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Elogio de la delicadeza

ENSAYO

 

Ética personal, tratado de estilo, inventario de alternativas a toda oposición apremiante, Lo neutro –edición de las notas del segundo de los tres últimos seminarios de Roland Barthes– es también un intento saludable de deconstruir la “misión” del intelectual, lejos del campo del poder y la dominación. ¿Es posible sustraerse a las demandas de posición, las elecciones forzosas y el “fascismo” de la lengua asertiva, sin caer en la neutralidad, el escepticismo o la apatía? La pregunta, desglosada en todos sus matices durante el curso, puede resultar oportuna para revisar la valoración inmoderada del conflicto en la cultura argentina.

 

Entre febrero y junio de 1978, en sesiones de dos horas semanales con puntuales intervalos de diez minutos y un receso de tres semanas durante las vacaciones de Pascuas, Roland Barthes dicta el segundo de sus tres últimos cursos de semiología literaria, el primero después del duelo por la muerte de su madre en el otoño del 77, el penúltimo antes del accidente fatal de la primavera del 80. Desde el 76 y a propuesta de Michel Foucault ocupa una cátedra en el Collège de France, pero basta leer las notas preliminares del curso para entender la renuencia de algunos de sus colegas a concederle finalmente un cargo en una de las más altas instituciones académicas de Francia, y comprobar la irrelevancia de las precisiones de calendario. Barthes perfecciona en esos años una figura acrónica, atópica y atípica: la del profesor-semiólogo-crítico-artista para quien la enseñanza es una excursión fantasmática. Y aunque con escrúpulo magistral abre la primera sesión detallando el cronograma, la bibliografía y el procedimiento expositivo que seguirá en las clases, aclara en seguida que por detrás de ese “aparato sereno de orden intelectual”, lo que cuenta es un deseo que está en el origen del curso, le da su verdad, su pathos y su “vitalidad desesperada”, una cita de un poema de Pasolini que invocará varias veces como un conjuro contra la asepsia de los claustros y la intelectualidad desafectada. Un año antes, en la Lección inaugural de la cátedra, había confesado que, superada la edad en la que se enseña lo que se sabe, se llegaba a otra en la que se desaprende, dejando que el olvido sedimente los saberes, las culturas, las creencias. “Esta experiencia”, precisaba hacia el final, “creo que tiene un nombre ilustre y pasado de moda, que osaré tomar aquí sin complejos, en la encrucijada misma de su etimología: Sapientia: ningún poder, un poco de prudente saber y el máximo posible de sabor”. Durante las trece semanas del curso, por lo tanto, el Barthes aspirante a sabio intentará dar cuerpo a un fantasma personal, acechándolo con treinta “figuras” cribadas en una red de lecturas elegidas en la biblioteca reducida de su casa de verano (de ahí el escaso rigor metodológico pero también la intensidad y el goce de la lectura), y desplegar un argumento que a la vez es un enigma (de ahí el suspenso novelístico del curso), una manera de buscar un estilo propio de presencia en las luchas de su tiempo (de ahí su vocación ética o práctica), un objeto invisible, incoloro, invendible, insostenible: el deseo de LO NEUTRO.

Barthes lo pone en escena, sin nombrarlo, con cuatro fragmentos que lee en voz alta, a modo de epígrafes, en una obertura polifónica que arranca en Occidente con las trompetas del católico conservador Joseph de Maistre, vibra en las cuerdas de Tolstoi y Rousseau, y se cierra en Oriente con el laúd chino del gran maestro del Tao, Lao-Tsé.Vaya una muestra de su eficacia:

Joseph de Maistre en Cartas a un gentilhombre ruso sobre la Inquisición española, 1815: “En primer lugar, no hay nada tan justo, tan docto, tan incorruptible como los grandes tribunales españoles, y si a este carácter general se le agrega además el del sacerdocio católico, nos convenceremos, antes de toda experiencia, de que no puede haber en el universo nada más calmo, más circunspecto, más humano por naturaleza que el tribunal de la Inquisición”.

León Tolstoi, Guerra y paz, 1869: “Encima de él no había otra cosa que el cielo, un cielo velado, pero muy alto, inmensamente alto en el que flotaban suavemente las nubes grises. ‘¡Qué calma, qué paz, qué majestad!’, pensaba. ‘¡Qué diferencia entre nuestra loca carrera, entre los gritos y la batalla, qué diferencia entre la rabia estúpida de los dos hombres que se disputaban el atacador, y la marcha lenta de estas nubes en el cielo, profundo, infinito! ¿Cómo no lo he notado hasta hoy? ¡Cuán feliz soy de haberlo descubierto al fin! Sí, todo es vanidad, todo es mentira, fuera de este cielo sin límites. No hay nada, absolutamente nada más que esto… Quizás sea un señuelo, quizás no haya nada, aparte del silencio, del descanso. ¡Dios sea loado!’”

A la ceguera inflamada de un de Maistre, hablado por el dogma y el espíritu del combate, se le opone la vitalidad de las metáforas con las que Tolstoi condensa la epifanía del príncipe Andrés, desvaneciéndose en el campo de batalla de Austerlitz. Pero Barthes no dice nada. Deja que las citas hablen solas con la elocuencia sutil del montaje; es apenas un lector que subraya. Después, le abre un paso fugaz al semiólogo para que exponga el argumento del curso (“Defino lo Neutro como aquello que desbarata el paradigma”) y le hace lugar por fin al artista serial (aforista sutil, clasificador extravagante, coleccionista de detalles, etimologías, paradojas, anfibologías del lenguaje), que desplegará las citas y el argumento en una sucesión aleatoria de figuras, metáforas y rasgos con los que intentará describir los matices de un objeto escurridizo y contradictorio. El deseo de lo Neutro busca la suspensión de los discursos contestatarios, las oposiciones apremiantes, las demandas de posición, la violencia del conflicto, pero como deseo es violencia, una resistencia activa e intensa a las elecciones forzosas, las intimaciones, los dogmas. “Desbaratar el paradigma”, aclara Barthes, “es una actividad ardiente, candente”.

La precisión es oportuna porque como queda claro, promediando el curso, “lo Neutro tiene mala prensa”. Blanchot, primer abanderado de lo Neutro y numen tutelar del curso, es todavía más gráfico: “Lo neutro no seduce, no atrae”. Salvo en Blanchot, de hecho, en algunos filósofos escépticos y en el pastiche de la new age imbuido de vulgata orientalista, las imágenes de lo Neutro son casi siempre desgraciadas. Lo Neutro es sinónimo de huida para la doxa que se somete con gusto a las opciones binarias del paradigma, de indiferencia política para los dogmáticos, de blandura apática para el denuncialismo viril que cree que elegir es eliminar al resto, destruirlo. Lo Neutro –ni masculino ni femenino, ni activo ni pasivo, como lo impone la gramática– es sinónimo de impotencia, fracaso, escándalo.

El conflicto, en cambio, tiene buena prensa desde tiempos inmemoriales. De tan naturalizado por las filosofías occidentales, las doctrinas, la opinión pública y el lenguaje, ya ni siquiera se advierte que está altamente codificado y es el régimen habitual de los enfrentamientos políticos, legales, verbales, deportivos, culturales, mediáticos, según el valor aceptado del pólemos como potencia del agón. El conflicto atrae, seduce: apela a la empatía exitista con el que gana y a la delectación morbosa frente al que cae, herido o muerto, de una estocada. (Basta pensar en las polémicas “organizadas” y en la confrontación política codificada hasta el delirio en los debates televisivos con que se clausuran las campañas.) El conflicto es rentable, lucrativo, sirve: para manifestar, transformar, señalar que existo, pero también para imponer la propia verdad, dominar, poseer, vencer, ganar.

Pero entonces, ¿por qué lo Neutro sería deseable? ¿Qué lo diferencia de la esterilidad neutral por la que se lo impugna desde el conflicto? ¿Dónde radica su “vitalidad desesperada”? Alguien le recuerda a Barthes durante el curso su propio desdén por la crítica “ni-ni” en un artículo célebre de los cincuenta, y su respuesta es una breve lección sobre la indiferencia de lo Neutro respecto de las “trampas”: aclara que no le teme a la contradicción y hasta podría aceptarla, pero precisa que el ni-nismo (la crítica del “ni esto ni lo otro”, la ideología pequeño burguesa de las cuentas en la balanza) es apenas la copia-farsa de lo Neutro. Bajo la retórica ni-ni, hay finalmente una opción, un rasgo de más de un lado, mientras que lo Neutro no quiere persuadir de una posición, de una identidad, no tiene retórica. Después, recurriendo a Nietzsche, lo resume con categorías tajantes –“el ninismo es afirmativo-reactivo; lo neutro es negativo-activo”–, pero en seguida, como si se desdijera, enumera algunos flashes –“centelleos”– de su activo, para no caer en la trampa de una nueva conceptualización dogmática: lo Neutro se abstiene de corregir (no quiere hacer del otro un simple procurador de los valores propios), recusa el principio de la clasificación jerárquica (rehúye las comparaciones, el cuadro de honor, los valores agonísticos, competitivos), no teme a la contaminación ideológica ni a pasar por estúpido (no se apega a la buena imagen), no es feminista ni mucho menos machista (no anula a los sexos, sino que los combina en el andrógino). Cree, como Pablo Casals, que “el ritmo es el retraso”; es moderado, discreto, delicado: no le teme al silencio, considera al otro, metaforiza y se niega a intervenir dogmáticamente en todas partes. Derivando por figuras, matices, rasgos, Barthes encuentra por fin una formulación clara para explicar dónde radica su “vitalidad desesperada”: “Lo Neutro juega en el filo de la navaja: en el querer-vivir, pero fuera del querer-asir”.

El deseo que está en el origen del curso, va quedando claro, es una aspiración ética y, por lo tanto, una forma de enfrentarse a la invasión del mundo, a los emplazamientos para elegir, definirse, identificarse, y una reivindicación del derecho a decir “no sé”, no como escapismo sino como respuesta responsable. En la formulación misma del argumento, Barthes reúne por fin una doble herencia, presente desde su primer ensayo, dedicado a Gide, hasta el último, escrito en homenaje a Sartre: afina la doctrina sartreana del compromiso (“manipulada por los intelectuales desde hace veinte años, un poco brutalmente”, aclara), tamizándola con el apetito voluptuoso, subversivo a su manera, de la escritura gozosa gideana.

Pero lo Neutro es también una poética, y el curso entero podría leerse como una novela por escribir, o escrita sin el fetiche de los géneros codificados. (“Dejemos que el ensayo se confiese como una novela”, escribe Barthes en Barthes por Barthes.) Como ars poética, lo Neutro alienta una escritura que quiere desbaratar la arrogancia del discurso y avanza no por fidelidad a una idea, sino en una deriva que es la persistencia de una práctica. Es parco en adjetivos que sellan el ser con una imagen fija, en predicados que inmovilizan, en conceptos que reducen lo diverso, y en cambio es rico en matices, desvíos, metáforas, detalles fútiles “que permitirían reconocer la sensación de la vida”. Ningún Neutro es posible en el campo del dominio, y la literatura, precisamente –Barthes ya lo ha dicho en la Lección inaugural–, es la “fullería saludable” que permite escuchar a la lengua fuera del poder. Los asertos del crítico, convenientemente, son solo provisionales. Susan Sontag, en eso discípula suya, lo deja meridianamente claro: “En sus últimos escritos, Barthes reniega reiteradamente de los papeles, por así decir, vulgares, de constructor de sistemas, autoridad, mentor, experto, para reservarse los privilegios y libertades del deleite: para Barthes el ejercicio del gusto implica, habitualmente, el elogio”.

Y es que Barthes, más cerca del sabio oriental que del filósofo en sus tres últimos cursos, quiere dar a pensar –a meditar, a saborear– antes que priorizar las ideas y sentar posición; prefiere la variación itinerante a la discusión y el sistema. “Un sabio no tiene ideas”, provoca el sinólogo François Jullien desde el título de un libro suyo reciente, y explica, en sintonía con Barthes, que el sabio elige la vía media: no un pensamiento resignado, temeroso de los extremos, que lleva a vivir a medias, sino “un pensamiento de los extremos que permite, por la variación de un polo a otro, por no adoptar ningún prejuicio y no encerrarse en ninguna idea, desplegar lo real en todas sus posibilidades”.

No sorprende entonces que el curso se cierre con una performance de lo Neutro como sabiduría práctica. “Si lo neutro fuera una escritura, ¿qué sería?”, se había preguntado Barthes en la sesión del 25 de marzo, y había dejado la pregunta abierta: “Suspenso, lo diré el 3 de junio, a menos que respondan ustedes mismos”. Pe ro llega el fin del curso y Barthes no dice nada. En ninguna de las trece sesiones ha nombrado al personaje de Melville, pero ha dado sobrados motivos para imaginar que prefiere abstenerse y que, en todo caso, el “Preferiría no hacerlo” del escribiente Bartleby podría ser una buena respuesta.

 

Del lado de acá. Leído en auspiciosa primera traducción argentina de la no muy lejana edición francesa, Lo neutro invita a un ejercicio virtual, suntuoso y a la vez democrático, de educación a distancia: se asiste en la Argentina a un curso que Barthes dictó en París hace casi treinta años. El efecto de extrañamiento es inmediato y habrá desconcertado incluso a algunos de los más asiduos lectores de Barthes. En el país del “negro o blanco, radical o conservador, homosexual o heterosexual, figurativo o abstracto, San Lorenzo o Boca Juniors”, que alentó los pasajes fantásticos de Cortázar; en “La Gran Llanura de los Chistes” en la que Osvaldo Lamborghini vio enaltecerse la bravuconada socarrona del macho; en el país del soliloquio fascistoide del taxista que Aira transcribió en Taxol, el mismo de Titanes en el ring, Polémica en el bar, Indiscreciones, Barthes parece hablar en otro idioma, a pesar de la traducción impecable. ¿Desear lo neutro? ¿Desbaratar el paradigma? ¿Retiro, silencio, delicadeza, visión panorámica? ¿De qué habla Barthes?

Entre nosotros, desde El matadero, el conflicto tiene buena prensa y el derecho a no confrontar, no elegir, abstenerse de la polémica, es entendido como impotencia vergonzante o, en el mejor de los casos, como renuencia conciliadora… femenina. El valor de la pasión de cualquier signo, el de la cosquilleante histeria, y por lo tanto el de la polémica, es en cambio incuestionable. Responder, impugnar, corregir, son por lo general las formas no de la manifestación o del “decir más” con gusto, sino de la contestación por acto reflejo, gimnástica. Lo que se discute apenas aflora en más de una confrontación, oculto bajo el despliegue retórico del antagonismo y la arrogancia asertiva del lenguaje. Porque, ¿cuál es el sentido, por ejemplo (para traer una muestra del ensalzado renacimiento de la polémica literaria), de que los supuestos escritores, artistas o directores “de arte” polemicen con los supuestos escritores, artistas o directores “del mercado”? ¿Corregirlos, amonestarlos, aleccionarlos? ¿Matar enanos a garrotazos?, para citar a otro escritor argentino, de títulos gráficos. “Discuten para ‘mostrarse unos a otros’”, traduce la lógica Jullien, “cada cual quiere ‘hacer ver’ lo que ve al otro, para hacerle ver que él es quien ve”. Bajo el aspecto del debate, hay lucimiento y alarde. El querer-asir, tarde o temprano, vuelve con efecto boomerang. Porque, ¿qué es lo que se gana? ¿Espacio, lectores, mercado?

La discreción, la delicadeza, la moderación, el silencio, aun durante el tiempo naturalizado del retiro –el duelo– son raros en una cultura carcomida de ansiedad que pocas veces se sustrae de opinar, intervenir, aun cuando no tiene nada que decir; ya se improvisará frente al micrófono, el teléfono, las cámaras. (El ejemplo más conspicuo que recuerdo es el breve comentario necrológico de un filósofo, a horas de la muerte de una gran ensayista norteamericana, en el que aceptaba el micrófono para confesar que, lamentablemente, la había leído muy poco.)

Codificada por los deportes competitivos, la escolaridad primaria, cuando no por el militarismo autoritario, a la cultura argentina le encantan las jerarquías, los rankings de posiciones, los cuadros de honor, las calificaciones, en las formas ingeniosas de estrellitas, deditos, o en el más tradicional puntaje de 1 a 10. Un escritor sobre otro, un artista contra otro, un cine versus otro. Se sabe que las estéticas se renuevan enfrentándose. Pero ¿y la crítica? ¿No encuentra otras manifestaciones de su vitalidad, alternativas a la descripción aséptica o el pluralismo facilista, que oponer, calificar? ¿A qué comparar peras con manzanas? Hace ya algunos años hubo un ejemplo patente del tenaz gusto argentino por los rankings. Un grupo reducido de críticos y escritores fue invitado a una votación, con cuyos resultados se elaboró un volumen antológico, Los mejores cuentos argentinos, una colección de relatos, en su mayoría excepcionales. Pero lo que el prólogo destacaba era el palpitante recuento de votos, con expresiones turfísticas tales como “un cómodo noveno lugar” o “un final cabeza a cabeza” entre dos de los autores más votados. El fervor deportivo enciende y contagia: un periodista de izquierda se alegró en esos días con la victoria en los cómputos de Rodolfo Walsh por sobre Jorge Luis Borges y, no hace mucho, otro gran escritor y gran crítico volvió al ruedo con un eco de aquella justa: “Si me apuran, Walsh es mejor que Borges”. Pero ¿quién querría apurarlo? ¿Para qué apurarse? “Apurar a alguien”, precisamente, o “dejarse apurar”, son expresiones muy nuestras, enemigas de lo Neutro, que hacen añorar a Casals: el ritmo es el retraso.

Aunque las formas de lidiar con la angustia de las influencias son muchas, las más heroicas entre nosotros son el parricidio, el fratricidio y, por qué no, el filicidio. Vengan de la gimnasia política o de tramas freudianas más arcanas, los cidios hacen escuela, vuelven visible, se aplauden. Los artistas o los críticos se hacen un nombre más rápido si bajan o levantan el pulgar (sobre todo si lo bajan), confrontan, sancionan, eliminan, matan. Después, en cuanto encuentren un mínimo espacio para ejercer la libido dominandi, vendrán los artistas y los críticos resentidos –los no elegidos, sancionados, eliminados– para repetir el ciclo en la dirección contraria. En el ir y venir de los dardos, ¿de qué estábamos hablando?

La posibilidad de aceptar la potencia neutra del andrógino, por fin, es todavía entre nosotros una utopía marciana. Esa “dialéctica no del hombre y de la mujer (la genitalidad), sino de lo masculino y lo femenino” que Barthes condensa en la sonrisa de la Gioconda, sonrisa –y no risa castradora– en la que se disuelve cualquier marca de exclusión, es indigerible para el inveterado machismo argentino y para las minorías resentidas desbocadas. Manuel Puig, que sabía de eso, escribió ocho novelas para probarlo.

Oteando el paisaje argentino, se entiende el anacronismo del curso de Barthes leído en Buenos Aires. Las precisiones de calendario, después de todo, son útiles: a Barthes le hubiese llevado mucho más de tres meses alertarnos sobre las posibles virtudes de lo neutro y, sobre todo, de la eventualidad de desearlo. No hubiese faltado quien lo eliminara de un plumazo en una polémica, sospechando una recaída en el relativismo o el liberalismo, y hasta un tufillo new age en las citas orientales. Barthes, por supuesto, se hubiese abstenido de responder. El sabio no cae en la trampa: sonríe y comprende las diferencias.

 

Lecturas. Los dos primeros seminarios de Barthes en el Collège de France, Cómo vivir juntos y Lo neutro, fueron publicados en Buenos Aires por Siglo Veintiuno Argentina en 2003 y 2004. El último, La escritura de la novela, aparecerá en estos días por el mismo sello, completando la edición de la serie, al cuidado de Beatriz Sarlo, con traducciones de Patricia Willson. La primera edición de El placer del texto y Lección inaugural es también de Siglo Veintiuno Argentina, 1982. El extraordinario ensayo de Susan Sontag, “La escritura misma: sobre Roland Barthes”, se incluyó como epílogo en Ensayos críticos de Barthes (Barcelona, Seix Barral, 1983). Un sabio no tiene ideas, de François Jullien, fue publicado por Siruela, Madrid, en 2001.

1 Mar, 2005
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