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Bolaño: escribir sin remedio

NARRATIVA

 

Cuando la literatura de Latinoamérica parecía haber abjurado de la desmesura, 2666, la novela póstuma de Roberto Bolaño, vino a culminar una nueva reivindicación de la narrativa ambiciosa, tan falta de recato como de frivolidad, decidida a extenderse todo lo necesario para asimilar los escollos que obras más esbeltas eluden. Desasosiego y exaltación de la escritura se combinan raramente en una novela que no sólo penetra en la médula del exilio latinoamericano y demuele todo tópico sobre el continente, sino que se afirma en un peculiar canon literario de una amplitud y una variedad inusitadas.

 

Escritura dichosa. En el último tercio de 2004, Anagrama publicó 2666, la vasta novela póstuma de Roberto Bolaño. La edición, que ya se prefiguraba polémica, venía precedida de una considerable expectación: Bolaño había muerto apenas un año antes, a una edad –los cincuenta– cruel para un escritor y cuando todo indicaba que estaba atravesando el momento más prolífico y maduro de su carrera. Muchos de los que interpretamos su pérdida como un castigo por partida doble, porque Bolaño parecía haber alcanzado el punto de no retorno literario, venciendo (como Osvaldo Lamborghini, otro que veinte años antes nos infligió un doble castigo similar) la resistencia elástica del pudor que ciñe a muchos buenos escritores de habla hispana, muchos de nosotros, digo, nos lanzamos a las librerías y nos munimos de un ejemplar. Tal vez haya sido la inercia, tal vez el boca a oreja o tal vez un raro caso de justicia comercial, pero el caso es que 2666 se mantuvo durante varias semanas en los primeros puestos de los ránquins de ventas, aleteando delicadamente como una mariposa oriental en medio del zumbón enjambre de pesos pesados de la lectura masiva. Un hecho menos significativo quizás que insólito, teniendo en cuenta el volumen disuasorio de la novela y el deprimente trasfondo que la mayoría de reseñas se han encargado de resaltar. De entrada, diré algo que esas reseñas y comentarios me impiden callar: 2666 no es un libro triste sino exultante, pues en él se celebra, mediante una inmolación casi nietzscheana, la dicha huera de escribir. “La lectura”, le confía el viejo escritor a Archimboldi en la página 983, “es placer y alegría de estar vivo o tristeza de estar vivo y sobre todo es conocimiento y preguntas. La escritura, en cambio, suele ser vacío. En las entrañas del hombre que escribe no hay nada. Nada, quiero decir, que su mujer, en un momento dado, pueda reconocer”. Ni siquiera la terrible sucesión de los tan mentados crímenes de Sonora consigue sumir al lector –solamente– en la desolación, porque la escritura vigorosa y fértil de Bolaño funciona como una lámpara que ilumina el texto a medida que avanza. Leer esta novela es ponerse el casco de minero e ir dejando atrás socavones y galerías con una facilidad pasmosa y la emoción a flor de boca.

 

Excursionistas. No es frecuente que un libro nos lleve de excursión al corazón de unas tinieblas y al hacerlo produzca en el lector-excursionista una paradójica pero insoslayable mezcla de exaltación y desasosiego, de desamparo y plenitud. Esta sensación, que me acompañó a lo largo, ancho y alto de la lectura de 2666, me llevó a plantearme en repetidas ocasiones si no estaría ante un clásico. Ahora bien, ¿de qué me servía, de qué nos sirve albergar tamaña conclusión, sobre todo cuando estamos en pleno trayecto? Convencido de que era un lastre, una piedra demasiado pesada para mi mochila, la aparté cada vez que se me presentaba en el camino. Recién cuando acabé la lectura y me senté a hacer vivac con algunos compañeros de travesía descubrí que no había sido el único en encontrármela. Algunos incluso la habían cargado consigo, otros la habían hecho rodar barranca abajo; todos la habíamos sopesado. Extenuados pero sonrientes, más curtidos que antes de la excursión, los lectores de 2666 nos cruzamos miradas cómplices de reconocimiento por encima de la fogata alrededor de la cual nos rehacíamos.

Dice Peter Slöterdijk, quizá el más despierto e interesante de los actuales filósofos alemanes, que es casi como decir europeos u occidentales, y, por tanto, el más útil de todos ellos, que la idea de humanismo nacional burgués como forjador de valores espirituales basados en la pertenencia a un club de lectoescritura canónica está acabada. No asistimos al fin de la literatura pero sí a su marginación. Las culturas nacionales ya no se apoyan en esa ficción sino en otras. Hoy en día, leer como miembro de una cofradía de amistad forzosa es, como mínimo, un acto periférico; escribir en esos términos o para esos clubes, además de ser un acto de generosidad o desprendimiento mal remunerado, equivale a solicitar un visado para el extrarradio. Hoy lo que se lleva en los círculos más concéntricos no es el gozo de escribir sino la promesa de haber escrito; no el vértigo de la lectura “edificante” o “crítica” sino la ansiedad de la multiplicación pop, menos atenta a los originales que a las copias.

De un modo u otro, Bolaño confirma en 2666 dos cosas de manera rotunda y clara: que nunca ha podido distanciarse de esas cofradías marginales y que si escribe es porque es lo que mejor sabe hacer.

 

En el vórtice. La novela está dividida en cinco partes que funcionan como un todo si bien, a mi juicio, pueden leerse en más de un orden, pues cada una posee, aparte de los profundos lazos de parentesco con las restantes, una entidad propia tan poderosa que la hace casi autónoma. Es más que probable que el orden en que se suceden en el libro tal como lo conocemos no sea el orden en que fueron escritas, pero qué más da. La apuesta de Bolaño es tan fuerte y, a la vez, tan desmesurada en el gesto que cualquier lectura de 2666 acabará prácticamente del mismo modo: con un excursionista extenuado pero sonriente sentado junto a sus compañeros alrededor de un fogón.

Todas las partes convergen en un vórtice sórdido y brutal, del cual la cuarta, La parte de los crímenes, es parte y todo. En Santa Teresa, una ciudad del norte de México que es alter ego de Ciudad Juárez, se suceden desde hace años con espantosa regularidad los asesinatos de mujeres de diferente edad y condición, aunque la mayoría de ellas guardan relación con las maquiladoras, los complejos fabriles donde el capital norteamericano saca rédito de la mano de obra barata mexicana. Aquí no hay ninguna ficción, los crímenes son bien reales; algunos se han resuelto pero la inmensa mayoría se pierde en la cruel apatía de las cifras y las tipificaciones.

Nuestra ética se asienta sobre un rasero de base diez que invierte perversamente la magnitud de todo lo que toca: 300 mujeres vejadas y asesinadas son menos significativas que 30 y mucho menos que 3; 400 meses ininterrumpidos de crímenes impunes son menos dolorosos que 40, que 4, etc. Bolaño sin duda quiso revertir esta dinámica desquiciante y lo hizo volviendo tozuda y pacientemente a la unidad: cada una de esas mujeres tiene una historia minuciosa y merece un lugar en el libro. Su idea inicial consistía en cubrir los diez años (de 1993 a 2003) de crímenes, pero su propia muerte se le echó encima. Las injusticias nunca vienen solas. A la cuarta parte le faltan otras 350 páginas o, cuando menos, un número parejo de víctimas.

Aun así, la espiral del vórtex va mucho más allá: ahí, enredándose en los miembros inertes de los cuerpos rotos, se agolpa y discurre una tortuosa pero exuberante historia de México, reflejada, como en un abigarrado mural churrigueresco, en las tribulaciones de los policías locales Juan de Dios Martínez o el inefable Lalo Cura, en la estéril peregrinación del sheriff chicano Harry Magaña, en las pragmáticas visiones de la santa Florita Almada, en el cinismo ilustrado de la psiquiatra Elvira Campos, en la fría desesperación del gigante rubio Klaus Haas (único sospechoso oficial y, por así decirlo, profeta de Archimboldi), en la rancia e impotente estirpe de la diputada Azucena Esquivel Plata y en el final cantado de su amiga Kelly, en las comidas especiadas de detectives y forenses, en el obeso poderío de los capos de los cárteles, en la pericia de los coyotes, en los crímenes pasionales que adoptan, como por ósmosis, el patrón de los asesinatos en serie, en la violencia secular del mestizaje y en los vidrios oscuros de los cochazos japoneses; y hay también un thriller cuarteado, hecho añicos, una investigación que no conduce a ninguna parte, o que conduce a tantas que no acaba sino que nos acaba implicando a todos. La maldad instalada en el desierto de Sonora es un capricho, una arbitrariedad tan grande y turbadora como cualquier pinche masacre.

Si en esta parte –y en el resto del libro– suena el eco de la pregunta de Adorno (¿se puede escribir después de Auschwitz, después de Vietnam o Camboya, después de Sarajevo, de Ruanda, de los vuelos de la muerte, de Ramala, de los asesinatos de Ciudad Juárez?), Bolaño se ha alineado con Celan para responderla: no sólo se puede o se debe, es que no hay más remedio. A la vez, resulta difícil esquivar la tentación de preguntarse si la perentoriedad con que Bolaño se vio obligado a escribir esta enorme novela no lo llevó a apretar las tuercas todavía un poco más, como si quisiese dejar muy claro que su lucha contra el recato no tenía ni pizca de frivolidad. Literaria, me refiero.

 

La lección de lectura. Mediando La parte de Fate, que es la tercera, caí en la cuenta. Todo 2666 se puede leer como un manual –subjetivo y caprichoso, si se quiere– de la buena lectura. Y tal como ocurrió con la intuición de estar ante un clásico, cuando por fin me senté junto a la fogata de los excursionistas veteranos comprobé que, al menos entre los miembros de mi cofradía, también esta percepción era compartida. Para ilustrarla, trataré de ser todo lo sistemático que mi natural eclecticismo me lo permite. Sin embargo, no empezaré por el principio, es decir, por La parte de los críticos, sino por la de Fate, que es, a mi entender, la más diáfana a este respecto.

Al llegar a este punto de la novela, no pude dejar de ordenarla –también– a partir de una nueva premisa: la de las influencias literarias y cómo vencer el pudor de metabolizarlas. ¿Por qué ocultar que uno ha leído con deleite y esmero a DeLillo, a Pynchon, a Philip Roth, a Nelson Algren incluso, seguramente a John Irving (sí, a ese) por citar a unos pocos? Pero sobre todo a DeLillo. ¿Es un delirio mío o casi toda esta parte trasunta un homenaje a su obra, un guiño a sus guiños y, a la vez, un divertido pero respetuoso compendio de los lugares comunes (y los valiosos hallazgos) de la traducción al castellano de estos y otros autores norteamericanos? Y si así fuera, ¿sería sólo un pasatiempo posmoderno, un ejercicio de estilo, o parte de una declaración de principios? En cierto modo, Bolaño parece estarnos diciendo lo que muchos autores no quieren oír: no sólo me descubro en tal o cual escritor sino que ya estoy constituido por todos ellos y me alegro. ¿Qué hace en su novela un cronista político de una revista neoyorquina para negros cubriendo un combate de box en Sonora? Mi delirio me dicta una respuesta sencilla: dejar testimonio activo de una poderosa influencia. A modo de comprobación práctica propongo el siguiente juego: ¿en qué otra novela situaría ud. la charla que da desde el púlpito de una iglesia de Detroit el ex pantera negra Barry Seaman, en la que trata estos cinco temas: Peligro, Dinero, Comida, Estrellas y Utilidad?

Este mismo juego, o similares, puede trasladarse a cada una de las partes. En todas hay un índice implícito (pero nunca vergonzante) de lectura. Abierta esta perspectiva, no es difícil reparar en que La parte de Archimboldi ofrece un pormenorizado itinerario por la inabarcable literatura centroeuropea. Como una broma, esta parte, quizá la más portentosa del libro, nos arrastra desde la primera línea, hasta dejarnos sin aliento, por territorio de Günter Grass. También está Sebald, claro, y Jünger y el Bernhard menos inmisericorde quizás, y poco a poco el melancólico vigor germano va desplazándose hacia ese punto de fuga irremediable que es el Este, ese polo de atracción que es, a la vez, origen y antiimagen, culo y calzón, suburbio y capital de la cultura mitteleuropea, hasta desembocar en –o, mejor, revelar que, como una mámushka, siempre alberga dentro– otra y otra y otra novela, una rumana, una rusa, una checa o polaca, sin aparente solución de continuidad, en una conflictiva pero gozosa y productiva contigüidad, contenidas unas en otras, girando y desplegándose en el escenario común a todas ellas, el de los países arrasados y vueltos a levantar, el de los campos de exterminio y los castillos imperiales, el de los semidioses despeñados y las matronas procaces. “La historia”, piensa Archimboldi, “que es una puta sencilla, no tiene momentos determinantes sino que es una proliferación de instantes, de brevedades que compiten entre sí en monstruosidad”.

De estos instantes con aspiraciones monstruosas no hay, quizá, uno que haya abierto más llagas en la historia del siglo XX que el nazismo. Bolaño sabe que no se cerrarán con literatura y, probablemente, ni siquiera con memoria. Pero aun así vuelve a hacerse cargo de la pregunta de Adorno con hechos que son palabras: memoria y literatura no serán remedios, ni siquiera paliativos, pero tampoco cesan ante el horror. La sórdida historia del verdugo forzado Sammer es fiel reflejo de esto. Así como lo son los ecos de un invitado inesperado a este baile: no sé si vuelvo a delirar pero, por un momento, he creído ver al Vonnegut de Matadero Cinco entre las ruinas y los despojos bélicos.

De un modo u otro, por un motivo que, nobleza obliga, no revelaré, también Archimboldi, como antes los críticos y Amalfitano, acaba chupado por la fuerza indolente y espectral del vórtice instalado en Sonora.

 

Sueños, cameos, congresos. Como nubes ligeras que pasan por la superficie otoñal de un estanque sin dejar apenas huella, decenas de sueños pueblan 2666. No son afloraciones significativas del subconsciente en lo real ni claves oníricas para interpretar la trama; son simples sueños, y se suceden con la inminencia y naturalidad con que los vivimos dormidos. Casi todos los personajes sueñan y sus sueños no nos dicen de ellos mucho más de lo que los nuestros nos dicen de nosotros. La afición a los sueños en tanto unidades narrativas autárquicas no es nueva en Bolaño. En Tres, su último libro de poesía, nos regala más de cincuenta sueños de materia literaria. Igual que con el Michaux de los viajes imaginarios (o con el Kafka de América), no queremos saber si Bolaño ha estado ahí o en cualquier otro lugar.

Entre los soñadores más consuetudinarios están los cuatro protagonistas de La parte de los críticos. Es curioso cómo ocurren las cosas. La mayoría de los comentarios, reseñas y críticas de 2666 se detienen en estos personajes, en la obsesión que comparten por la esquiva figura de Benno von Archimboldi, en su ménage à quatre, en fin, en suma, en los contenidos trazos con que sombrean o iluminan sus angustias pautadas. Curioso, digo, porque yo me olvidé de esta parte no bien me metí en la siguiente, la de Amalfitano, y así hasta llegar casi al final de los crímenes. Entonces empecé a verla de otra manera. Esta primera parte es como un iceberg invertido: amenaza con chocarnos en todo momento pero finalmente lo más ominoso está a la vista y no bajo el nivel de flotación, de manera que cuando queremos darnos cuenta ya ha pasado el peligro. Bolaño parece usarla para romper el fuego, abrir el hielo y saldar cuentas. Es la parte donde aparecen los cameos más clamorosos (¿de dónde me suena tanto el artista mutilado Edwin Jons?), donde Bolaño juega al club de amigos del humanismo, donde suelta lastre y se pone a la cómoda altura de la literatura hispánica –o francesa, o incluso británica– al uso. Pero hay más.

Hay un contrapeso que cobra dramatismo a control remoto, un paralelismo explosivo cuya espoleta salta muchas páginas después, cuando el lector-excursionista se detiene a recobrar el aliento y, ya que está, hacer algunos números: a lo largo de diez años, los mismos que debían ocupar los crímenes en el proyecto original de Bolaño, y con una frecuencia igualmente febril y desquiciada que la de los asesinatos y las mutilaciones, se suceden los congresos, encuentros y simposios a los que acuden los críticos para debatir en torno a la figura de Archimboldi. Pum.

 

Amalfitano o la abolición del destino. ¿A qué corresponde, según la lógica del manual de lectura, La parte de Amalfitano? ¿Es esta la parte donde Bolaño nos enseña el libro que habría escrito él de haber sido Roberto Bolaño? Hay aquí, sin duda, una lectura emocionada de la narrativa latinoamericana en el exilio. Pero ¿qué exilio? Ese exilio casi abstracto de tan lejano, cuya tragicidad ha ido dotando a sus extras de una serie de prácticos recursos existenciales. Como les dice el propio Amalfitano a los críticos, los inconvenientes, saltos y rupturas del exilio sirven al menos para abolir el destino (p. 157). Con un poco de suerte, además, a Amalfitano lo acabarán abduciendo los mismos o similares marcianos que a Billy Pilgrim (el protagonista de Matadero Cinco) antes de que se lo trague el vórtex.

Si así ocurre, dejará detrás una hija, un libro de geometría secándose al sol en la cuerda de tender la ropa y una historia impecable y desgarradora de la España de la transición que parece escrita por cada uno de los que la miramos de coté. ¿Quién de nosotros no tuvo una novia, un marido, una amiga, un vecino locales que enloquecieron durante esos años salidos de madre? ¿Quién no los vio perderse en una demencia plana, honesta, agotadora e incapaz de maldad? ¿Quién no los soltó para no irse al fondo con ellos?

Por lo demás, Bolaño no se llevaba del todo bien con el continente patrio y eso se huele en esta parte.

 

Una errata. Pedro Araya, un poeta chileno que vive en Francia, comentó al final de la charla alrededor del fogón que había encontrado una asombrosa errata: el judicial Juan de Dios Martínez se llama Juan de Dios Ramírez por única vez en la página 666 de la edición de Anagrama. Y es bien cierto, ahí está.

 

Barcelona, febrero de 2005

 

 

Lecturas. Algunos de los otros libros de Bolaño son La literatura nazi en América (Seix Barral, 1996), Estrella distante (Anagrama, 1996) y Los detectives salvajes (Anagrama, 1998). De Peter Slöterdijk, puede consultarse Normas para el parque humano (Madrid, Siruela, 2000). Entre las numerosas lecturas aledañas a 2666 que eran lecturas de Bolaño podrían sugerirse: Nelson Algren, The last carousel (Seven Stories Press, 1997); Paul Celan, Obras completas (Trotta, 1999); Don DeLillo, Submundo (Circe, 2001); Günter Grass, El tambor de hojalata (Alfaguara, 1980); Ernst Jünger, Heliópolis (Seix Barral, 1981); Franz Kafka, El desaparecido (América) (Galaxia Gutenberg, 2004); Osvaldo Lamborghini, Novelas y cuentos (Del Serbal, 1988); Leopoldo María Panero, Poemas del manicomio de Mondragón (Hiperión, 1999); Thomas Pynchon, El arco iris de gravedad (Tusquets, 2002); Joseph Roth, La tela de araña (Sirmio, 1991); W. G. Sebald, Austerlitz (Anagrama, 2004); Enrique Vila-Matas, El mal de Montano (Anagrama, 2004); Kurt Vonnegut, Matadero Cinco (Anagrama, 1987).

Andrés Ehrenhaus nació en Buenos Aires y vive en Barcelona. Es traductor (tanto de prospectos técnicos como de obras de Poe y Shakespeare), autor de tres libros de relatos (Subir arriba, Monogatari y La seriedad) y uno de entrevistas (El futuro es esto), profesor de posgrado en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y comentarista de libros en el programa televisivo Saló de Lectura, de BTV.

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