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Y un día será cine

FICCIÓN

 

Leonardo Oyola, Hacé que la noche venga, Buenos Aires, Mondadori, 2008, 247 págs.

 

Una noche del invierno de 1939, un mendigo que duerme en los túneles del subterráneo de Buenos Aires ve morir a un compañero en circunstancias confusas; cuando emerge a la superficie, ha decidido averiguar las razones de su muerte y vengarla. El mendigo se ve rodeado de un grupo de personajes dispuestos a ayudarlo a realizar su venganza o a impedir que la lleve a cabo: el ingeniero Pablo Manzotti, el sacerdote mexicano Manolito Montoya y su Winchester 67 apodada “la Rosa Amarilla”, el cocinero chino Arroz, el policía Barreiro, el ingeniero Jacinto Bosco Herranz, Thaddeus Jones y Joshua Smith, matones de la CHADOPYF (Compañía Hispano Argentina de Obras Públicas y Finanzas), la empresa que construyó la línea D del metro de Buenos Aires. Muy pronto queda claro quiénes son los buenos y quiénes los malos de esta historia, y, al final del libro, a los malos les corresponde un castigo tópico y sangriento y a los buenos –o a algunos de ellos– dos recompensas: una minúscula, en la forma de una amistad que comienza, y una mayúscula, consistente en haber vivido para contarla.

Hacé que la noche venga es la quinta novela de Leonardo Oyola (1973), autor también de Siete & El Tigre Harapiento (2004), Chamamé (2007, Premio Dashiell Hammett de la multitudinaria Semana Negra de Gijón), Gólgota (2008) y Santería (2008).Todas son novelas policiales: Oyola utiliza ciertas figuras y tópicos de la variante negra de ese género y lo enriquece con la recreación de paisajes argentinos poco visitados por una literatura a la que no suele llamarse “regionalista” (Chamamé), de prácticas sociales poco prestigiosas y de la vida de los marginales argentinos (Santería), y con la irrupción de lo fantástico en sus libros y la incorporación de elementos del western televisivo y referencias a la música pop. Así, los trece capítulos de Siete & El Tigre Harapiento tienen los títulos de las canciones de The Wedding Album (1993) de Duran Duran y los de Hacé que la noche venga, de westerns televisivos como “Valle de pasiones” (The Big Valley, 1965-1969), “Gunsmoke” (1955-1961), “El hombre del rifle” (The Rifleman, 1958-1963) y “El arma del hombre muerto” (Dead Man’s Gun, 1997-1999). Sin ser nuevo, el recurso dota de espesor a una literatura que hace de la urgencia su principal valor y propone la lectura de la novela como si se tratara de un western en el que los personajes no se detienen hasta llevar a cabo su venganza.

Esta mezcla de géneros ejemplifica además el uso que los escritores de la generación de Oyola hacen de ellos, no sólo en el ámbito hispanohablante; pero también participa de un movimiento general de apropiación del policial que no es exactamente nuevo pero que aún está produciendo lo más interesante de la narrativa actual. En Hacé que la noche venga, Oyola continúa esta línea –quizás ya podamos llamarla “tradición”– enriqueciendo la historia policial tópica con un elemento fantástico. Al igual que en las novelas de Michael Burt –quien al menos en una ocasión incluyó en un libro la advertencia de que “con la posible excepción del Diablo” todos los personajes eran “completamente ficticios”–, el asesino aquí no es más ni menos que una cierta encarnación de El Malo con mayúsculas, que se manifiesta a través de otro mendigo, el Dr. Francini alias El Toncho, quizás el personaje más interesante del libro. El relato consiste pues en la eliminación de esa encarnación del Diablo y, con ello, adhiere a la moralidad del western, cuyo tema es el triunfo del bien sobre el mal.

Es en ese sentido que Hacé que la noche venga puede leerse también como un ejercicio sobre el Mal con mayúsculas e inexplicable, el tema al que Roberto Bolaño le dedicó toda su obra. Cuando el Mal aparece, la novela salta por los aires y toda convención genérica –el realismo, en particular, que es el modo dominante de la novela policial– queda anulada ante su fuerza destructiva. Su aparición tiene un efecto similar en muchas novelas recientes que se preguntan cómo narrar el Mal y acaban en el silencio o en la dispersión genérica. La novela de Oyola deja de ser una novela policial, una novela histórica o un western tan pronto como el diablo mete la cola, y a partir de ese punto pasa a convertirse en algo mucho más interesante: un libro inclasificable.

Hacé que la noche venga se lee con sorprendente rapidez y con cierta felicidad. Leonardo Oyola escribe como si fuera una especie de Roberto Arlt aún más descarnado y que hubiera tenido interés en la literatura fantástica. Su novela está escrita como si Borges no hubiera existido nunca, lo que, desde luego, supone de parte de su autor un esfuerzo enorme y quizás innecesario. Oyola escribe de una manera que, desde el punto de vista de la tradición de corrección formal que ha caracterizado la literatura argentina desde Borges, puede ser vista como un “escribir mal”. Este “escribir mal” de Oyola –“errores” de concordancia y de puntuación, cacofonías y repeticiones, anacronismos, etcétera– va mucho más allá del “escribir mal” de Copi, César Aira o Washington Cucurto porque es mucho menos sofisticado y no parece surgir del traslado de las convenciones de un tipo de narrativa a otro (Copi), ni de las vanguardias históricas (Aira), ni de una apropiación del barroco latinoamericano (Cucurto), sino de los medios audiovisuales, que son ágrafos por naturaleza. La tradición mínima que tiene este libro debe ser buscada pues en esos medios audiovisuales y en los libros del maestro y mentor de Oyola, Alberto Laiseca. Hacé que la noche venga pierde en la comparación con los libros de este último, con los que comparte el uso de los géneros, el interés por la literatura china y la recreación del mundo de los marginales y de la vida debajo de las ciudades, y la violencia que ambos autores ejercen sobre el realismo, pero hará una excelente película algún día, y este es tal vez el mejor elogio que puede hacérsele.

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