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Markson en el desván

FICCIÓN

 

Fugacidad y esplendor de la herencia en las novelas de un escritor sin par.

 

David Markson, nacido en 1927, llevó a cabo una labor integral de excavación, salvaguarda y refacción de las ruinas históricas de las artes y la literatura. Escrupulosamente, pero sin gastarse en reprimir las fatales veleidades del escritor, eligió el siempre apto terreno de la novela y procedió por etapas. Como una combinación de estudio universitario y trabajo editorial con libritos populares lo había adiestrado en la soltura, escribió dos novelas de detectives y una de cowboys, de una elaborada grosería elegante, que vendieron lo suficiente para pagarle cinco años de absorción, dos de ellos en México, en un estudio sobre su admirado Malcolm Lowry. En 1970 publicó una novela carnavalesca, repleta de guiños, sobre un mujeriego claudicante y un amor maduro. En 1977, una historia de Eros y Tánatos entre yanquis en México, de trama redonda y fluir de conciencia a lo Faulkner. Después publicó sus poemas reunidos. Como si se hubiera iluminado, acto seguido concentró todo lo que sabía sobre vidas ficticias y sobre vidas y obras reales en la divagación pertinaz de un solo personaje. Fue un logro legendario: Wittgenstein’s Mistress (La amante de Wittgenstein) obtuvo cincuenta y cuatro rechazos editoriales, se publicó recién en 1988 y hoy es una obra adorada en que los letraheridos encuentran la incomparable experiencia de dolor del alma más placer del texto. Pero Markson siguió buscando una forma extrema para la pervivencia de la novela. De las cuatro que encadenó desde los noventa, más tarde diría: “están literalmente plagadas de anécdotas literarias y a la vez son no lineales, discontinuas, tipo collage, ensambladas y juguetonas, aunque se las ingenian para evocar algunas de las especies más anticuadas de respuesta ficcional, bien a pesar de, bien debido a su carácter juguetón”. En las cuatro la disposición es de párrafos breves, citas o referencias preciosas, frases nominales y casi aforismos alternados con los pensamientos de un personaje: en Reader’s Block (Bloqueo de lector, traducida como La soledad del lector), el personaje es Lector; en This is not a Novel (Esto no es una novela), Escritor; en Vanishing Point, Autor. En 2007 apareció The Last Novel ( ), cuyo personaje es Novelista –ya instalado en el libro sin autor, sin personajes, sin nudo ni desenlace que se proponía Escritor–, y Markson no escribió más. En 2010 murió. Hoy todo esto es pasto accesible en las llanuras de Google.

Menos a mano queda el significado de una obra que, con un final tan totalizador, resuelve serenamente el grave problema de cómo terminar cada relato. Y sin embargo está clarísimo. Los cuatro libros son parecidos frutos de saqueo en la biblioteca mundial de la, llamémosla así, creación artística, pero The Last Novel no sólo es la más extrovertida; es atrabiliaria, autoindulgente y de una elocuencia desnuda y pedregosa. Markson se desentiende de enfatizar la distancia o la identidad con el personaje llamado Novelista. Sigue exhibiendo su deliciosa colección de casos de las artes y las letras, pero con una predilección por las muertes y los suicidios, los juicios críticos desgraciados, los escarnios del público, la faceta cretina del genio, las inoportunidades del destino (Bizet muriendo convencido de que Carmen era un fracaso) o los detalles esclarecedores (“Lenin jugaba al tenis”); y pone el lacónico homenaje desalentado (“La última vez que alguien mencionó a Erskine Caldwell”), en el mismo plano que el desdén del viejo insufrible (por Demian Hirst, ¡por Dylan!) y el lamento socarrón por los males de la edad: “Viejo. Cansado. Enfermo. Solo. Fundido”. En el mismo tono, entre una píldora y otras, va declarando una poética de anochecer: “El género personal de Novelista. En qué parte del experimento debe seguir manteniéndose fuera de escena lo más posible, mientras obliga al lector amable a quedar sin aliento cuando las cosas llegan a un final pese a todo”. The Last Novel tiene su hilo, sí. Es como el réquiem de Mozart: música para el funeral del compositor. Al fin y al cabo narra cuán indiferente a la vida de los humanos es la historia que escribe la humanidad.

Así que Markson puso en su vitrina obras y autores, y finalmente se puso él mismo en un rincón. Demasiados escritores empiezan escribiendo deseos y terminan escribiendo recuerdos; para Markson la novela era la cura contra el mal de la memoria sucesiva. Vio que las cosas tienden a multiplicarse en el espacio, y dio espacio a las citas como si fueran cosas. En la suma de apasionantes miniaturas literarias, gestión compositiva y confesión burlona sobre lo perdido que es The Last Novel se perfila una experiencia en primera persona que no se deja representar en las categorías de sujeto. La propia novela se escurre de toda articulación teórica: es lo que se llama un objeto imposible. Es un presente ligado al pasado, liberado de su peso, que a cada instante muere en la constancia del cambio; como si una vez más la linterna de Baudelaire se encendiera sobre “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente”: lo moderno.

Cómo se revela en ese tránsito lo que hay que contar es el asunto de Wittgenstein’s Mistress, la obra ideal de Markson. ¿Y por qué habría que contar algo? En general la causa es la angustia, una urgencia por descargar. Para Kate, la heroína y narradora de la novela, la cuestión es “desprenderse de equipaje”. Al principio el problema fue material, porque Kate quedó sola en el mundo (después de la inexplicada desaparición de todo humano o animal), o cree que es la única en el mundo o lo imagina, y, con todo lo material abandonado in media res, sus recorridos por América y Europa en busca de alguien más la enfrentaron con las lógicas disyuntivas sobre transporte, aparatos, provisiones y demás. Pero las cosas del mundo, sean las ruinas de Troya, un libro de historia del béisbol o el casete de un coche con una aria de Bellini, azuzan el pensamiento, que no cede ni se aligera por más que Kate se haya asentado en una casa de la costa de California, o precisamente por eso. Maravillosa situación de novela: la fantasía de la soledad absoluta, un cuerpo atareado en sobrevivir y una conciencia que quisiera abreviar pero se las ve con la memoria, sus trampas y sus flaquezas. Encima Kate es pintora, desconfía de los sentidos y tiene una memoria muy culta. Y está tan aturdida que sólo le queda atajar la turba de asociaciones y tratar de ordenarlas; luchar contra el hechizo de la inteligencia por medio del lenguaje. Lo hace a lo Wittgenstein, auditando las palabras para que se ajusten a la verdad, corrigiendo cada frase dudosa con otra, sin arañar la certeza ni cuando introduce un hecho inmediato: menstruar, tender la ropa lavada en un arbusto, hachar el suelo de una casa vecina para hacer leña, dilucidar si lo que se insinúa en una punta de un cuadro es o no una mujer. Hasta el registro de estas minucias es trabajoso; porque Kate es la inversa de Crusoe; no espera nada y sólo podrá mantener la cordura si elimina ruido de la información cultural. Escribe, estirando la gramática, como quien desanuda una cinta que cuesta cortar. A veces alienta el enredo con un dato real, por ejemplo un bote en la playa: “[…] Guy de Maupassant remaba, para ir al caso […] // Cómo es que una se acuerda de ciertas cosas está fuera de mi alcance […] // Tal vez Guy de Maupassant estaba remando cuando Brahms fue a visitar París. // Una vez Bertrand Russell llevó a su alumno Wittgenstein a mirar cómo remaba Alfred North Whiteahead, en Cambridge. // Wittgenstein se enojó mucho porque Russell le había hecho perder el día. // Además de acordarse de cosas que una no sabe cómo recuerda, parecería que se acuerda de cosas que por empezar no tiene idea de cómo sabía”. Todo el tiempo del mundo se le disipa en anotar, sin constancia de fechas, lo que brota de huellas mnémicas que se activan mutuamente: información valiosa, desoladora o ridícula, jalonada de trivialidades y no fiable, sobre todo por lo mezclada (“Así que no bien una se había acostumbrado a un nombre como Jacques Levi-Strauss, pongamos, ya estaban todos hablando de Jacques Barthes”). Pocas veces Kate se percata de las equivocaciones. Para cualquier verosímil, está loca como una cabra. Mejor: lo que derrama es un desbarajuste del museo de la cultura tal que mejora el efecto de cada pieza, como si un perspicaz hubiese cambiado los envoltorios de una bombonera y colado alguna anfetamina y algún purgante. De modo que ahí, por ejemplo, a causa de una casa incendiada por un descuido suyo, le asoman en la cabeza las fogatas griegas frente a Troya, Helena, las mujeres aciagas, Clitemnestra, un cuadro de Tiépolo, un ícono de Andrei Rublev, no siendo muy seguro que Rublev pintase motivos griegos, que sin duda no pintaron Rauschenberg ni William Gaddis, a quien parecería que Kate conoció y de hecho no era pintor. Y así de seguido, cediendo entretanto a antojos del desconsuelo (tirar decenas de pelotas de tenis por una escalinata de Roma), sorteando los escollos de la realidad (una caída en coche por un terraplén, un esguince de tobillo empujando una carretilla con libros) bajo el flagelo de la suspicacia: “Por cierto, nunca cargué libros en una carretilla”. Pero en la reiteración corregida y aumentada ciertas zonas de su memoria se definen y fatalmente descuellan –la separación de un marido cuyo nombre confunde, amantes, la muerte de un hijo sin duda llamado Simon, las faltas–, y con el malestar asoma el miedo. Pensar “cosas de hace mucho tiempo” le hace mal; pero la decisión de no recordar más, para que no la acosen, la deja con poco que escribir; salvo una novela. Claro que, teniendo como inspiración un solo personaje, sólo se le ocurre una novela autobiográfica: sobre una mujer que un día se despierta, descubre que es la única persona en la tierra y se lanza a viajar en vana busca de otra. Aunque hace mucho que Kate desistió de buscar, estar tan metida en la cabeza de su heroína vuelve a deprimirla. La novela no es su oficio. La única alternativa es responder sólo al reclamo de la conciencia por vaciarse; seguir librándose de equipaje y distribuirlo entre las percepciones. Encontrarle una forma provisoria.

Sería un derroche leer a Markson sin preguntarse sobre qué cañamazo cobra tanto brillo cada uno de su multitud de hallazgos, qué método compositivo rige la manía de examinar las frases, desdecirlas, precisar, matizar, como si la novela fuese una materia estremecida que sólo busca el aquietamiento; leerlo sin analizar cómo se impone el sortilegio sobre la impaciencia del lector. No avanzamos mucho diciendo que el gran encanto de estos libros no es sólo el festín de minucias sobre las Bachianas Brasileiras, el dedo de Schumann, Wölfli, Panofsky, la dieta de Sor Juana o los poemas de Marco Antonio Montes de Oca, sino cómo están relacionadas. Que Markson era coleccionista y collagista lo dijo él mismo; así que nosotros atendamos mejor al ritmo, esa percusión luctuosa que exalta, eriza, duele y causa un leve mareo del entendimiento frente al carácter de lo que uno está leyendo. Ese ritmo se basa en el punto y aparte. Para Kate, que pugna con el lenguaje para que refleje lo que está pensando, Markson acuñó un inigualable párrafo-frase (“Entretanto puedo haber cometido un error diciendo que donde Rupert Brooke murió en la I Guerra Mundial fue en el Helesponto, por lo que quise decir los Dardanelos”) que después afinaría al máximo en The Last Novel (“El apretón de manos más fláccido del mundo, dijo Robert Graves del de Pound”). La fuente de este estilema es, como se suele recalcar, el sistema de proposiciones del Tractatus de Wittgenstein. Sin embargo, la función de la cortante seguidilla de Wittgenstein es disipar los malentendidos seculares de la filosofía, aclarando paso a paso y de una vez por todas los límites de lo que el lenguaje puede decir sobre los hechos del mundo; mientras que la novela, al menos para Markson (y para su otra fuente probable, el Cómo es de Beckett), se ocupa más bien de lo que no puede decirse. La novela procura contar lo indecible, incluso lo inconcebible. Para este afán no existe una vez por todas; sólo termina con la extinción, que es un suspenso. Por eso la alternancia de proposiciones verdaderas y atribuciones falsas, los derrapes de la lógica, los duetos de certeza y dislate, y sobre todo, cada vez más en sucesivos libros semejantes, los relatitos de tres líneas sobre demencias, suicidios y otras formas de muerte. Ya que la tarea no hubiera podido terminarse, Markson la dejó como una galería de estelas funerarias de las generaciones que la emprendieron; y como un umbral para que los que quieran continuarla sumen a sus seres queridos, o se incorporen. Generaciones de novelistas, artistas, poetas, científicos, hombres públicos incluso, músicos: “Languidezza per il caldo, anotó Vivaldi sobre la parte del Verano de Las cuatro estaciones”.

Si los motivos se repiten, las temáticas se enlazan y recurren las fijaciones melódicas, con cada nueva historia minúscula cambia el aparato de armónicos, el timbre es diferente y apunta un cambio de tonalidad. Comparar prosa con música es resbaladizo, justamente por la sombra del significado, pero, en fin: las series de miniaturas de Markson son sonoras, polifónicas, y suenan como fugas. Adorno, para salvar a Bach de los que lo ensalzaban como Gran Ordenador, caracterizó la fuga como un arte de la disección: “casi podríamos decir de la disolución del Ser”, dijo, “y por lo tanto incompatible con la creencia común de que ese Ser se mantiene estático e inmutable a lo largo de la pieza”. Disección remite tanto a cadáver como a operación de análisis y neutralización. Pero ¿son fugas las obras de Markson?

En un pasaje de Wittgenstein’s Mistress, cuando el martilleo de la conciencia en sí misma raja las defensas, y recuerdo y delirio llueven sin distinción, Kate cuenta que una vez, en el hace mucho tiempo, tuvo un gato, que no sabía cómo llamarlo y que unos amigos reunidos en su estudio le propusieron mandar cartas pidiendo ideas a gente famosa. Mandó fotocopias a miles, de Picasso a Joan Baez y la reina de Inglaterra, y, como pocos aportaban, decidió facilitar la devolución adjuntando en los sobres postales timbradas. Un solo requerido contestó, bien que con siete meses de retraso; a saber Martin Heidegger: “Desearía sugerir para su perro el espléndido nombre clásico de Argos, de la Odisea de Homero, siendo lo que venía escrito en la postal”. Aunque cuenta que se fastidia “por un período”, al cabo de unos párrafos-frase de consideraciones Kate termina disculpando el error de Heidegger, y la tardanza, porque bien pudo haber estado ocupado escribiendo un libro; y discurre que acaso ese libro sea uno de los que hay en la caja del sótano de la casa donde ella se ha instalado y nunca se decide a abrir. Qué chiquito es el mundo, se asombra Kate. Y si bien sigue contraponiendo, la sensación no es que nos movemos en una dialéctica negativa sino que, como en las fugas de la Ofrenda Musical de Bach, de escalón en escalón de tonalidad hemos vuelto a la del comienzo, pero en otra octava. Kate define estos bucles como perplejidades inconsecuentes: “de vez en cuando se vuelven el estado de ánimo fundamental de la existencia”. La secuencia del gato sin nombre, en especial, es un compendio del método Markson. Encuentra un discurso en la música y reúne a Heidegger, filósofo de la caída en el palabrerío, el olvido del ser y el ser-para-la-muerte, con Wittgenstein, el que despejando las confusiones concluyó que pese a todo hay algo más allá del lenguaje y recibió con súbita alegría el dictamen de que tenía los días contados.

Memento mori. Si recordar la impermanencia es la acción más radical que puede hacerse hoy en un sistema que oculta la verdad al moribundo, que no tolera la irrupción de la muerte en la publicitada alegría de la vida, siempre se puede aliviar la alarma asegurando que los valores duran, sí, y en posiciones bastante estables. Pero una novela de Markson no es el cementerio que el positivismo edificaba pegado a la ciudad de los vivos, ese espacio físico-moral cuyos monumentos señalaban la eternidad de una cultura. No es un altar; no un disco duro rico en archivos (ni un dietario). Una palabra más justa con su inestable buen humor sería “desván”: un lugar donde los ancestros hablan lenguas fervientes en el desorden de una penumbra resguardada. El custodio abre la puerta, deja caer unas cuantas cosas y las dispone en una forma para que cuenten la historia de cómo llegaron ahí, que es la del custodio. También esto Markson lo dejó dicho: “A su pequeño modo, lo que finalmente hace uno es pagar su deuda con los libros que lo conmovieron y en principio lo pusieron en marcha”. Sabiendo cuán vanos son a la larga los pactos con el olvido.

 

Lecturas. Las novelas de Markson son once. En español sólo se publicaron dos: La soledad del lector (Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2012, traducción de Laura Wittner) y Punto de fuga (México, Editorial Verdehalago, 2011, traducción de Verónica Martínez Lira y Adriana Rieta Lira). Epitaph for a Tramp y Epitaph for a Dead Beat fueron publicadas por Dell, 1959 y 1965; The Ballad of Dingus Magee; Being the Immortal True Saga of the Most Notorious and Desperate Bad Man of the Olden Days, His Blood-Shedding, His Ruination of Poor Helpless Females, & Cetera, por Bobbs-Merrill, 1965. Wittgenstein’s Mistress tiene ya varias ediciones en Dalkey Archive Press, la primera de 1988. The Last Novel fue publicada por Shoemaker & Hoard. De casi todas es posible conseguir archivos PDF en Internet. El libro sobre Lowry se titula Malcolm Lowry’s Vulcano: Mitch, Symbol, Meaning (Nueva York, Times Books, 1978). La cita de Adorno sobre la fuga pertenece a “Defensa de Bach contra sus entusiastas”, en Prismas, Barcelona, Ariel, 1962.

1 Sep, 2012
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