Inicio » Edición Impresa » FICCIÓN » Saturno en los trópicos

Saturno en los trópicos

FICCIÓN

 

Horacio Castellanos Moya: furia, sarcasmo y desolación en una narrativa polifónica que estrella a Latinoamérica contra sus falacias.

 

Narrador empedernido, a Castellanos Moya lo mueve el odio creativo al paisito de pesadilla que le tocó por patria. Apegado a un elenco más o menos fijo de personajes, una y otra vez visita el pasado flamante de El Salvador, un lugar que a juzgar por sus ficciones la política volvió primero inhospitalario y poco después invivible. En sus historias los turning points los propinan, según el caso, la violencia ciega de la guerrilla o el reiterado golpismo militar, siempre en una nación bien acostumbrada a conjugar transitivamente el verbo “desaparecer” y donde, alumbrados por una guerra civil prolongada, campean los demonios de una derecha jurásica luego santificada en elecciones, y los de una izquierda inconsistente además de camaleónica. Tal vez como cifra de lo inexplicable, un hecho violento –el asesinato de la señora de Travanino– reaparece escorzado en casi todos sus libros. En cualquier caso, Moya abriga pocas ilusiones sobre la nueva sociedad de posguerra, y con este descarno la describe en una de sus últimas novelas: “jóvenes ex soldados y ex guerrilleros, así como neófitos sin antecedentes de filiación política, eran reformateados por carabineros pinochetistas y guardias civiles franquistas para que cuidaran la nueva sociedad democrática que se construiría en El Salvador”. El diagnóstico no asombra en un escritor que, ya en su primer libro (La diáspora, 1988), supo abordar lo que sin miramientos llamó “la pudrición en la izquierda revolucionaria salvadoreña durante la guerra civil”.

Casi todos conocen ese raro milagro de violencia verbal que es El asco. Thomas Bernhard en San Salvador (1997). Mal que le pese a su autor, esta declinación del arte bernhardiano de la injuria permanece como el rostro visible de una obra que, con sigilo, no ha dejado de crecer en consistencia, ambición de mundo y diversidad de recursos. Basta considerar las novelas que giran en torno a la familia Aragón: forman una tetralogía involuntaria que responde no tanto a las exigencias de un plan como a la obstinada recurrencia de un tema, de una época desquiciada y de un linaje con mala, malísima estrella.

La saga empieza con una caída. Donde no estén ustedes (2003) narra el hundimiento de Alberto Aragón, ex embajador de El Salvador en Nicaragua, en un México de aquelarre a mediados de los años noventa. Son dos semanas de exacta descripción psicosomática de un hombre a punto de desintegrarse. A este bon vivant acabado su pasado le llega en ráfagas violentas de rememoración, y lo que sale a la luz es un melodrama familiar escabroso. El padre de Alberto se ha suicidado; su hijo y su nuera fueron torturados y asesinados por los escuadrones de la muerte; poco después, Alberto se convirtió en el representante diplomático de los que ejecutaron los crímenes. Lo que se narra es tan grave que Moya no ahorra lugares comunes de un patetismo tremebundo: “víctima de la invisible mano de la muerte”, leemos, y “viento de la agonía”; incluso “pantano de la culpa y las recriminaciones” o “torcer por la ruta de la cobardía”. Pero el estilo prevalece, inmune a estas recaídas, mientras las cláusulas se desgajan de las frases principales y el lector avanza hipnotizado por un jardín colgante de subordinadas suntuosas. A la historia de Alberto Aragón, que acaba con su muerte en circunstancias oscuras, sigue la pesquisa a cargo de José Pindonga, un periodista que volvió a San Salvador al final de la guerra civil, con el fin de abrir un despacho de detective privado. Protagonista de muchas de las ficciones de Moya, Pindonga es maniático, perverso, sexópata, a la vez bastante vulgar y absolutamente encantador. Se cree a sí mismo “una especie de Philip Marlowe de aldea tropical”, pero comparte más de una nota con el Mandrake carioca de las novelas policiales de Rubem Fonseca. La investigación la comisiona el ambiguo Henry Highmont, amigo de toda la vida de Alberto Aragón. Pindonga, por su parte, persigue el doble propósito de investigar la muerte de Alberto y de acostarse con la presunta hija de Highmont, que es en rigor la hija secreta del muerto. La experiencia es, entonces, a la vez detectivesca, erótica y hasta necrofílica, aunque al final nuestro hombre llega a la conclusión de que en la agonía de Alberto apenas hubo misterio: sólo miseria, dolor y abandono.

Desmoronamiento (2006) nos permite vislumbrar la historia de los Aragón a través del prisma de sus parientes hondureños. La novela comienza el día de la muerte del presidente Kennedy con una madre enfurecida, del todo renuente a que su única hija se case con un comunista salvadoreño. La madre se llama Lena Mira Brossa y es una señora de buena sociedad; el pretendiente no es otro que Clemen, uno de los hermanos de Alberto. La violencia que anima este libro desolado y perfecto la dispara una discusión entre los padres de la novia. Se diría que, en esta batalla de insultos, Moya actualiza la tradición de la esticomitia, esa variedad de diálogo raudo, crispado y sulfuroso que la tragedia griega acabó transmitiendo a Shakespeare, no menos que a las telenovelas latinoamericanas. Lo que sigue es pura zozobra: la hija se casa y parte a San Salvador, donde unos años más tarde, en 1972, se produce el golpe de Estado; al poco tiempo su marido es asesinado sin que haya verdugo a quien atribuir su muerte. Hay una semblanza entrecortada de la guerra entre los dos países y una mirada al sesgo del grupo de Alcohólicos Anónimos que quizás idean el golpe, pero lo más memorable es el retrato huracanado de doña Lena, esa Clitemnestra hondureña a quien, en la última parte del libro, podemos observar bajo el único aspecto conmovedor que no coincide con sus atributos de monstruo: la mujer vieja y desvalida, contemplada por el hombre que cuida su finca, una de las pocas personas que aún le tienen cariño.

“Nada queda de lo vivido sino en la memoria, nada persiste una vez que esta se apaga”, se decía a sí mismo un Alberto Aragón próximo a extinguirse. Su amigo y enemigo Henry Highmont declaraba a su vez que la memoria es una tirana implacable. Tirana memoria (2008), entonces, retoma esta retórica del pasado incoercible y retrocede algunas décadas en la crónica. La primera parte alterna un diario íntimo del año 1944 con la historia de dos prófugos políticos. El diario es el de Haydée, madre de Alberto y de Clemen, y esposa de Pericles Aragón, un periodista opositor al régimen de ese dictador espiritista y teósofo que todos llaman “el Brujo”. En un literal día a día, desde el momento en que apresan a su marido, acompañamos una conciencia roída por la incertidumbre pero que también se templa en la desgracia y la pérdida, y así se expande. Hay notas de folletín y chismografía política en este dietario donde a cada día le basta su propia aflicción. Accedemos a los entretelones de un golpe militar malogrado y a la atmósfera irrespirable de una ciudad en estado de sitio; también a la calidez del corazón de una mujer madura. Y el diario termina con la caída del tirano y la liberación del marido. Como contrapunto se relata la fuga de Clemen y su primo Jimmy: a lo largo de sus andanzas, los prófugos devienen histriones, si bien lo que empieza como una comedia enseguida degenera en pesadilla, y los primos terminan al borde de la enemistad, la ira y la insolación. Aunque finalmente se salvan y también esta historia llega a buen puerto. Pero en Castellanos Moya un buen puerto siempre es preludio de naufragios mayores. La segunda parte complica y arrasa con la trama límpida de la primera. Son casi cincuenta páginas de prosa insuperable donde quien narra es “el Chelón”. Gran amigo de Pericles, este pintor y poeta combina su apego a la filosofía de Schopenhauer con una dosis moderada de esoterismo: su única fe la deposita en “los invisibles”, divinidades amorfas a las que acostumbra rogar que lo dejen para siempre en la nada. Nadie más idóneo a la hora de resumir con dicción impecable la tragedia de la familia Aragón. De este modo la novela que empieza con la reclusión de Pericles acaba, cuarenta años más tarde, con el relato de su agonía y suicidio. Vidas enteras son la materia de Castellanos Moya, y también los personajes diversos, a menudo incompatibles, que cada persona segrega a través de los años.

Si el Vikingo pudo oficiar de chofer durante los últimos días de Pericles Aragón, la tarea de anunciar su muerte recayó en María Elena, su mujer de limpieza. Este par de desclasados son los protagonistas de La sirvienta y el luchador (2011). “Los dos trabajamos con esa familia”, le dice el Vikingo a María Elena, “usted como sirvienta y yo vigilándolos… Usted los conoció de una manera; yo de otra”. Moya ensaya aquí un minimalismo estilístico, casi un franciscanismo de oraciones breves, escritura al ras y expresión sin ambages. Pero la lengua es afilada, sueltísima, y los párrafos se separan como cortados a machetazo al compás de una acción que se comprime en tan sólo dos días. La novela se propone ser trepidante y muchas veces lo logra, aunque el lector añore aquella morosidad que hipnotiza y a regañadientes la cambiaría por esta rapidez que a veces lo deja impávido. Como un espejo invertido de los Aragón, la de María Elena es menos una familia que un grumo de contradicciones hecho familia. Empezando por Belka, su hija enfermera, promovida al Hospital Militar justo cuando, a sus espaldas, su hijo Joselito se foguea en la militancia subversiva. En cuanto al Vikingo –un ex luchador devenido vigilante privado devenido torturador–, es un antihéroe sin siquiera gesta frustrada que lo redima. “Yo la deseé a usted un montón”, le dice a María Elena hacia el final: esa es toda su declaración de amor retrospectiva, en el hospital silencioso, casi agonizantes los dos. El Vikingo morirá a causa de una bomba puesta por el nieto de María Elena; ella lo sobrevivirá. No sabemos si alguna vez la sirvienta revelará que Belka es, en realidad, la hija natural de Clemente Aragón; tampoco nos importa. En el último capítulo nos topamos con dos militares, desprovistos de palas, en el trance de enterrar los cadáveres de esos partisanos tan jóvenes como ineptos que jugaron a ser Joselito y su compañera.

Con un realismo cada vez más austero y como desvalijado –un realismo a punto de transformarse en cualquier otra cosa– va asomando la irracionalidad de la historia en la saga de los Aragón. La referencia a Gibbon no es ociosa, porque en alguna página de Desmoronamiento hay un diplomático que alude a su predilección por el escéptico inglés. No menos díscola a la razón, por improbable y alucinatoria, se muestra esa misma historia en otras ficciones de Moya. Basta retroceder a Baile con serpientes (1996), novelita convulsa, atípica por donde se la mire, que narra un caso de suplantación mágica de identidades. Un ex sociólogo procura empatizar con un vagabundo mugroso que vive en un Chevrolet amarillo, pero una noche lo mata y, casi borgianamente, se vuelve él. No sin adoptar como suyas las peculiares mascotas del difunto, cuatro serpientes que él bautiza con nombres cariñosos y con las cuales comete una serie de crímenes en un crescendo de violencia absurda. Hasta tiene sexo y baila con ellas en el escenario semiapocalíptico de un cementerio de coches. Los demás –periodistas, policías, ciudadanos– multiplican las hipótesis, pero al protagonista lo guía el puro delirio. “El realismo mágico no me es por completo ajeno”, ironiza años después el narrador de Insensatez (2004). Se trata ahora de un corrector literario encargado de pulir los testimonios de una masacre indígena perpetrada por los militares en un país innominado de Centroamérica. Este estilista morboso encuentra mucho que admirar y poco que corregir en la poesía espontánea de un lenguaje descoyuntado por la experiencia. Le interesa menos comprometerse con una causa justa que apreciar las figuras de lenguaje que brotan ahí donde la sintaxis de las víctimas se descalabra. No tarda en sucumbir a la paranoia, perturbado, entre otras cosas, por la idea de que “la imaginación es una perra en celo”.

Fiel a este claroscuro macabro, Castellanos Moya fluctúa entre una imaginación encendida y la devoción a lo real y a su aspereza. Entretanto, su prosa consigue oscilar no se sabe bien cómo entre los polos de un bernhardianismo alambicado y una reciedumbre a la manera ¿de quién? ¿De un Pavese con más sangre en las venas? ¿De un Hemingway imposible despojado de los mitos del coraje y de la hombría? En algunas de sus ficciones, lo que asombra es el cortocircuito entre lirismo y sarcasmo, eufonía y brutalidad de lo narrado. En otras, el estilo retrocede a favor del cruce de procedimientos; la investigación periodística o el género epistolar se dan cita con la narrativa negra o el diálogo directo sin acotaciones. Ese reflujo del estilo facilita la irrupción de algo que siempre estuvo ahí, pero que recién ahora apreciamos en su dimensión cabal: la ventriloquia, la polifonía efectiva, el talento para que la prosa se vuelva eco y red de las voces ajenas. Provengan de enfermeras, sirvientas o señoras pitucas, las voces femeninas rivalizan con las inflexiones de asesinos, diplomáticos, guerrilleros u hombres cualesquiera, en un arco que va desde la logradísima voz de la amiga de la señora de Travanino –Laura, en La diabla en el espejo (2000)– hasta la del verdugo de esa misma señora de sociedad: Robocop, el inolvidable criminal polimorfo de El arma en el hombre (2001). Capturada de plano o refractada por el recurso algo demodé del indirecto libre, esa locuacidad tan plural la recibe el lector transmutada en herencia de murmullos y de gritos. Quizás por eso tantas escenas se desarrollan en bares que pueden llamarse El Balcón o La Cueva de los Melancólicos, y cantinas que llevan los nombres de El Despertar o El Matador, ecosistemas idóneos para la delación o el trueque de datos vedados y donde, animadas por el alcohol y la proximidad de la noche, las historias se incuban y las conjeturas se multiplican.

No asombra que este autor que eligió situarse en una insidiosa retaguardia formal brille en la novela corta, el género donde se pone en causa una vida y donde catástrofes diversas caben en la sintaxis ajetreada de una sola oración. Si ni siquiera hay parodia en estas ficciones, la razón es sencilla: “no hay héroes posibles cuando la tempestad ocurre en un oscuro mar de mierda”. En Moya la ausencia de frivolidad impresiona; también que se aproxime a la historia reciente de su país con el distanciamiento de un clásico. De ahí la feliz extemporaneidad de sus referencias, que pueden abarcar a Tácito y a Schopenhauer, a Salustio y la picaresca nihilista de Céline, el devenir prostibulario del mundo en Juan Carlos Onetti y la prédica sobre la vanidad de todo lo que existe en el Eclesiastés. Pero aunque a veces arribe a la serenidad sin consuelo del tono pavesiano, este melancólico es, a la vez, un voluptuoso, un Gran Masturbador, un creyente en el cielo y el infierno de la carne. Sus personajes suelen aborrecer un afuera político de mamarracho épico o vocación para el sacrificio –también de palabrería demócrata– y se repliegan en un adentro libidinoso, una intimidad hecha de pura pulsión: “Pasamos días y días en la cama, sin importarnos la matazón de afuera”, dice la puta imaginaria de uno de sus cuentos. Los libros llevan adustos epígrafes de Sófocles, Arquíloco o Elias Canetti, pero están llenos de mujeres ardorosas, penes irrigadísimos y caderas encumbradas en el momento de la penetración anal. “Al final de cuentas en esencia éramos eso, carne para coger”, así resume Pindonga esta especie de reducción existencial a la genitalidad. La conjunción de misantropía, lujuria y atrabilis, no menos que de una oscura suspicacia hacia la ilusión o la terquedad de la política, otorga a Castellanos Moya un lugar incómodo dentro de la literatura latinoamericana. Por mucho que convoque sus figuras, Moya no es un macabro elegante como Rubem Fonseca, ni un estilista del improperio como Fernando Vallejo. Tampoco un “real visceralista” metido a diáfano disector de atrocidades (como Arturo Belano, máscara bajo la cual Bolaño se atreve a narrar la legión de páginas sombrías de 2666). Es, a falta de retrato mejor, un escritor saturnino cuyo Trauerspiel incesante ocurre bajo la lluvia o el sol vertical de los trópicos.

 

Lecturas. De los muchos libros de Horacio Castellanos Moya aquí comentados, diez han sido editados o reeditados por Tusquets y se consiguen con facilidad en las librerías de Buenos Aires. Las novelas La diáspora y La diabla en el espejo, en cambio, son casi inasequibles en estas latitudes. Puede consultarse, en descargo, La metamorfosis del sabueso. Ensayos personales y otros textos (Santiago de Chile, Universidad Diego Portales, 2011).

1 Sep, 2012
  • 0

    La carrera paciente de Lydia Davis

    Graciela Speranza
    1 Mar

     

    Micrometafísica de una literatura inclasificable.

     

     ¿Qué escritor no querría deslizarse por la superficie de las cosas sin dejar de calar hondo, descubrir una...

  • 0

    Responsables del azar

    Darío Steimberg
    1 Mar

     

    Reediciones y nuevas traducciones invitan a (re)leer la obra de Kurt Vonnegut.

     

    Valorar una narración por su argumento no es parecido a explicar...

  • 0

    Los flashes y las manchas que nos hacen humanos

    Jorge Carrión
    1 Mar

     

    Las novelas sin ficción de Emmanuel Carrère.

     

    Todo es –al fin y al cabo– reescritura.

    Emmanuel Carrère (París, 1957) ha confesado que leyó...

  • Send this to friend