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Marosa di Giorgio, Los papeles salvajes. Edición definitiva de la obra poética reunida, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2008, 667 págs.
Adolfo Bioy Casares dijo una vez que lo que escribía Silvina Ocampo no se parecía a nada de lo escrito y que no parecía haber recibido influencias de ningún escritor. Unos años después, César Aira escribió un argumento parecido para describir el estilo de Marosa di Giorgio: “se lo reconoce a la lectura de una línea cualquiera; y no se parece a nadie”. En efecto, los “poemas en prosa” de Marosa di Giorgio –por llamarlos de algún modo convencional, en tanto conservan la compacidad y la concentración de sentidos propios de la poesía, estando sin embargo escritos en prosa (es decir que el corte de verso –un verso imaginario, entonces– lo da el ancho de la caja de imprenta)– no se parecen a nada ni convocan a ninguna tradición visible, aunque es posible que bajo la lupa del profesor, más que bajo la del lector de poemas, aparezcan trazas del fantástico, del cuento de hadas, y aun ciertos “efectos” propios del barroco, los que habilitaron a Roberto Echavarren a incluirla en Transplatinos y luego en Medusario. Muestra de poesía latinoamericana, dos importantes volúmenes de los años noventa que trazaban sendos mapas de la poesía neobarroca latinoamericana. La decisión de incluir a Di Giorgio en la tendencia obedecía a tres órdenes diferentes: por un lado destacaba –en cierta monstruosidad metafórica, en la conciencia del artificio formal y en su diccionario extravagante– el lado barroco de su obra; por otro, terciaba en la disputa con neorrománticos y objetivistas en cuanto a la “apropiación” de Di Giorgio como trofeo de caza mayor, y finalmente les daba prestancia y ambición a los dos volúmenes –más apegados, en muchas de sus páginas, a programas que a poemas.
Los poemas que Marosa di Giorgio comienza a publicar a mediados de la década del cincuenta en ediciones de autor –una con pie de imprenta de la ciudad de Salto, otra de la ciudad de Santa Fe, al margen de los circuitos de legitimación de la poesía rioplatense que la recibirán treinta años más tarde, sin embargo, como si la conocieran desde siempre y como a una reina– son, formal y conceptualmente, muy parecidos a los que reúne en 1971 por primera vez, y luego en 1989 y ahora, finalmente, en 2008, en la obra completa bajo el título Los papeles salvajes.
El sujeto de los poemas es casi siempre una niña –“soy siempre la misma niña a la sombra de los durazneros de mi padre”–, que viene a relatar la pérdida de la edad dorada de la niñez, hecha la comprobación de que, como señala el título de un libro de 1971, “está en llamas el jardín natal”. Sin embargo, esa conciencia del abandono de la inocencia o de la ingenuidad no vuelve a estos poemas sentimentales, que no están atravesados por una reflexión culterana acerca de la pérdida de la felicidad y de la perfección –que atañen, como señala el alemán Friedrich Schiller en Poesía ingenua y poesía sentimental, su gran libro siempre lozano, la primera al hombre sensible y la segunda al hombre moral. Por el contrario, Marosa di Giorgio, como por momentos Juan L. Ortiz, parece volver posible –es decir, en tiempo presente– una poesía natural, no guiada por la razón ni por la “hechura del arte”, sino por un sentimiento ingenuo, sensible, que da cuenta de la inexistencia de una separación entre el hombre y la naturaleza (ese pasaje que magistralmente da Ortiz en “Fui al río…”, un poema publicado en 1937, entre los primeros versos, paisajísticos y sentimentales: “Fui al río, y lo sentía / cerca de mí, enfrente de mí”, hasta la revolución ingenua y natural del final del poema: “De pronto sentí el río en mí, / corría en mí / con sus orillas trémulas de señas, / con sus hondos reflejos apenas estrellados. / Corría el río en mí con sus ramajes. / Era yo un río en el anochecer, / y suspiraban en mí los árboles, / y el sendero y las hierbas se apagaban en mí. / Me atravesaba un río, me atravesaba un río!”).
Hay algo de esa revolución en la mayoría de los poemas de Di Gorgio, en la presentificación de un mundo sensible cuya mitología no es libresca sino producto de una “alegre imaginación” (Schiller otra vez) que da como resultado un mundo feliz y perfecto en el que, por ejemplo, “los niños casaban bien pronto, con sus propias hermanas. Cuando la sed y el hambre eran terribles, se cercaba a un miembro de la familia, se le asaba; y la vida seguía”. O, en “La hija del diablo se casa” –uno de los poemas símbolo de Di Giorgio–, en el que la niña decide escaparse de su casa para asistir al casamiento de la hija del diablo. En realidad, a la boda había sido invitada toda la familia y –una reverencia al humor de Di Giorgio–: “No sabíamos si ir o no ir. En casa resolvieron no ir”. La hija del diablo tiene el pelo igual que el sol y unas singulares pezuñas, “delicadísimas, cinceladas y de platino”. En la fiesta, cuenta la niña, servían para comer niños no natos, cubiertos con azúcar: “Son riquísimos”, dice una voz en la que la niña cree reconocer la de una vecina, que se ve que también decidió ir a la boda, aunque con la cara cubierta (y conviene escuchar la voz de la propia Di Giorgio diciendo “Son riquísimos”, en el sitio web www.palabravirtual.com. Luego, la niña asiste, con expectación, a la desfloración de la hija del diablo, quien se abre el vestido, entreabre las piernas y las pezuñas y deja caer el himen roto –como si fuese algo que tuviese peso y volumen significativos–, cuya caída hace el ruido de un leve bramido y sumerge a los presentes en un vaho de margaritas. La niña no quiere ver más. Cierra los ojos. Siente que cae un aguacero y decide volver a la casa: “Mamá estaba fija en el mismo lugar, haciendo el mismo encaje. Sin levantar los ojos, comentó: –Pero ¿qué haces? Andas por el jardín con estos aguaceros”.
Los de Di Giorgio son poemas en prosa no sólo por su forma sino porque, como señala Echavarren, hay en ellos una tendencia al relato, una especie de género híbrido –que siempre es más bienvenido en las convenciones de la poesía que en las de la prosa– cuyas unidades mínimas, esos poemas en prosa, se encadenan en una serie aleatoria que “sugiere una novela poética”. Y esas unidades mínimas también responden a cierta convención del relato. En primer lugar porque, muy manifiestamente, empiezan: “De súbito, estalló la guerra” o “De pronto, nacieron gladiolos” u “Hoy, alguien mató una rata”; y porque, además, como en “La hija del diablo se casa”, también terminan. Y ese final –más allá de que luego enganche aleatoriamente con otros poemas y relatos en el armado de la hipotética novela poética– provoca, como en los cuentos, una reflexión hacia el interior del relato que difumina su sentido original y lo confunde con otros. Es decir: hay una niña que escapa de su casa para ir a la boda de la hija del diablo, y una madre que cree que la hija, en realidad, estuvo jugando en el jardín bajo la lluvia. Y hay también, a la vez, una madre bordando en su casa, viendo cómo su hija juega en el jardín mientras esta, hipersensible a los estímulos de la naturaleza (los ruidos, los olores, los colores), imagina estar asistiendo a la boda de la hija del diablo. Como Di Giorgio le da preponderantemente la voz a la hija –y es una voz viva y terminante–, una verdad parece predominar sobre la otra: hay que creer, nomás, que la niña estuvo en la boda de la hija del diablo. Lo interesante es que, como en los cuentos de hadas –y en los de Silvina Ocampo–, no es que el verosímil se rompa –y suene como un himen, si es que los hímenes suenan, como sucede muchas veces en el fantástico–, sino que el relato empieza con el verosímil roto: “La madre miró a la nena; vio que estaba por poner el huevo. La nena tenía la boquita roja, entreabierta, el pelo de oro, erizado, y emitía un murmullo inconfundible”, lo que da –nuevamente Echavarren– una novela poética, sí, pero además fabulosa y alucinante, que rompe las expectativas –y la escala, hay que agregar– antropomórficas.
En una primera lectura puede resultar paradójico que ese natural de Di Giorgio se dé resuelto con un diccionario generoso y, como capturaron los neobarrocos, con una extrema conciencia del artificio verbal. Pero es que ese mundo natural de Di Giorgio (el de la niña que pone huevos luego de haber mantenido “relaciones extremas” con un tremendo pájaro que tal vez “ni existía ya”, el de la que se casa con Heber, en cuya boda comen tarta de ratones y de ratas para después dormir con las manos tomadas sobre el cuerpo de la suegra –“alta y magra, el cabello blanco le cubría apenas el asta breve y derecha”–) es un mundo pagano y enorme que reclama, para su relación, de un diccionario también enorme, y de todo el dispositivo artificial de la literatura.
Esa combinación es la que la vuelve única a Di Giorgio, y una combinación parecida es la que vuelve única a Silvina Ocampo, y esa es la razón por la que, solas durante tanto tiempo, la fuerza interior de ambas literaturas paulatinamente tienda a reunirlas. Queda la impresión, incomprobable todavía, de que el origen del mundo de Ocampo está sobre todo vinculado a la imaginación y el de Di Gorgio a las sensaciones –es decir, convencionalmente, a la mente y al cuerpo. Cuando ambos conceptos vuelvan a fundirse, como en los poemas de Di Giorgio y en los cuentos de Ocampo, nada distinguirá la obra de estas dos artistas extraordinarias.
Lecturas. La Obra completa de Juan L. Ortiz fue publicada en Santa Fe por la Universidad Nacional del Litoral en 1996. Hay una edición en español de Poesía ingenua y poesía sentimental de Federico Schiller (Buenos Aires, Nova, 1963). Se puede leer “Marosa di Giorgio”, de Roberto Echavarren, en www.henciclopedia.org.uy/autores/Echavarren/MarosaDiGiorgio.htm
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