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Fuera de sí

IDEAS

 

Sobre cómo la entrega a un dispositivo libera al escritor de la atadura a sí mismo, y sobre Lanark, del escocés Alasdair Gray, como epítome de una literatura desinhibida.

 

Todavía hoy, y hasta en oyentes expertos, el sonido del saxo de Albert Ayler provoca una erupción de asombro, trance estético, emoción violenta y chorritos de risa que se resume en una pregunta insistente: ¿Y esto de dónde sale? La corta carrera de Ayler (1936-1970) suscitó numerosos malentendidos. Extramuros del mundito de algunos colegas, su anhelo de “tocar un grito silencioso” parecía ridículo, pero en grabaciones como Spiritual Unity, cuando una técnica excepcional le permitió inventar para el saxo un arco nuevo que iba del rugido bestial a un llanto de viola, creó un efecto de canto doloroso con una suerte de silencio apacible en la médula. Incluso en la era del free jazz los alaridos de su saxo eran desvergonzados; pero Ayler exploraba los matices más hondos de cada melodía para terminar sus enconadas improvisaciones con un toque tan clásico que parecía intemporal. A los colegas que hablaban mucho de ellos mismos los fulminaba con una pregunta: ¿Pero vos te creés que la cuestión sos VOS? Para él nunca se trataba de uno sino de La Música; de una realización sin persona, del reconocimiento de una “gloria” y de una revelación. Lo mismo que su amigo Coltrane, Ayler se consideraba una mera vasija para la transmisión de un mensaje del cielo.

Como Pollock, como Pizarnik, como Werner Herzog, fue de los últimos artistas de una tradición de dos o tres siglos que reúne a poseídos, visionarios y enajenados, de Blake a Artaud, de Novalis a Lispector, suerte de médiums, no deseosos de trascendencia, sino necesitados de abandonarse, de reparar la división entre ser viviente y sujeto gestionado por un sistema, y de salvar la brecha entre el hombre y lo eterno inhumano, la fuente inagotable. Esas búsquedas resultaban en lenguajes extremos, insolentes, que reclamaban del interlocutor que depusiese un obstáculo: el costoso mantenimiento y la trabajosa defensa de un yo individual inamovible. En la época de las vanguardias, las nociones del cielo habían sido reemplazadas por la de Revolución. Un poderoso individuo masivo esperaba que cada cual se pusiera a su disposición para culminar la Historia. Todavía Eliot afirmaba que se escribe para librarse de una identidad, y Pessoa se desintegraba en una troupe de poetas, pero en general la Historia, trascenderse en lo colectivo, exigía del militante acción sacrificada tanto como del artista el trabajo de obtener una forma nueva con su medio específico. El mandato de dominio de los materiales en pro de lo nuevo, sumado a una repugnancia a la mística, derivó en una reafirmación de la relevancia del autor. Monje laico y agnóstico severo, el artista o escritor de vanguardia era estricto soberano de una obra cuya forma se alargaba hacia el futuro; con tal fuerza que la grieta entre la obra y el destinatario –ya generalizado en público– se volvió abismal. Tétrica secuela de una intención noble, prosperó la idea del fracaso como distintivo del gran artista.

Como en medio del rigor descubrieron algunos (todavía ligados a la poética del desarreglo), no se había estudiado bastante la presencia del sistema de los grandes proyectos en cada individuo; ni que en todo sujeto que se cree dueño de sí, por ejemplo un autor, hay hospedado un virus verbal que espera cualquier alusión para replicar modelos y manejar comportamientos. Duchamp y Cage ya habían notado que la forma, entendida como dominio de un lenguaje, es sintomática, que el arte entero está condicionado desde su régimen; pero que el artista puede encontrar procedimientos para desterrarse de la obra. Pese a la empresa Roussel, no obstante, los escritores llegaron tarde a entenderlo; sólo desde que Burroughs identificó la sintaxis con la droga e inventó el cut-up para interrumpir las líneas de la adicción. Sin embargo, desde mediados del siglo XX hemos leído libros que, si bien hechos con no menor cuidado, asombran por la soltura y la desinhibición con que producen cambios silenciosos sin aura de acontecimiento; por una facilidad que contagia al lector, le pasea el pensamiento, lo prepara para inquietarse y lo dispone a contemplar socarronamente problemas reales, falsos dilemas y su propia y abatida gravedad. Queneau, Calvino, Perec, Flann O’Brien, Kurt Vonnegut, Harry Matthews, Puig, Aira, Echenoz, Kathy Acker, Alasdair Gray, Victor Pelevin: estos nombres y otros vienen a la cabeza junto con la duda de que haya algo que los una. Pero algo al menos hay en común, y es que ante la levedad vuelve la pregunta: ¿Y esto de dónde sale?

Incluso parece que cada uno de ellos dijera: Vean, el asunto no soy yo. Pero entonces ¿quién, o qué?

Se sabe cuán ligada a lo militar está la noción de vanguardia. Modelización, jerarquía, consecuencia y sacrificio se conjugan en la figura de un general supremo e inquebrantable que dispone cómo conducir tropa y armas al final que ha previsto. Cierto que el genio táctico se revela en la fricción con las circunstancias, pero, porque lo obtuvo luchando contra escollos naturales y no sólo contra el enemigo, el triunfo del comandante es una proeza y vale medallas. El arte de vanguardia es muy así, no sólo en el ánimo épico sino en la convicción de que cada logro, incluso la victoria por arrasamiento y con bajas exorbitantes, es parte de la gran marcha hacia un adelante de esplendor basado en victorias y adquisiciones superiores. Con la crisis de la fe en el futuro y el sentido, el derrumbe de la ilusión revolucionaria y la instauración mundial de la mente burguesa arreció la canción del fracaso, pero también hubo un giro que podemos llamar chino. Algunos artistas empezaron a entender cada obra como un beneficio inmediato exonerado de repercusiones; más que las metas empezó a estimarse el proceso; y en función de frutos discretos, pasajeros y compartibles, apareció un interés por auscultar cada situación, su potencial particular dentro del siempre renovado curso de la realidad y la existencia de posibles “factores facilitadores”, de modo de no imponer nada a lo que está en movimiento y aprovechar las condiciones en vez de hacerlas rechinar. Momento oportuno y mínimo, acción rápida y fructífera (“entre el todavía no y el ya es tarde”); reconocimiento de que cualquier cosa, incluido uno, surge al mundo en dependencia mutua con muchas causas y cosas. Abstención del autor como gerente y obstructor. Asentimiento a las condiciones. Desapego: noción budista que se puede entender como “La cuestión no sos vos”. Difícil, porque no es sólo que al escritor siga acosándolo la moral del sudor heroico; en general escribir le es difícil, y nadie se lo pide salvo sus ganas.

En las famosas 35 tesis de Sol Lewitt sobre el arte conceptual leemos: “La voluntad del artista es secundaria al proceso que va de la idea a la concreción de la obra. Su voluntad bien puede ser puro ego”. Esta y otras propuestas parecen inmejorables para el escritor entorpecido por su mandato. Más: “El proceso es mecánico y no debería interferirse en él”. Lewitt dice incluso que el artista conceptual, “más místico que racional”, llega a conclusiones que están vedadas a la lógica. Pero si el concepto da una dirección general, la idea lo ejecuta y la voluntad personal se subordina a la idea, uno se pregunta cómo la acción puede no volverse obsesión, rigidez, fundamentalismo o ideología, y cómo se concilia ese yugo con la soltura de algunos descendientes herejes de las vanguardias. Quizá no haya problema si cada idea es para un solo objeto, o bien del tipo de las que Francis Ponge, uno de los pocos grandes metodólogos de la poesía, llamaba “ideas experimentales”. De este modo incluso aumentaría el desapego. Así como el meditador budista, que atisba su sí mismo como un dolorido conglomerado de actitudes producto del ansia, busca liberarse delegándose en cada meditación, el que se da a un procedimiento sólo atiende a la oportunidad de escribir el o los libros que ese procedimiento facilita.

Según Agamben, dispositivo es “literalmente cualquier cosa que tenga la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las opiniones y los discursos de los seres vivientes”. No sólo se trata entonces de instituciones evidentes –las que estudió Foucault– como la cárcel, el manicomio, la escuela, la confesión, las medidas jurídicas, etc., sino también de la lapicera, la escritura, la literatura, la filosofía, la navegación, la computadora y “por qué no” el lenguaje mismo. Agamben propone dividir todo lo existente en dos grandes grupos: los seres vivientes o sustancias y los dispositivos. De la relación entre los dos resultan los sujetos; es decir que un dispositivo subjetiviza al ser viviente. Claro que un mismo individuo puede dejarse capturar por varios dispositivos, tanto más en el repleto mundo de hoy, y dar lugar a múltiples sujetos: el usuario de teléfono celular, el internauta, el escritor de cuentos, el globalifóbico, etc. Para Agamben no es tanto que esa multiplicación ponga a vacilar la consistencia del sujeto, como que agudiza “el aspecto de mascarada que siempre ha acompañado a toda identidad personal”.

El dispositivo “literatura” se define por elementos intrínsecos: estilo, modos de formar, estructura, visión. A comienzos del siglo XX Raymond Roussel entendió que el goce particular que daba el uso de ese dispositivo tenía el precio de repetir cosas ya escritas. Y como el sujeto de la vida corriente tampoco era dueño de su experiencia, inventó un sistema cuya satisfacción le exigiera suprimir rasgos personales (ver Cómo escribí algunos libros míos). Se independizó de sí y de las condiciones. Poco importa si el escritor que hoy adopta procedimientos tipo Roussel, zafarranchos a lo Burroughs o constricciones motoras a lo Perec es “conceptual”. (En este contexto una “idea” es algo todavía no figurado que puede suscitar formas o figuraciones. “X se desmaya en la calle y al despertar decide enamorarse del primero que lo ayuda” no es una idea sino un argumento. Una idea sería escribir una novela sobre alguien que desaparece pero suprimiendo en todo el texto el uso de una letra, como hace Perec en La disparition.) En todos los casos el mecanismo, una vez ideado, es indiferente a los elementos que suelen identificar a un autor, que queda fuera de un marco –no exclusivamente verbal, tampoco autónomo de la experiencia común– que por eso le da la posibilidad de incluir una versión ficticia de él o muchas. El mecanismo crea un escritor transformable.

El escritor transformable es un rebelde de la posmodernidad. No es el que se hartó de los rigores que la moral del porvenir imponía a la escritura y decide hacerse entender mediante formas más relajadas. No. Como otros posmos, comprendió en su momento que la ideología capitalista y la socialista velan por igual el presente, y ejercen violencia en pro del cumplimiento de metas y la defensa y provecho de ciertos emblemas. También vio que todo afán de dominio, incluso el de la palabra, surge del engaño de un yo sólido, con su fábula de congruencia y su demanda de halagos; que el culto de la identidad es fuente de sufrimiento y de daño. El transformable piensa que el cambio de formas de vida empieza por el examen de la obsesión y que, si el narcisismo del escritor es inextirpable, la literatura ha encontrado recursos para ponerlo en vereda. No tiene una idea muy alta del individuo ni, por lo tanto, de la propiedad; por eso consigue un arco de exploración amplio y un pulso político inusitado. Sólo está ávido por hacerse de otros (apoderarse de y estar hecho de ellos) para entregarlos con él al proceso que propone cierta idea. Llevado por el dispositivo se despoja de casi todos los rasgos de suficiencia –constancia de estilo o voz, verosimilitud, elegancia constructiva, modulación, tensión, altura climática, definición genérica o ironía paródica– y gana flexibilidad, trato con todos los registros de la cultura y alegría, aun cuando la historia caiga en el espanto.

Un espectáculo inolvidable del posmodernismo rebelde es Lanark, la novela que el escocés Alasdair Gray publicó en 1981 y aún hoy responde a los elogios alborozados encogiéndose de hombros. Entre otras cosas Lanark es una instalación. Gray es artista plástico devoto de William Blake, suele ilustrar sus libros y la novela contiene dibujos y muestras de un fresco que uno de los héroes pinta en una iglesia. Los cuatro libros de que consta Lanark aparecen en secuencia 3-1-(Interludio)-2-4 (cortado al medio por un epílogo). Los libros 1 y 4 tratan de la vida de Lanark, un joven que no sabe nada de su pasado, salvo que llegó en tren a Unthank, ciudad sin sol de un mundo disoluto, en proceso de podredumbre, con enfermedades que abren bocas en los cuerpos o los cubren de escamas de dragón, y expoliado por un consejo de notables y un evolucionado Instituto donde se saca energía y alimento de los cadáveres. En ese plano, estratos culturales e historia futura se confunden en una contemporaneidad casi periodística. Al revés, los libros 1 y 2 cuentan la iniciación de Duncan Thaw, de asmático hijo de obreros en la Glasgow de los setenta a pintor hiperbólico y suicida, con un realismo emotivo y en parte autobiográfico, jaspeado de melodrama fabuloso. Como en el libro 3 (el primero que leemos) Lanark no tiene recuerdos, un oráculo cuya voz se le presenta en un sanatorio le ofrece la historia de Duncan. De modo que, bien Lanark es la reencarnación o fantasma de Duncan, bien Duncan es un invento para consuelo e ilustración de Lanark. En cualquier caso el libro es una pesadilla satírica experimental embarazada de una novela de representación realista. Que las dos sean igualmente lúgubres se explica por la aparición de un “autor” –mago chapucero y aprensivo, autoapodado “el rey”–, que, aparte de anticiparle a Lanark que va a terminar mal, le ofrece una sinopsis de grandes novelas del fracaso y un catálogo de las decenas de plagios que ha cometido, en una escena con notas al pie donde otra mano denuncia errores o falacias. Pero todo el complejo surge de la sencilla idea rectora: el pasaje transformador de un mundo a otro “por un agujero de conejo”. (El texto la reproduce de mil modos: los personajes no paran de cruzar umbrales, caer en pozos y viajar por galerías, cielos, carreteras y una “zona intercalendárica” que les cambia la edad; la vida en las páginas de Lanark es eso.)

Lanark trata del estallido del individuo en muchas personas; de la muerte del afecto en el dominio de la histeria; de la imaginación en tiempos bárbaros (así la ciudad de Unthank cuajada de bolsas de mierda por cierre de inodoros a causa de un derrame de gas); de la Escocia obrera en época de desempleo. Puede decirse que satiriza uno de los fenómenos más trágicos de las últimas décadas: el aplastamiento de la ilusión moral por las fuerzas encontradas del abuso económico y el mesianismo político, entre los escombros de un bazar sin fin cuyos clientes “no saben cómo expresar deseos y necesidades”. Pero además Lanark liquida el asunto del fracaso artístico; el autor transformable no puede fracasar porque no es nada: se ha vaciado en el artefacto. La multiplicación de motivos es tan loca como el desconcierto temporal que la novela encarna, y tan rápida como la frase de Gray –franca y jovial, leve incluso cuando más enconada, casi sin puntuación interna–. ¿De dónde fluye esta abundancia? Gray cuenta que había empezado una historia situada en un infierno kafkiano cuando, leyendo diversas clases de épica, comprendió que una epopeya le permitiría poner todo lo que le gustaba en otros libros: los empeños de un personaje cercano a su experiencia, un amplio espectro social, extractos del pasado, atisbos proféticos del futuro y escapadas a mundos sobrenaturales que fueran farsas o alegorías del suyo. En el centro estaría el descenso al inframundo (en una fiesta estudiantil). Un dispositivo sencillo, alimentable con material de otros escritores, capaz de asimilar hasta el inventario de robos. Y muy rendidor en efectos.

Primero, a falta de mando autoral, la exigencia de estilo queda reemplazada por una volubilidad que no carece de rasgos pero los recibe de aquello que eligió robar: libros, saberes, noticias o cualquier cosa. Segundo, gracias a la inconstancia se amplía la inventiva hasta un grado en que, si parece insensata, es porque se ha emancipado de las normas de lo verosímil. Ya no hay tributo moral que lo fantástico deba rendir a las leyes de la ilusión realista, ni realismo que peque de caducidad. La narrativa cambia de consistencia. El narrador es indiferente a la duda sobre el final y a los fines; se entrega a la contingencia. Es pragmático e irregular: no rechaza la inspiración pero se aplica a lo que tiene que hacer. Saberes, divagues, botín de lecturas, vivencias y presagios: todo lo va deponiendo en líneas que lo moldean a él a la medida de la idea. Ha reemplazado una poética por reglas del caso que a menudo lo obligan a desviarse y le revelan oportunidades que de otro modo no advertiría. En el estado de atención en que está puede reaparecer todo, incluso la experiencia, y por eso en el texto comparecen versiones o posibilidades suyas. El “autor” que alecciona al pobre Lanark (en un epílogo previo al final del libro) dice: “Utilizo el gran mundo que se nos da al nacer como si fuera un surtido de formas y colores destinado a hacer que este entretenimiento de segunda mano parezca divertido y atrayente”. Que también proporcione una lista de plagios habla de una continuidad inconsútil entre textos y mundo: Lanark y toda su historia son sólo tinta. Pero una nota al pie se encarga de señalar que la tinta es materia y, cuando Lanark le pregunta cómo puede hablar de la muerte si de eso no sabe nada, el “autor” responde: “Mis obras suelen anticiparse a las experiencias en las que están basadas”. Con este pronunciamiento el remolino temporal chupa la trama entera, y con ella al “autor” y al autor, dejando en las páginas una constelación de personalidades excretadas y el nombre de Gray como síntesis hueca. Lanark, la novela, queda como suceso mental, cosa virtual, hito de una literatura sin soporte. Aparte de la fantasía loca y chocarrera (como esas sexoazafatas “catalizadoras” de la política mundial), del intempestivo realismo de costumbres, del desquicio estructural, lo que asombra de Lanark es la sensibilidad del lenguaje a la pasión política y artística, el cinismo diplomático, la mentira tecnócrata, la mendicidad amorosa y el amor contento, la vanidad, el dolor, la risa, el nihilismo vital y la gratitud por la existencia de un hijo, como si el vaciamiento del autor en una mecánica hubiera desinhibido potencias y el relato desbordara de gracia.

Una vez Morton Feldman, desvelado por la búsqueda de un lenguaje musical inequívoco, intentó abordar una composición sin instrumentos. Pronto descubrió que a los sonidos no les importaban sus ideas de simetría y diseño, que querían cantar otras cosas. “Me parece –escribió– que pese a nuestros esfuerzos por atraparla, la música ya ha desbordado el cauce. Un viejo proverbio dice: ‘El hombre propone, Dios dispone’. El compositor planifica, la música se ríe.” Cierto. Las tecnologías capturan al ser viviente y quizá no pueda dárseles un uso correcto. La técnica de la novela hará del escritor un novelista de corte determinado y acaso petrifique las palabras. Sólo que ahora, y aunque quizás sólo por el momento, sabemos que de la desconfianza hacia el sujeto que cuaja en la técnica pueden surgir dispositivos para disolverlo. Algo brotará en su lugar que parecía haberse perdido.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Dibujos de Alasdair Gray para Historias sobre todo inverosímiles (Barcelona, Minotauro, 1995) y Lanark. Una vida en 4 libros.

Lecturas. La primera edición en castellano de Lanark. Una vida en 4 libros es de Ediciones de Blanco Satén (Barcelona, Montesinos, 1991). El material más completo sobre Albert Ayler se encuentra en el libro que acompaña la caja de nueve CDs Holy Ghost (Revenant Records, 2005). La traducción que se cita de las tesis de Sol Lewitt, “Sobre el arte conceptual”, está en Ojo latino, http://vivito.blogspot.com. Son de rigor para el tema de este artículo los textos de Francis Ponge incluidos en Métodos (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2000, traducción de Silvio Mattoni). La definición de dispositivo de Giorgio Agamben está en Ché cos’è un dispositivo? (Roma, Nottetempo, 2006). Sobre la idea china de la estrategia, ver François Julien, Conferencia sobre la eficacia (Buenos Aires, Katz, 2007, traducción de Hilda García).

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