que hace Godard con el compromiso político de los intelectuales que –como él mismo lo hizo notar en dos de sus documentales del período maoísta: Letter to Jane e Ici et ailleurs– van al lugar de los hechos, observan, entrevistan, aprenden, y vuelven a sus países a discutir con los pares lo que aprendieron en medio de los hechos, pero sin retornar adonde los hechos siguen sucediendo para sumarse a la lucha que consideran justa. (Si bien, hay que reconocerlo, para cualquier tipo de intelectual la toma de posición política siempre entraña ganarse enemigos en el mundo de la cultura.)

Ahora bien, si uno deja de lado el prestigio de las creencias que han interesado a cada director y se pregunta por qué las películas de Godard se codificaron y envejecieron en su propio horizonte de ideas (el moderno) más rápido que las de Lynch en el suyo (el contemporáneo), notará hasta qué punto la factura de una película nunca se condice del todo con las ideas de su realizador.

Decir que las películas se hacen con imágenes, no con conceptos, podría ser una perogrullada equivalente a recordarle al lector que las novelas se escriben con palabras, no con ideas. De todos modos, la situación que lleva a las artes plásticas, antes que a las demás artes, a estar tan necesitadas de la teoría no rige para el caso del cine. La crisis del cine moderno no acarreó a los cineastas los mismos problemas que la crisis del modernismo en las otras artes. El cine que encuentra agotado el paradigma modernista y se dedica a releer los géneros (el cine contemporáneo más autoconsciente) es el que menos responde a problemas surgidos de la teoría y el que menos se ha inspirado en ella para filmar. Lo que Masotta dice para un artista plástico posterior al pop art (que no necesita saber pintar) nunca podría valer para un cineasta, ni siquiera para el que practique el found-footage. El uso de material televisivo en ciertas películas de Alexander Kluge, o de material encontrado en algunas de Harun Farocki (las filmaciones de cámaras de seguridad en Imágenes de prisión y la primera filmación cinematográfica de los Lumière en Trabajadores saliendo de una fábrica) responden más a aquella idea de un cine con posibilidades impensadas y revolucionarias que se hacían los formalistas rusos en los años veinte (un arte del montaje, en lugar del rodaje, y de la pose, en lugar de la actuación) que a la de un cine consciente de la muerte del cine que aguardaba, no sin malevolencia, cierta crítica godardófila, seguidora de Sontag o de Deleuze o de ambos. (De todos modos, Deleuze publica La imagen-tiempo, el segundo de sus dos Estudios sobre cine, en 1985, y Lynch estrena Terciopelo azul, la obra por la que se convierte en una novedad para el intelecto, en 1986.)

La conciencia de la historia del cine que caracterizó a los cineastas modernos en general, y a los de la nouvelle vague en particular, es hoy prácticamente un estándar, porque la formación profesional que reciben los cineastas es a la vez una formación académica (los únicos lugares donde, por obligación curricular, estudian algo de teoría son la universidad o la escuela de cine). Lo más habitual es que un cineasta empiece haciendo cortos experimentales, filme una ópera prima con pretensiones autorales, en menos de una década dirija un Batman y en la década siguiente “vuelva a sus orígenes” –en el decir de la crítica– sin que nadie se acuerde ya de cómo había comenzado (también es posible que, de toda su filmografía, el Batman termine siendo la obra más rescatable).

Lynch no es sino una excepción dentro de esa lógica, que lleva a todos los cineastas al mismo camino sin salida porque los insta a vivir el momento presuntamente más intenso de su filmografía, el de la experimentación, en la fase de estudiante o de graduado reciente (aunque en algún momento dio la impresión de que Lynch iba a seguir el camino más transitado). En sus comienzos, igual que la mayor parte de su generación, estuvo más cerca del videoarte que del cine de alto impacto emocional pero intelectualmente desconcertante por el que hoy se lo reconoce. Sus cortos experimentales culminaron en Eraserhead (1976) y, antes de Terciopelo azul, filmó dos películas industriales por encargo: El hombre elefante (1980) y Dune (1984). Un año antes de Corazón salvaje produjo una miniserie para TV de éxito masivo, que devino inmediatamente objeto de culto, Twin Peaks (1989), y dos años después, filmó su precuela cinematográfica: Fuego camina conmigo (Fire Walk with Me, 1992). Sus películas estéticamente más radicales –Carretera perdida (Lost Highway, 1997), El camino de los sueños (Mulholland Drive, 2001) e Imperio (Inland Empire, 2007)– las hizo tras haberse consagrado ante el gran público y la crítica, cuando, debido a eso, ya no se esperaba de él nada nuevo.

Lo que esas películas tienen de extremo es algo que el espectador experimenta físicamente, no de manera intelectual. La experiencia emotiva es la misma que la de una película de terror, pero sin los beneficios adicionales de esta: ni la catarsis del terror clásico (que requería identificarse con la víctima para temer su padecimiento y sentir piedad por ella) ni la del terror contemporáneo (que pide identificación con el verdugo, de modo que se viva como placer positivo el acto de atormentar a las víctimas). Son películas en que ha desaparecido la ironía, un factor que, por empatía con el espíritu de la época, hizo tan rápidamente legibles Terciopelo azul y Corazón salvaje. La complejidad de las últimas obras de Lynch es mayor que la de cualquier película moderna; no las guía la menor voluntad de que el espectador se esclarezca y alcance alguna conciencia sobre la relación del cine con el mundo ni del cine con el cine (como sucede con el cine cinéfilo). Lynch encarna al autor contemporáneo incapaz de realizar la reflexión teórica que su obra demanda. Pero no porque no esté a la altura intelectual de sus películas (¿qué cineasta lo estaría y qué significaría estarlo?), sino porque estas ensayan una operación inaudita para la que el cine posgodardiano podría estar llamado: mostrar la presencia de lo ordinario en lo extraordinario. Esta operación sería tan contraria a la aspiración del cine clásico (mostrar lo extraordinario en lo ordinario) y a la del cine moderno (mostrar lo ordinario en lo ordinario), como a la del cine contemporáneo, que hasta ahora sólo ha releído los géneros (y que muestra lo extraordinario en lo extraordinario, consciente como es de que nada en el cine es exterior al cine y que lo ordinario del cine moderno era tal porque se lo medía con la vara del cine, no con la de la realidad extracinematográfica). En las películas de Lynch reina una especie de estado de excepción estético del que nunca se sale y al que nunca se sabe cómo se ha llegado. El caso límite es Imperio, donde los sucesos, sin lógica temporal, podrían haberse originado en una maldición o ser consecuencia de la paranoia de la protagonista. En cualquier caso, en base a lo que se ve es imposible distinguir si el desorden pertenece al mundo o lo crea la mente y, donde sea que esté situado, si es de orden sociológico o metafísico.

De todos modos, Lynch nunca desconcertó a la teoría del cine. Sus películas estaban hechas sin teoría y sin pretensiones autorreflexivas en el momento histórico en que la teoría buscaba, precisamente, objetos ignorantes de sí mismos, pero bien embebidos de cultura popular. El cine moderno, al integrarse como pasado a la alta cultura, hizo que quienes lo cultivaban a destiempo aparecieran a los ojos de la teoría como patéticos e incultos, como los verdaderos ignorantes (porque hacían, siguiendo un programa modernista totalmente academizado, el cinéma de qualité que criticaba la nouvelle vague, admiradora en su momento del cine norteamericano de género). A la vez, los que se sumergieron con fervor en la cultura popular e hicieron películas por encargo y miniseries de TV exitosas, parecen haber entendido mejor la sutil dialéctica histórica entre lo alto y lo bajo, que es la que decide, en última instancia, qué está bien hecho y qué está mal hecho.

 

Lecturas. David Lynch, Atrapa el pez dorado. Meditación, conciencia y creatividad (Buenos Aires, Mondadori, 2008); Susan Sontag, Contra la interpretación [1966] (Buenos Aires, Alfaguara, 1996); Susan Sontag, “Godard” [1968], en Estilos radicales (Buenos Aires, Punto de Lectura, 2005), pp. 225-289; Jerónimo Ledesma, “Borrador. Sobre David Lynch y la conspiración del estilo”, en Kilómetro 111. Ensayos sobre cine, N° 1, 2000, pp. 53-70; Michel Chion, “Sobre The Grandmother”, en Kilómetro 111. Ensayos sobre cine, N° 1, 2000, pp. 107-115.

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