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Félix Bruzzone, 76, Buenos Aires, Tamarisco, 2007, 140 págs.; Los topos, Buenos Aires, Mondadori, 2008, 190 págs.
César Aira diría que Los topos es una novela estupenda. Juan José Saer la hubiera destinado a las catacumbas de su biblioteca. A pesar de los extremos, ambos quizá pudieran haber acordado en plantear que, ciertamente, es una novela problemática. Y lo es por varias razones que intentaré exponer aquí.
Ya en la contratapa del primer libro de relatos de Félix Bruzzone, 76, se definía el singular lugar de enunciación del autor: “‘En marzo del 76 desapareció papá. En agosto nací yo, el 23. Y en noviembre, dos días antes del nacimiento de mi prima Lola –con quien me casé a los 27– desapareció mamá.’ […] Autobiografía, libro de cuentos, protonovela o novela rota, 76 se comporta como voz actual, radiante y por momentos desalmada de la pasión libertaria de los setenta. Y de lo que vino después”.
El fragmento que citaba la contratapa es el que abre el texto “Fumar bajo el agua” –uno de los más logrados, junto a “En una casa en la playa”–. Que ese “yo” predominante en el volumen se anclara paratextualmente como autobiográfico definía entonces, de modo eficaz, la instancia de lectura: los dispositivos técnicos que articulaban lo ficcional pasaban a un segundo plano y la condición “hijo de desaparecidos”, como postulado de identidad, saltaba al centro de la escena. El cuento en sí narra el recorrido vital del protagonista, desde su nacimiento hasta llegar a la edad adulta: la desaparición de su madre; la relación con su abuela materna; la figura del psicólogo como sustituto del padre; cierta abulia y maleabilidad en la personalidad que lo hacen extremadamente vulnerable a la influencia externa (“me hice de nuevos amigos, y como todos fumaban, aprendí a fumar”; o “Era raro: ninguno de los chicos de la banda fumaba. Sólo tomaban whisky y aspiraban cocaína. Así que yo también empecé con eso y tuve algunos momentos intensos”); el acercamiento a una sede de HIJOS; la relación que entabla allí con una militante que, si bien no es hija de desaparecidos, se embandera en la causa más intensamente que él; el viaje que realiza con el dinero recibido del gobierno como indemnización a las víctimas y, finalmente, el casamiento con su prima Lola. Sencillo y correcto en su formulación, el cuento se cierra con la siguiente frase: “Sí, y durante el viaje, en alguna noche de lluvia, cuando todos duerman, salir a cubierta, encender uno de esos cigarrillos que inventamos y recordar, mientras fumo, todo lo que pasó, pensar mucho en todo eso, sí; y en todo lo que los jóvenes de mi generación, durante todo este tiempo, fumamos”.
Comienzo arriesgado si los hay, con estos siete cuentos sobrios pero auténticos Bruzzone reivindicaba un “nosotros” generacional, aunando al plus autobiográfico el despliegue de un abanico temático apropiado que espesaba simbólicamente el gesto: el entramado firme de relaciones horizontales de hermandad abonadas por la ausencia de una figura paterna (“En una casa en la playa”); la interrogación permanente sobre la historia personal en la búsqueda de la identidad (“El orden de todas las cosas”); cierto regodeo en la condición de víctima (“Lo que cabe en un vaso de agua”); la necesidad de saldar ese vacío a partir de una vocación constructora firme (“Unimog”, “Fumar bajo el agua”). Sin embargo, esta convicción que 76 prometía como proyecto parece declinar en su primera novela, que acaba de publicarse, o al menos deja lugar a una sorpresa. Y lo que sorprende, o torna problemática la reflexión, es que el texto es básicamente una reescritura deformante de los relatos, como si el autor se hubiera propuesto deliberadamente someter “su” historia a otra lente; porque aquello que entonces apenas se insinuaba como cierto devaneo perverso del personaje (“Ella sabía que mis padres habían desaparecido en la dictadura –decir eso suele ser mi carta de presentación– y supongo que me contó lo de su padre para que yo sintiera que teníamos algo en común”), en Los topos es la máquina trituradora que (de)generará la historia.
En este sentido es importante destacar cómo la travestización se impone en todas las esferas simbólicas de la novela. Si en los cuentos –en “Fumar bajo el agua”, por ejemplo– el personaje era un heterosexual de lo más convenido que formaba una familia y construía su casa, ahora, en Los topos, el protagonista entabla con una militante de la sede HIJOS una relación que luego –embarazo mediante– interrumpirá para ponerse a deambular por el circuito de los travestis. Mientras se perfecciona junto a su abuela en el rubro de la repostería y vaga sin prisa por el submundo de la noche, conoce íntimamente a un travesti y, fantasía va, fantasía viene, se enamora. Pero un buen día, Maira (así se llama ese travesti) desaparece. Y ahora el proceso se desplaza a las relaciones horizontales de hermandad, porque el protagonista se lanza a buscar a Maira con la sospecha de que es ese hermano suyo nacido en cautiverio que la abuela siempre quiso encontrar. Más tarde especula con que Maira es o fue una especie de travesti justiciero de ex represores y, en este punto, el travestismo (en un tercer movimiento) entra en la órbita de la política, porque esa sospecha es abonada desde la misma organización HIJOS. Siguiendo un rastro, el protagonista parte hacia Bariloche en pos del hermano-travesti-novio. Llega allí, ingresa en el rubro de la construcción, trama amistad con un albañil y conoce al Alemán, un hombre perverso y sádico que incluso se vanagloria de serlo. Entonces comienza a sospechar (sin que el lector se entere de los motivos) que el Alemán sabe el porqué, o es el culpable, de la desaparición de Maira. Trama un plan: se travestirá él mismo con el fin de seducirlo y vengarse. Pero, para su sorpresa, se enamora de su verdugo (fantasía paterna) y termina travestido hasta el caracú, con tetas, rizos y sin poder escapar de la muerte segura.
Lo más notable, con todo, es que este proceso de trituración deformante al cual Bruzzone somete los principales ejes temáticos que articulaban 76 produce un efecto de distancia radical: aunque esté narrada en primera persona, la incorporación de elementos incoherentes añade comicidad a las peripecias trágico-bizarras que sufre el protagonista. Y es por este cruce de lo chistoso, lo políticamente (in)correcto y el plus autobiográfico que se reivindica que la novela se vuelve problemática.
He aquí, por ejemplo, la reflexión del narrador luego de sufrir un accidente: “El taxi que me llevó lo manejaba una mujer. Una persona demasiado atenta y servicial que todo el tiempo me preguntaba si me sentía bien […] y por todos los medios quería saber qué me había pasado. Y tanto insistió que al final le expliqué. Pero cuando empecé a articular una cosa con otra me di cuenta de que la historia no iba a terminar nunca. Es decir: la caída era el final para ella, pero ¿cuál era el final para mí? En un momento hasta me pareció que la mujer iba a sacar una libreta y a escribir la novela de mi vida mientras dábamos vueltas por la ciudad. También se me ocurrió que ella era la materialización de una especie de conciencia remota, la conciencia de Lela o la de mamá o la de alguien interesado por mí, cualquiera, y que en cierta forma se ocupaba de pesar mis actos y compararlos con los de una complicadísima tabla de valores”.
La sospecha de Félix Bruzzone sobre el arte de la novela es certera. Como bien nos recuerda Jacques Rancière, un autor es un garante, un especialista en mensajes; es el que sabe discernir el sentido entre el ruido del mundo; es el que puede apaciguar, mediante la letra, el rumrum de la querella, el que señala el borde del abismo, el borde de la angustia, y luego intenta cruzarlo. Es alguien que al dinamismo de las energías productivas opone una capacidad simbólica que precede al ejercicio del poder.
Quienes supimos alguna vez ampararnos en la condición de “víctima” –cualquiera sea su tipo– sabemos que, una vez que la consigna se enuncia, lo más saludable es desmantelar cuanto antes la fácil coartada. El “ejercicio Bruzzone” (contar primero la historia en clave trágica y luego en clave cómica o grotesca), si bien no garantiza la buena literatura, es –creo entender– un modo apropiado, y muy legítimo, de exorcizar fantasmas. Si luego de esta aventada el deseo de relato pervive, es preciso, entonces, lanzarse a escribir de verdad… mintiendo.
Lecturas. Jacques Rancière, En los bordes de lo político (Buenos Aires, Ediciones La Cebra, 2007).
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