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Carlos Correas. Un caso perdido

LITERATURA

 

El resentimiento intelectual como potencia y las flaquezas del mero fervor por los malditos.

 

Tres o cuatro episodios, que van desde la anécdota biográfica y la intervención cultural más o menos escandalosa hasta la publicación de un texto inclasificable, parecen haber bastado para hacer de Carlos Correas un escritor de culto, un marginal, un maldito de la literatura argentina de los sesenta, y también –según una curiosa pirueta histórica que deberíamos interrogar con especial atención– de los años de la posdictadura y el menemismo.

La primera de estas escenas míticas es la de su participación en la luego célebre revista Contorno (1953-1959), considerada uno de los espacios clave del proceso de “modernización de la crítica” y configuración de un nuevo tipo de intelectual de izquierda que tuvo lugar por esos años. Lo cierto es que Correas sólo publicó, en la etapa inicial de la revista, un cuento “con tópico homosexual” (según sus palabras) titulado “El revólver”, y una reseña de El juez, la obra de teatro de Héctor Murena. No fueron sin embargo los textos efectivamente publicados en Contorno los que más contribuyeron a cimentar su fama, sino un tercer artículo, rechazado por David Viñas “por concesivamente ‘peronista’” (nuevamente Correas dixit), en el que había ensayado un encendido elogio del potencial erótico y revolucionario del “cabecita negra”, artículo que luego, como para fomentar más el mito, Correas habría perdido. Por otra parte, mientras la mayoría de los integrantes de Contorno –muchos de ellos luego figuras centrales de la cultura argentina– reivindicaron durante el resto de su vida aquella experiencia juvenil, Correas no dejó de aprovechar oportunidad para poner en entredicho su pertenencia al grupo y para desacreditarlo. “A mí Contorno siempre me resultó una revista muy, muy pesada, muy aburrida de leer, muy plomo”, confiesa en el extenso reportaje que le hizo El Ojo Mocho en 1996. “La ignorancia y la ignorancia de la ignorancia reinaban en Contorno”, arroja apenas iniciado el prólogo a su libro Kafka y su padre, para luego precipitarse en la descalificación: “No sólo yo jamás supe que Contorno tuviera un programa y cuál era; tampoco lo sabía Contorno. Es actualmente, por la ‘ilusión retrospectiva’, cuando aquella revista de la década del cincuenta se torna entidad, y es ‘la revista Contorno’ y ‘modernización de la crítica’ y ‘un punto en la historia cultural’ y se provee de un ‘programa’. En su momento, subjetiva y objetivamente, había apenas un grupo de individuos más bien anticuados y fatigantes que escribían, cada uno según sus medios, en una misma publicación, y que se ignoraban y se escondían mutuamente sus ignorancias si llegaban a percibirlas”. Ahí, cuando la escritura de Correas se crispa en la evocación resentida, reconocemos la singularidad de su estilo. Agresivo, intenso, feroz en la bajeza de una injuria que no sabe de límites ni de buenas maneras, desesperado pero también, al mismo tiempo, de una candidez y un idealismo desconcertantes. Porque ¿qué es lo que irrita tanto a Correas de Contorno? ¿Qué otra cosa esperaba de la revista que fuese tanto mejor y tan distinta de “apenas un grupo de individuos más bien anticuados y fatigantes que escribían, cada uno según sus medios, en una misma publicación”? ¿No es esa una definición bastante precisa, si bien desencantada, de todos los colectivos humanos que, a lo largo de la historia, han publicado y publicarán revistas culturales, en nuestro país y en cualquier otro? ¿Y no sucede acaso casi siempre que las revistas, y otras empresas de ese tipo, ignoran en su tiempo su “programa” y este sólo se perfila como efecto de una lectura (pero ¿por qué calificarla de “ilusión”?) retrospectiva? ¿No es esa una ignorancia necesaria, productiva, estructural? En todo caso: mientras su primer comentario, acerca de la pesadez asfixiante de Contorno, nos arranca esa sonrisa cómplice que esbozamos ante aquel que enuncia una verdad por todos sabida y callada, en esta segunda crítica la pesantez cambia de bando, y con ella nuestras simpatías. Porque, supongamos por un momento que efectivamente los jóvenes contornistas hayan sido los ignorantes que Correas denuncia, ¿qué deberían haber hecho a su juicio? ¿Abstenerse de escribir? ¿Ponerse a estudiar? En cualquier caso, se trata de una crítica amargada, anclada en los valores más conservadores, reaccionaria.

El segundo episodio entre los que contribuyeron a cimentar la fama de Correas es sin dudas el más célebre e incluye la puesta en funcionamiento de la maquinaria burocrático-jurídica, hecho que gana relevancia si recordamos que entre los escritores más admirados por Correas se encontraban Franz Kafka y Jean Genet, quienes supieron hacer del vínculo ríspido con la ley uno de los ejes de su literatura. Las cosas sucedieron así: en diciembre de 1959, Centro, revista del Centro de Estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, dirigida por Jorge Lafforgue, publica el cuento “La narración de la historia”. A partir de su lectura, el fiscal Guillermo de la Riestra inicia una querella por “publicaciones obscenas” contra su autor, contra el director de la publicación y su comité de redacción. Luego de idas y vueltas, los miembros del comité de redacción son exonerados de culpa y cargo, pero tanto Correas como Lafforgue son condenados a seis y tres meses de prisión en suspenso respectivamente, y se procede al secuestro de todos los ejemplares del número 14 de Centro, que habría de ser, no casualmente, el último número de esta publicación.

“La narración de la historia” cuenta una escena de levante homosexual en la estación Constitución entre Ernesto Savid, joven estudiante universitario, y Juan Carlos Crespo, un “morochito” de 17 años. A partir de este encuentro, presenciamos los recorridos urbanos y suburbanos de ambos jóvenes, siempre desde la perspectiva de Ernesto. El cuento, con su tono sobrio, cortante, distanciado, recuerda, como señaló Ricardo Piglia, al policial negro norteamericano. La reiterada mención de la ciudad de Chicago en el relato puede leerse sin dudas como un guiño en ese sentido: “Vaciló un instante y miró a Ernesto de reojo; luego dijo que en las relaciones sexuales él era macho y no otra cosa. Ernesto respondió que eso era evidente porque el morochito tenía esa mirada penetrante que poseen los hombres y de la que carecen los invertidos. El morochito sonrió, divertido, y le pidió el sombrero negro a Ernesto; este se lo dio y el morochito se lo puso y dijo que así era como un gángster de Chicago. Dijo que a veces a él le daban sermones. Así, un día en que estaba comprando un pasaje de ferrocarril en la estación de Quilmes, el empleado le había dicho: ‘Sacate el cigarrillo de la boca, negrito, no estamos en Chicago’”. Sin embargo, por momentos, especialmente cuando el relato ahonda en la conciencia torturada de Ernesto, esa sobriedad se empantana en los viscosos recovecos de una angustia que debe mucho al Sartre de La náusea y de los cuentos de El muro, y también a Roberto Arlt, una deuda y una filiación que, de nuevo, son señaladas por el mismo texto: “El morochito lanzó un breve silbido y empezó a echarse el humo del cigarrillo en las manos. –Yo sé quién sos –dijo–. Uno de esos tipos fracasados que se vuelven viejos arrastrándose por las calles y hablando en los cafés y cambiando de amigos todos los días. Ernesto lanzó una carcajada. –Muy bien dicho –dijo–. Alguien te lo habrá enseñado pero no es así. Yo no soy esa clase de hombres –bajó la cabeza y frunció las cejas, como si recordara algo desagradable; una antigua preocupación. Algo de lo cual había querido huir durante toda su vida y que había terminado por llevarlo a esa noche, a esa plaza y a ese muchachito que lo escuchaba–. Yo no soy Erdosain –dijo, como para sí mismo. –¿Quién es ese? –dijo el morochito. –Un personaje de una novela –contestó Ernesto–. Un pobre tipo equivocado. Un maniático pensativo. Algo inmundo”.

Hoy, a poco más de cincuenta años de su publicación, y debido a su alto grado de contención formal y estilística (que contrasta con el tono más pornográfico del hasta hace poco inédito Los jóvenes) resulta difícil entender que en su momento este relato haya resultado escandaloso. Por el contrario, es bastante moderado incluso en comparación con otros relatos de la época –aunque un poco posteriores– que padecieron también los rigores de una censura retrógrada, como Nanina (1968), de Germán García; El frasquito (1973), de Luis Gusmán; o The Buenos Aires Affair (1973), de Manuel Puig; o que debieron circular de forma clandestina para evitarla, como El Fiord (1969), de Osvaldo Lamborghini. Pero hay algo más que se destaca en la comparación: si bien “La narración de la historia” no fue el único texto literario de los años sesenta y setenta objeto de la censura (también sobre el autor de Nanina, y su editor Jorge Álvarez, descargó su ira el fiscal De la Riestra), sólo en este caso el hecho quedó ligado de manera tan indeleble a la figura de su autor. Así, mientras es totalmente factible escribir o leer un artículo sobre García, Gusmán, Puig o Lamborghini que no se detenga en el respectivo episodio de censura, casi no se encuentra texto dedicado a Correas que no recuerde el proceso judicial del que fue objeto, y su penoso resultado. Es que Correas no fue un escritor prolífico, y en el terreno de la ficción, después de “La narración…”, publicado cuando tenía veintiocho años, sólo volvió a publicar en vida un libro: Los reportajes de Félix Chaneton (1984). El tiempo trascurrido entre una publicación y otra nos invita a conjeturar acerca del carácter traumático, devastador, que para el autor habría tenido la condena que recayó sobre él, desalentándolo a la hora de impulsar la publicación de relatos como Los jóvenes, todavía más radicales en sus búsquedas formales y temáticas.

Pero si Correas publicó poco con posterioridad al escándalo que rodeó a “La narración…”, el libro que volvió a posicionarlo como un autor maldito a comienzos de los noventa fue La operación Masotta, incómodo e inclasificable ensayo (auto)biográfico, no menos entrañable que injurioso y malintencionado, en el que Correas ajusta cuentas con su amigo de juventud Oscar Masotta. Mientras la primera parte del libro, que corresponde a las décadas de los cincuenta y sesenta, ofrece una reconstrucción de la época (vívida y al mismo tiempo desencantada, en contrapunto con Nuestros años sesentas, de Oscar Terán, publicado el mismo año) y de la intensa amistad de Correas con Masotta y Sebreli, con quienes conformaba el trío sartreano y peronista (o “anti-antiperonista”) de Contorno, a medida que avanza en los años setenta se vuelve anómalo y por momentos insostenible: Correas confiesa no haber seguido tratando a Masotta a partir del momento en que este desplazó el foco de su interés hacia el psicoanálisis y Lacan, y reconoce no tener el mínimo interés por adentrarse en los vericuetos de ese universo discursivo y profesional. Sin embargo, esa distancia, esa ajenidad, no impiden que lance los juicios más lapidarios sobre “la cualidad de la audiencia” conquistada por Masotta dentro del ámbito psicoanalítico, o que someta los textos de Masotta a una lectura por momentos desatenta, y maniática cuando se trata de criticar sus fuentes, sus lecturas salteadas, las estrategias retóricas que sólo estarían ahí para ocultar y ocultarse las falencias de su erudición autodidacta.

Después de La operación Masotta siguió el despliegue de la década menemista (a la que Correas dedicó sus Ensayos de tolerancia), la pobreza, el aislamiento, la enfermedad y, finalmente –último peldaño en la construcción descendente de la figura del maldito–, el suicidio. En la madrugada del 20 de diciembre de 2000, Correas se quitó la vida arrojándose a un patio interno desde la ventana de su departamento, un monoambiente en un sexto piso del barrio de Once. Los lectores fervorosos ven en este acto la prueba final de una coherencia absoluta, inusual.

El fervor es, a buen seguro, uno de los lugares desde los que es posible y soportable la lectura de un autor radicalmente intratable, como Correas. Por eso no sorprende que algunos de los ensayos que integran el interesante volumen colectivo compilado por José Fraguas y Eduardo Muslip (Decirlo todo: escritura y negatividad en Carlos Correas) recorran con convicción ese camino de canonización del maldito. Esas versiones, que hacen de Correas una suerte de Ezequiel Martínez Estrada posmoderno, único foco de lucidez en medio de la decadencia generalizada de la dictadura, los ochenta y el menemismo, tienen, para decirlo con Borges, “el encanto de lo patético”. Acaso por el fanatismo que encierran siempre las exaltaciones pretendidamente llenas de negatividad hacia el mundo, por su mal disimulada voluntad de “limpieza” y “purificación”, o acaso porque sus protagonistas corresponden a esos mismos fines de los ochenta en que algo del “horror argentino” se habría desplegado con particular intensidad, la lectura de dichos ensayos me hizo recordar la siguiente anécdota, que puede funcionar como un buen antídoto contra los que postulan la “seria necesidad” de volver hoy a Correas. La historia me la contaron, y es probable que sea apócrifa, lo que en nada disminuye su particular encanto: en un programa televisivo de chimentos, en los años noventa, son invitados para rememorar sus glorias pasadas una de las “mujeres de Olmedo” (¿Yuyito González?, ¿Beatriz Salomón?) y el “Facha” Martel. En cierto momento, mientras la mujer lanza una diatriba contra los estragos a los que lleva el consumo de cocaína (“la droga te separa del mundo, te destruye, la droga te aleja de tus seres queridos, te encierra más y más, etc., etc.”), el “Facha”, con su sonrisa de siempre, en voz baja y con un dejo de sabiduría tanguera, atenúa: “no es tan así… tampoco es tan así…”.

Ese es el tono, deliberadamente bajo y distanciado, esa es la forma vacilante por la que optan los ensayos más interesantes de Decirlo todo…, aquellos que realmente parecen haberse formulado la pregunta “¿qué sentido tiene leer hoy a Correas?” sin respuestas a priori ni énfasis celebratorios. Y es también el tono adoptado por Emiliano Jelicié y Pablo Klappenbach en su documental Ante la ley. El relato prohibido de Carlos Correas, presentado en el Bafici 2012. “Por el lado de la provocación no, por el lado de la provocación estamos fritos”, se escucha decir en off a Klappenbach, en la escena inicial de la película, cuando se muestra a ambos directores, ante una mesa con los libros de Correas abiertos y subrayados, planeando cómo habrán de aproximarse a su objeto. Ese gesto metanarrativo incomoda un poco de entrada (¡otra película sobre una película fracasada!), pero a medida que el documental avanza nos va convenciendo, poco a poco, de su necesidad. Como ha señalado lúcidamente Emilio Bernini en su presentación del film, Ante la ley (como el cuento de Kafka, podríamos agregar) trabaja deliberadamente sobre el fracaso en su acercamiento al objeto (vemos a Jelicié y Klappenbach recorriendo en vano despachos del Poder Judicial, intentando dar con el expediente del caso, perdido para siempre; asistimos a una transposición deliberadamente fallida y por momentos ridícula del cuento); pero al mismo tiempo confía y logra hacernos confiar en la reconstrucción testimonial de una vida (a través de las extensas entrevistas a amigos y conocidos de Correas como Jorge Lafforgue, Juan José Sebreli, Bernardo Carey, Emilio de Ípola, Ismael Viñas, Tomás Abraham, Oscar Traversa, Eduardo Rinesi, Ricardo Piglia, Horacio González, Liliana Lukin, entre otros, en las que por momentos algo del Correas “íntimo” llega a atisbarse). Así, Ante la ley –siguiendo a Bernini– cree y descree, vacila, pero hace de esa vacilación un principio estético. Puede parecer una salida fácil, pero no lo es: leer a Correas con atención, con alegría, y al mismo tiempo, de tanto en tanto, levantar la mirada del libro y repetirse: “no es tan así, tampoco es tan así”.

 

 Lecturas. Como ensayista, Correas publicó Kafka y su padre (Leviatán, 1983), La operación Masotta (Catálogos, 1991), Arlt literato (Atuel, 1996), Ensayos de tolerancia (Colihue, 1999) y El deseo en Hegel y Sartre (Atuel, 2002). Como narrador, publicó “El revólver”, en Contorno (1954), “La narración de la historia”, en Centro (1959) y Los reportajes de Félix Chaneton (Celtia, 1984). En 2005 se publicó Un trabajo en San Roque y otros relatos (Interzona). En 2011, La manía argentina (UNGS/UNC), ensayo inédito de mediados de los ochenta. En 2012 Mansalva publicó Los jóvenes, fechado en 1953, muy probablemente su primer relato. La recepción crítica de su obra ha sido errática. El Ojo Mocho (7/8, otoño de 1996) publicó una extensa entrevista al autor. Otra Parte (5, otoño de 2005) publicó una nota de Damián Tabarovsky sobre La operación Masotta. El conjunto de trabajos compilados por José Fraguas y Eduardo Muslip (autores también del posfacio a Los jóvenes), Decirlo todo: escritura y negatividad en Carlos Correas (UNGS, 2011) es resultado de unas jornadas organizadas en 2009.

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