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Parloteo sofístico y cháchara lacaniana

FILOSOFÍA

 

Gorgias explica y complica a Lacan en la propuesta de Barbara Cassin.

 

“El psicoanalista es la presencia del sofista en nuestra época, pero con otro estatuto”, dijo Lacan hace medio siglo. ¿Cuántos escucharon lo que irradiaba esa frase? Siempre renuente a inscribir sus devaneos especulativos dentro de la tradición filosófica, Lacan prefirió afiliarse a la tradición de una secta largamente infamada. Porque se sabe cuán habituados estamos a considerar al sofista como el álter ego negativo del filósofo, su doble espectral, su reflejo precario en un espejo convexo. La cuestión, sin embargo, es más compleja: como leemos en el diálogo de Platón dedicado a definirlo, el sofista se asemeja al filósofo, si bien “como el lobo se parece al perro, como lo más salvaje a lo más domesticado” (Sofista, 231a-b). Que no quede claro, en el propio texto platónico, quién es el lobo y quién es el perro es una cuestión que sería apresurado reducir a un mero problema de filología y que, por el contrario, atañe al núcleo del problema.

Tal vez uno de los impactos más flagrantes de la sofística haya consistido en obrar de modo que, en contra del gesto primordial de Parménides, resulte difícil o imposible disociar la verdad respecto de la opinión, la imperturbable alétheia de la cotidiana doxa inconsecuente. Al menos así lo entiende Barbara Cassin, una de las filósofas y helenistas que más se ha ocupado del tema. Ya en su imprescindible El efecto sofístico (1995), Cassin se había detenido en demostrar cómo los procedimientos de Gorgias y sus secuaces podían esclarecer ciertas peculiaridades de la teoría y la práctica lacanianas. Desarrolló ese argumento con mayor amplitud en un libro reciente que, con espíritu diderotiano, tituló Jacques el sofista (2012). En uno y otro caso, Cassin avanza a través de una serie de tesis audaces, que sólo la minuciosidad y esa especie de aburrimiento ilustre que le confiere su condición de filóloga pueden revestir con la firme pátina de lo plausible. Difícilmente puedan considerarse virtudes rasgos suyos como las alusiones crípticas, los retruécanos, la formulación abrupta de más de una hipótesis. Argumentos no faltan, pero a menudo quedan en la penumbra o los distorsionan el fraseo irregular y una sintaxis al borde del anacoluto. Con todo, la propuesta de Cassin es valiosísima: al situar el discurso psicoanalítico en línea con la sofística antigua, permite reordenar los pronunciamientos lacanianos sobre la ontología –sobre los presocráticos, Platón y Aristóteles, incluso sobre el Parménides de Platón–: todo aquello que Lacan, con memorable insolencia, reunió bajo el rótulo de “el comedero ese de la metafísica”.

 

Tal como Cassin las razona, las analogías entre el sofista y el psicoanalista lacaniano son profusas. Comenzando por el hecho de que ambos comparten una noción del discurso rebelde a la univocidad del sentido, concepción que al deleitarse –a veces, no sin tormento– con el juego de los significantes, se distancia de la verdad de la filosofía. Por otra parte, mientras que los filósofos practican la apódeixis como procedimiento demostrativo cuyas reglas fijó Aristóteles, los sofistas –al fin y al cabo, conferencistas trashumantes– se inclinan por la modalidad de la epídeixis, la parrafada pública, la performance; y esto, conjugado con un fuerte sentido de la oportunidad –eso que los griegos llamaban kairós–. También la enseñanza institucional de Lacan y las inflexiones de su clínica remitirían a este modelo de la performance y de la intervención circunstanciada pero en el fondo azarosa. La tercera semejanza es, para algunos, más propensa al escándalo: es que ambos, sofista y psicoanalista, cobran por sus discursos, e incluso por sus silencios… ¡y casi siempre demasiado caro! (En un momento de radicalidad, el propio Lacan redefinió su disciplina en términos de estafa, una fórmula que, naturalmente, no tardó en integrarse a El libro negro del psicoanálisis). En cualquier caso –este es el cuarto rasgo en común–, sofística y lacanismo comparten una concepción del discurso entendido como logosphármakon, a un tiempo droga y remedio contra los pesares del alma. Se trata de una convicción bien atestiguada en la práctica analítica. Lo que Barbara Cassin expresa en una mezcla de francés indolente y griego elemental, Freud lo había condensado, con mejor retórica, en una simple frase de buen alemán: “Por medio de las palabras, un hombre puede hacer feliz a otro o llevarlo a la desesperación”.

La analogía crucial, como puede preverse, reside en la solidaridad con que sofistas y psicoanalistas abrazan un modo de comprender el lenguaje. Hace falta detenerse aquí en los dichos de Gorgias, precisamente en sus dichos sobre el decir. En su Encomio de Helena, leemos: “La palabra –el logos– es un poderoso soberano que con un cuerpo pequeñísimo y del todo invisible lleva a término las obras más divinas”. En su enigmático tratado Sobre el no ser, el campeón de los sofistas cala más hondo: “No es el discurso el que conmemora el afuera, sino el afuera el que revela el discurso”. La frase oracular nos llega en una de las dos versiones en que, por milagro, se ha transmitido el texto íntegro. Se trata de la que recoge el escéptico Sexto Empírico en su Adversus mathematicos, una obra que tiene el inconveniente de haber sido redactada siete siglos después de la existencia de Gorgias. El contexto ha variado, y Sexto se dedica, entre otras cosas, a criticar la teoría estoica del signo. En calidad de doxógrafo erudito, baraja aquí la diferencia entre signo “conmemorativo”, que recuerda (parastatikós), y signo “indicativo”, que revela (menytikón). De acuerdo con Cassin, el trabajo de Sexto en este pasaje consiste en disociar los dos tipos de signos: en mantener la vigencia del signo conmemorativo, cuya confiabilidad experimentamos todos los días, pero también en negar las pretensiones del signo indicativo, exponiendo las aporías de su concepto. Al reproducir el tratado gorgiano, a Sexto Empírico lo guía no sólo la prolijidad expositiva sino también la ansiedad epistemológica por demostrar la futilidad universal de las doctrinas; a través de la equivalencia de todas las proposiciones, se llega a la suspensión del juicio y, de ahí, al bienestar y la serenidad de ánimo: la quimérica ataraxía. (En cuanto a los estoicos, Lacan los tuvo en mejor estima. Llegó a decir que “incluso tuvieron algo así como un presentimiento del lacanismo”, les reconoció la invención de la diferencia entre signans y signatum –ancestro de la distinción saussuriana– y afirmó adeudarles el gran respeto que le merecía el suicidio).

Al margen de la discusión entre escépticos y estoicos, podemos retener, levemente reformulado, lo esencial del mensaje de Gorgias: “El discurso no es el signo conmemorativo del afuera; es el afuera el que se convierte en el signo indicativo del discurso”. Según la autora francesa, esta frase es la más adecuada para especificar la relación que los sofistas establecen entre mundo y discurso: “si la relación de significación existe, hay que invertirla. El discurso hace ser, y por eso su sentido sólo puede aprehenderse a posteriori, a la luz del mundo producido por él”. En otras palabras, con Gorgias, los presocráticos ya habrían consumado su propio linguistic turn, mucho antes, eso sí, de que a algún anglosajón sobrestimado –¿se llamaba Richard Rorty?– se le ocurriera bautizar de ese modo el interés desmedido que la filosofía del siglo XX le concedió al lenguaje. El discurso sofístico es, en su totalidad, performativo; es demiúrgico, fabrica el mundo, lo hace advenir incluso –o tal vez sobre todo– en sus facetas éticas y políticas. Por otra parte, lo exterior se erige en “revelador” del discurso en el sentido de que lo que acontece consuma el discurso, colma su predicción: “Lo que acaece, sea lo que fuere; pues suceda lo que sucediere, una cosa o su contrario, el orácu lo y el sueño siempre tendrán razón”. Según su etimología, el término “menytikós” nos introduce en pleno dominio de la mántica. De ahí la familiaridad entre adivinos y terapeutas: ambos ponen en juego la fuerza del decir para alumbrar una nueva percepción del mundo. Esa percepción renovada, por lo demás, sólo es legible según la lógica de una semántica a la vez diferida y retroactiva que Freud denominó Nachträglichtkeit y los franceses, après-coup.

 

A lo largo de la historia, el tratado de Gorgias fue considerado de maneras incongruentes y aun antagónicas. En Lógica. La pregunta por la verdad, Heidegger lo ensalza como paradigma del escepticismo; Hegel, en sus Lecciones sobre la historia de la filosofía, como un ejercicio inmejorable de dialéctica objetiva. La interpretación salvaje de más de un lector amateur, no sin alguna razón, tenderá a considerarlo el texto fundacional del nihilismo. Cassin añade otra posibilidad hermenéutica cuando, en su refrescante comentario del Tratado, propone leerlo como un palimpsesto escrito sobre el ready-made inaugural de la metafísica, el poema Sobre el ser de Parménides. A través de un análisis parsimonioso, se demora en mostrar cómo Gorgias reproduce para el no ser el conjunto de los nudos semánticos y sintácticos que, en virtud de su mero encadenamiento significante, sirvieron para decir –y a la vez hacer, producir– el ser en el Poema. Al respecto, Cassin no podría ser más diáfana: “Es la escucha de Gorgias la que vuelve manifiesto que el ser es un efecto del decir, y que la ontología, el decir griego del ser, es aquello mismo que hace del ser un significante”.

¿Y si los hexámetros solemnes que inauguran la escucha occidental del ser hubieran sido redactados por un ghostwriter irreflexivo? Es la boutade instructiva que imaginó César Aira cuando puso en escena a un tal Perinola, amanuense al que Parménides –rebajado a la figura de un jerarca cualquiera– le comisiona la escritura semiautomática del poema que habrá de llevar su nombre: “La mitad de las decisiones (o los tres cuartos, o todas) las tomaba por él la versificación”, escribe Aira. “Las exigencias métricas y acentuales”, agrega de inmediato, “le iban dictando las frases. El verso tenía esa ventaja incomparable: si sonaba bien, estaba bien, y uno podía olvidarse del sentido, que surgía de todos modos. Además, las inevitables torsiones a las que sometía al discurso creaban unas intrigantes dificultades y ambigüedades con las que aun esta retahíla de lugares comunes sonaba profunda y misteriosa”. La fábula que Aira despliega se acopla con fluidez al proceder de un Gorgias dedicado, según el retrato de Cassin, a la minuciosa reescritura del Parménides genuino. Lacan ratifica estas prácticas cuando, en un momento perspicaz de su seminario Aún, explica: “La ontología es lo que puso a valer en el lenguaje el empleo de la cópula, aislándola como significante. Detenerse en el verbo ser –ese verbo que no tiene siquiera, en el campo completo de la diversidad de las lenguas, un uso que pueda calificarse de universal–, producirlo como tal, constituye una acentuación muy arriesgada”. La ontología, entonces, sólo puede sustentar su posición y ocupar toda la escena porque olvida, no tanto el ser, como el hecho de que ella misma es un discurso. Frente a la perspectiva ontológica, sofística y lacanismo coinciden en revelar que el ser es un efecto del decir, una cosa hecha con palabras, un discreto “hecho de dicho”.

La palabra “ontología”, de prosapia tan insigne, la puso en circulación un oscuro académico barroco cuyo nombre, homenajeado por las enciclopedias de segunda línea, se olvida al instante. El término “logología” es menos usual, pero no en vano se lo debemos a una de las plumas más sueltas del romanticismo alemán. La capacidad del lenguaje de producir un efecto de mundo es lo que Cassin, apoyándose esta vez en Novalis, llama “logología”. Ahora es un poeta quien habla: “la verdadera conversación, el diálogo auténtico es un puro juego de palabras. Resulta lisa y llanamente asombroso el ridículo error que cometen las personas al suponer que hablan de las cosas mismas. Todos ignoran, en cambio, que lo propio del lenguaje es ocuparse tan sólo de sí mismo. Por eso el lenguaje es un misterio tan maravilloso y tan fecundo: que alguien hable por el mero hecho de hablar y precisamente entonces exprese las más grandiosas verdades”. Así concluye Novalis el más célebre de sus “Fragmentos logológicos”: “el parloteo sin orden ni concierto y su tan menospreciada desidia son, justamente, el aspecto infinitamente serio de la lengua”.

A partir de esta epifanía romántica, donde también se atisba el origen del “absoluto literario”, se esclarece la diferencia entre la seriedad de los filósofos y la seriedad de la lengua tal como incitan a pensarla la sofística y el psicoanálisis. Los sofistas hablan por el gusto de hablar, a pura pérdida. En el dominio de este “logou kharin légousin” o “hablar por hablar”, resuena uno de los aforismos de “El atolondradicho” lacaniano, que insiste en recordarnos la intransitividad radical de toda enunciación: “Que se diga queda olvidado detrás de lo que se dice en lo que se escucha”. Es que la logología concierne al lenguaje en relación con esa práctica privada y ligada a la singularidad de cada inconsciente que Lacan decidió llamar, apretujando los términos, “lalengua”. En el seminario Aún, Jacques el sofista fue más allá y homologó incluso el psicoanálisis con la evidencia un poco patética de que el ser hablante pasa el tiempo parloteando sin provecho alguno. Al recuperar y promocionar el término “logología”, Cassin pone en evidencia lo que la lengua, tanto en la sofística como en el lacanismo –pero también tal vez en la poesía y la literatura a secas–, hace y puede hacer de diferente con respecto al envarado discurso del ser.

 

Desde el punto de vista de la logología, la realidad anterior al discurso se revela como un mito insostenible y la cultura, como una madeja de reescrituras enmarañadas. Si Cassin lee el tratado Sobre el no ser como palimpsesto del Poema de Parménides (que a su vez es un palimpsesto de la Odisea), también lee el muy arduo diálogo de Platón sobre el trasfondo de los argumentos gorgianos: “el Extranjero del Sofista propone una remake del tratado Sobre el no ser de Gorgias, puro beneficio para Platón puesto que vuelve a matar al padre Parménides, ya muerto, a la vez que se atribuye su gloria; al hacerlo, desactiva la crítica radical de la ontología como discurso productor del ser en provecho de un nuevo discurso ontológico, evidentemente el del propio Platón, en el cual el no ser puede instalarse como ‘otro’, es decir, como uno de los géneros del Ser: circulen, no hay nada que ver, la forclusión es puro beneficio para la ontología. Platón, gracias al Extranjero, más sofista aún que Gorgias”. Aunque la lectura es tendenciosa, la alusión a la sofistería platónica no debería asombrarnos. En un momento del diálogo en cuestión, sus interlocutores reconocen que, en lugar de haber llegado a una definición del sofista, han obtenido un producto híbrido, un monstruo bicéfalo “mezcla de sofista y de filósofo”. El propio maestro de Platón fue confundido a menudo con un integrante de la tribu denostada, algo que malignamente se encargó de subrayar Aristófanes en las Nubes. Complica aún más las cosas el hecho de que el mejor alegato a favor de Protágoras sea el que pronuncia Sócrates en un pasaje impactante del Teeteto.

Lacan se detuvo a analizar los infatigables ejercicios dialécticos del Parménides de Platón en O peor…, sin duda su seminario de título más desalentador. Es de lamentar que no haya avanzado con idéntico empeño sobre las dificultades argumentativas del Sofista. En su conferencia “La tercera”, nos regala esta confidencia: “Durante esta pseudovacaciones, me devané los sesos con el Sofista. Debo ser, probablemente, demasiado sofista como para que me interese. Debe haber algo ahí que me frena. No lo aprecio. Nos faltan algunas cosas para apreciarlo. Nos falta saber qué era el sofista en esa época. Nos falta el peso de la cosa”. Cassin nos facilita sobrados elementos para ponderar el peso de la cosa, sin que su oferta nos exima de leer los estudios, bastante más plúmbeos, del erudito italiano Mario Untersteiner. “El estudiar a los sofistas en todos sus detalles nos llevaría muy lejos”, se excusa Hegel, que dedicó un puñado de páginas brillantes a explicar la importancia de estos profesores a sueldo, a los que no vaciló en calificar como los verdaderos “maestros de Grecia”. En cuanto al diálogo platónico, es un texto capital entre los mil tesoros que nos legó la metafísica antigua: sin su invención de la alteridad como un quinto gran género eidético –junto a la mismidad, el ser, el movimiento y el reposo–, habrían sido inconcebibles tanto la Ciencia de la lógica hegeliana como, mucho más tarde, la frívola différance derridiana. La cuestión ameritaría una discusión pormenorizada. Lo seguro es que la historia de los encuentros y desencuentros entre el psicoanálisis y la filosofía también habría sido ligeramente distinta si, en el momento en que Lacan se disponía a leer el Sofista, hubiera disfrutado de unas auténticas vacaciones.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Alberto Goldenstein, serie Flâneur #9 y #10, 2004.

Lecturas. Esta reflexión surge a partir de diversos trabajos de Barbara Cassin, como El efecto sofístico (Buenos Aires, FCE, 2008) y Jacques el sofista. Lacan, logos y psicoanálisis (Buenos Aires, Manantial, 2013), entre otros. El Encomio de Helena se cita según la versión de María Cristina Davolio y Graciela E. Marcos; del tratado Sobre el no ser, hay una excelente traducción a cargo de María Elena Díaz y Pilar Spangenberg: ambos textos de Gorgias fueron editados por Winograd (Buenos Aires, 2011). El fragmento de Novalis sobre la logología puede encontrarse en Estudios sobre Fichte y otros escritos (Madrid, Akal, 2007). También se alude a Parménides, de César Aira (Buenos Aires, Mondadori, 2006). En castellano, Siglo XXI ha publicado dos volúmenes de los Escritos de Lacan; Paidós, catorce de los Seminarios.

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