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Drama y docencia

MÁQUINABLANDA

 

Hace unos años, en una recopilación de artículos críticos, encontré una de esas frases que a uno le quedan grabadas incluso después de que olvida a su autor: “el crítico es un dramaturgo de ideas literarias”. Como definición, por supuesto, nadie la usaría si le preguntaran a qué se dedica; pero se cumple casi punto por punto: críticos y dramaturgos presentan nociones, las ponen a dialogar, llegan a una resolución o al menos a un planteo. Cualquier texto crítico contiene un héroe (la idea principal) y uno o más antagonistas (las ideas recibidas, a veces las ajenas). ¿Hay una historia? Hay, en realidad, dos, más o menos, como en el cuento según Piglia. La primera trata del objeto de la crítica, de tal o cual escritor o movimiento; la segunda, menos declarada, de cómo la concepción propia se impone a las demás.

Igual que en mucha escritura dramática, se busca una ilusión de naturalidad, pero la naturalidad depende de artificios. Hace falta una progresión; las afirmaciones han de responderse unas a otras; en lo posible, el texto procederá de lo abstracto a lo concreto, ocultando su propio entramado lógico. El crítico será consciente de la forma. Conviene, por ejemplo, moderar los conectores: deshacerse en “sin embargos” y “no obstantes” acaba produciendo argumentos que se deshacen. Repetir palabras con distintas connotaciones crea un juego de ecos. El eco vivifica. También lo hace la metáfora, con el agregado de que, como decía Eliot sobre cierta poesía, “comunica antes de que se la entienda”. Citar es fundamental, siempre que la cita no sea pura utilería. Idealmente, debe formar parte de la acción, como el personaje secundario que le da el pie al principal. Todos estos son meros detalles, pero los detalles hacen al todo. En términos generales, un crítico planea efectos; si el plan tiene éxito, el lector se dejará convencer. Como el teatro clásico, la crítica apunta a la suspensión de la incredulidad.

Hasta este punto, la metáfora de la dramaturgia es particularmente apta. Pero hay algo que el crítico no contempla casi nunca: la entrada en escena del cuerpo. Mientras que el dramaturgo puede delegar la entonación o el ritmo en los actores, la orquestación de ideas que se hace por escrito es una cuestión de sintaxis. Compete puramente al estilo del crítico. Habrá estilos críticos más o menos formales, más o menos populares, desde el gran teatro de situaciones de Virginia Woolf hasta el can-can de Barthes, pasando por los soliloquios agoreros de George Steiner. Pero la performance empieza y termina en la página. En sentido estricto, no existen los estilos orales, con lo que quiero decir que la oralidad es también una cuestión de estilo, un artificio léxico-sintáctico. Saber escribir no implica saber hablar; es a veces lo contrario de saber hablar. En mi experiencia, los críticos no son particularmente elocuentes. La prueba es que, cuando les piden que hablen, por lo general leen, asistidos por impresiones, fichas, notas o presentaciones de power point. La oralidad, obviamente, es un incordio. En abril de este año empecé a dictar clases de literatura. Para entonces, había escrito más crítica literaria de la recomendable para los nervios y leído más de la conveniente a los ojos. Traducción: nada me había preparado para el momento de poner el cuerpo. Los franceses describen el miedo a entrar en escena como le trac, una expresión que me suena –quizás erróneamente– a cosa que se traba, a calambre o contractura. ¡Trac! En efecto, al entrar a clase por primera vez uno se queda duro. Los terrores mallarmeanos de la página en blanco no son nada en comparación con diez pares de ojos que se clavan en uno esperando “el saber”. Uno no confiesa frente a los alumnos su duda fundamental. ¿Existe ese saber? Pero por supuesto se lo plantea a sí mismo. Y en una primera instancia hasta se pregunta si no sería mucho más provechoso, para los alumnos, para uno, para todo el mundo, que cada cual se quedase en casa leyendo (esa había sido, si entramos en confesiones, mi política durante la mayor parte de la carrera de Letras: faltar a cuanto teórico pudiera para leer cualquier cosa salvo lo que recomendaba la bibliografía obligatoria). Más allá de estas cuestiones pragmáticas, la situación da por tierra con la cómoda dramaturgia de ideas.

Por el lado positivo, enseñar permite desaprender, para usar un verbo barthesiano, los automatismos adquiridos en la soledad de la escritura: escrúpulos en cuanto a conectores y metáforas se vuelven bastante triviales frente a la necesidad de mantener a un auditorio medianamente interesado. En la oralidad, al menos como la entendemos en nuestros días, no hay floreo retórico que salve una idea mediocre. Si la información es pobre para empezar, es pobre al final; si no es clara, ningún aforismo la resarce. Al dar una clase se enfatiza automáticamente el contenido, por lo que hay que cuidar muy bien los contenidos. El crítico que no deja ni una afirmación sin sustanciar es un santo, pero el docente que no sustancia cada una de las suyas se expone al ridículo. Michel Leiris aspiraba a la literatura como tauromaquia, con lo que quería decir exponerse hasta el punto del exhibicionismo. Yo diría que la mejor estrategia del docente es la opuesta a la de Leiris (o la del torero). No sólo conviene reducir la exposición al mínimo mediante la preparación, sino además mediante la actuación. Uno aprende sobre la marcha, por no decir a los tumbos, a meterse en un papel.

Enseñar pone de relieve algo que la mayoría de nosotros presiente cuando escribe o, simplemente, cuando vive: el componente ficticio de la personalidad. Cada cual tiene una personalidad de ceremonia, una familiar, una íntima, a veces una secreta, que entra en escena de acuerdo con necesidades circunstanciales. Me da la impresión de que los grandes profesores –y aclaro que ni por un segundo aspiro a incluirme en ese grupo– son entre otras cosas grandes actores cuando hacen de profesores. La mejor manera de lograrlo quizás sea no distinguir entre rol y realidad, aunque ese sea otro tema, como el de si hay realidad independiente del rol. En cualquier caso, la autoridad de la que se invisten se apoya en el cumplimiento de un ritual. Y sin duda la enseñanza, como el teatro, es un ritual. Recuerdo profesores cuya presencia dominaba el salón de clases como el Papa domina San Marco. La autoridad no era sólo retórica: venía precedida por un enorme saber. Pero era la exteriorización litúrgica de ese saber, su puesta en escena, lo que nos mantenía en vilo como alumnos. Reconocíamos los signos de ese saber al mismo tiempo que el saber. (Teatralidad sin saber sería una definición de impostura; los alumnos también la reconocen.)

Ninguna transmisión se efectúa de manera natural. La mayéutica socrática, al revés de lo que creía Sócrates, es un truco de salón. Y cada cual desarrolla sus trucos personales. Hay una dramaturgia de la clase: un momento de introducción, otro de citas, un tercero de análisis de texto, un cuarto para dar la palabra a los demás y así sucesivamente. Pero lo más interesante es quizás lo que se sale del guión. Pueden pasar dos cosas. Al escucharse hablar, uno descubre algo que hasta entonces no había pensado. Es una modesta iluminación, que funciona de manera similar, salvando las distancias, a las que tienen los personajes shakesperianos de acuerdo con Harold Bloom. Algo similar pasa cuando se establecen relaciones inesperadas al escribir. El segundo desvío, en cambio, depende de la interacción con los otros. Un alumno hace un comentario, pide una aclaración, exige un ejemplo. Y ahí uno conecta. Podríamos llamarlo el momento Dr. House, con la salvedad de que uno no “siempre tiene razón al final”. Pero sin duda no importa tanto tener razón como que la razón se ejercite. La presencia interpelante de los alumnos fomenta ese ejercicio. Contrariamente a la opinión de Schoenberg, una audiencia no sólo sirve para mejorar la acústica de la sala. Sirve para mejorar a los intérpretes.

 

1 Dic, 2010
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