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Algunas maneras de hablar de uno mismo

LITERATURA

 

Sobre las variedades y vaguedades de la aparición del autor en algunas novelas de hoy, en especial las de João Gilberto Noll.

 

Una de las obvias peculiaridades de la escena literaria en estos años es la naturalidad creciente con que los narradores se ponen a hablar de sí mismos. Nunca debe haber habido tantas autobiografías de escritores, ni la autobiografía debe haber sido tan enfáticamente aprobada como una forma mayor. Pero lo de verdad curioso es la frecuencia con que se escriben y publican libros donde las maneras de dirigirse a nosotros que solemos asociar con la tradición de la novela se mezclan, en proporciones variables, con las maneras de la confesión, la revelación de las circunstancias personales, los gestos y disfraces del gran teatro de la presentación de sí. Esta manera se ha vuelto tan normal que tal vez no nos demos cuenta de cuán extraña es su presencia repetida. Según la norma más antigua de nuestro linaje literario (puede encontrarse en la Poética de Aristóteles, que sin duda codificaba una práctica normal en su época), todo autor que quiera escribir un texto de ficción auténticamente valioso debe comenzar por desaparecer del entramado de la superficie que compone. La modernidad clásica llevó esta norma a la apoteosis: en Woolf, en Joyce, en Kafka, el ideal de impersonalidad (que, con razón, pensaban que había guiado a Flaubert, el precursor definitivo) era una pieza central del edificio. Proust, que generó una vasta reconstrucción idealizada de los hechos de su vida, reprochaba furiosamente a Balzac la incapacidad de no hacerse notar en las narraciones que escribía, la propensión a dejar que sus ambiciones, ansiedades, ideas generales y preferencias permanecieran (como restos lamentables, pensaba Proust) en sus escritos. Beckett, Rulfo, Guimarães Rosa construían sus arquitecturas con líneas de voces atópicas, presuponiendo sin duda que lo que mantiene en vilo la curiosidad de los lectores, allí donde no se cuentan historias particularmente extraordinarias, es la dificultad de identificar las fuentes e identidades de las voces que los escritos les ofrecen. Esta tradición se mantiene viva en nuestra cultura literaria gracias, sobre todo, a la abierta adhesión a este ideal de ciertos teóricos particularmente influyentes: Barthes (pero no el último), Deleuze, Foucault, quienes, al hacer el elogio de un lenguaje sin sujeto o el de obras donde les parecía descifrar un eclipse de la persona, respondían a un imperativo que ha estado entre nosotros desde siempre.

La fidelidad a esta norma está, yo diría, en su punto más bajo. ¿Por qué? ¿Y cuándo comenzaron a cambiar la cosas? Esto podría discutirse ad infinitum, pero sin duda, en lo que respecta al pasado reciente, faltas deliberadas y sistemáticas a la norma pueden encontrarse en los textos de Witold Gombrowicz o de Louis-Ferdinand Céline, así como en la última obra de Clarice Lispector (en La hora de la estrella y los escritos posteriores) y de Pier Paolo Pasolini (en La divina mímesis y Petróleo). En los libros de estos precursores, las reiteradas declaraciones de que aquello que se está leyendo es resultado de un trabajo que decidió tomarse una cierta persona, en un sitio concreto del espacio y en un determinado momento del tiempo, sirve para interrumpir la ilusión en que solía suponerse (todavía, quizá, se suponga) que ese lector propende a caer. Pensemos en el efecto del “Prefacio al filifor forrado de niño” cuando aparece en medio del curso de Ferdydurke. Estos escritores, cuando lo hacen, emplean el “yo” como se emplea un proyectil: como una parte del arsenal crítico y una garantía de lucidez. Pero el recurso no sólo responde a esa voluntad. También indica el prestigio creciente de un ideal que hace seis o siete décadas era nuevo: el ideal de una escritura sin plan ni programa, que, por eso mismo, siga los erráticos contornos de la vida (pensemos en la importancia del Diario en la obra de Gombrowicz).

Esta modalidad difiere de la que puede encontrarse en los textos de W. G. Sebald y en los que J. M. Coetzee ha publicado a partir de Desgracia, en los trabajos de Peter Esterházy y de Pierre Michon, en algunos de los textos de Joan Didion o de Emmanuel Carrère, en casi todos los de Fernando Vallejo, en los últimos libros de João Gilberto Noll y con frecuencia en los de César Aira. Los que efectivamente la practican son algunos de los escritores más interesantes de generaciones más recientes: pienso en Mario Bellatin, en Sergio Chejfec, en Bernardo Carvalho.

Un vástago ejemplar de esta familia es Lord, de João Gilberto Noll. El libro narra las peripecias de un escritor que, invitado a dictar una serie de conferencias en Gran Bretaña, llega al aeropuerto de Heathrow, Londres. Quien conozca un poco las transacciones que tienen lugar entre escritores de literaturas difíciles y universidades norteamericanas y europeas sabe que se realizan más o menos como aparece en el libro. Al narrador, al pobrísimo narrador, al narrador en bancarrota, le han dicho que lo pasarán a buscar para llevarlo al apartamento donde va a residir. Mientras espera, se percata de que no sabe precisamente (no se le ha ocurrido preguntar) de dónde proviene la invitación, ni qué cosa se espera que haga. ¿Tendrá que hablar de sus novelas? Tal vez. Pero parecería que al huésped sus novelas no le interesan en especial. Por lo demás, el huésped tarda en aparecer; cuando lo hace, no sabemos si es un profesor, un militar o un diplomático. Sea lo que fuere, instala al narrador en un apartamento que, más tarde, usará para cenas y encuentros con su amante. En sus movimientos por la ciudad, el escritor pierde gradualmente las coordenadas que, aunque sin gran convicción, creía tener. En el momento culminante de esta fase de su errancia, João Gilberto Noll (pero ¿es él?; a fin de cuentas el nombre no se ha mencionado) se desvanece.

¿Se ha desvanecido? Probablemente sí, porque lo han llevado a un hospital, lo han sometido a una operación cuyos detalles desconoce y ha pasado un tiempo que ni nosotros ni el personaje podemos determinar, o no ha pasado sino un plazo brevísimo, a menos que haya pasado la vida entera, que el narrador se haya muerto y su cuerpo permanezca abandonado en ese hospital. A partir de este punto se vuelve imposible reconstruir los trayectos del protagonista: no sabemos en qué clase de espacios y tiempos se despliegan. Los espacios, en efecto, son nebulosos, los tiempos se fracturan, el narrador se convierte en un clown o en un santo, antes de convertirse en apenas un punto sensible que circula por un universo arrebatado en donde tiene constantes encuentros. Y los encuentros son extraordinarios. Siempre lo han sido en la obra de João Gilberto Noll, a la que mantiene en vilo desde hace décadas una pregunta por la posibilidad de formas de asociación duraderas que no respondan a los modelos habituales. El texto es una performance doble: se nos cuentan los curiosos movimientos e inmovilidades de un personaje en Londres y, al mismo tiempo, las maniobras de un escritor como el que ha escrito el libro, que leemos en pro de que persista y se reproduzca la forma de vida en la cual reside la posibilidad de la escritura que está en trance de mostrarnos, un poco como se muestra un objeto a la vez curioso y frágil.

Este escritor cuyas aventuras relata Lord ¿es entonces João Gilberto Noll? “Por supuesto”, nos decimos al empezar la historia. ¿Por qué, entonces, no lo dice? ¿Por qué no se decide a residir, bien en el mundo de la autobiografía (o algo así), bien en el de la alucinación (o algo semejante)? Porque lo que quiere el autor, pienso, es componer una figura particular: la figura de alguien que se enmascara, pero cuya máscara, como pone poca atención, queda imperfectamente fijada y deja ver las facciones que debería cubrir; o alguien que se empolva el rostro a los apurones, de manera que el blanco del maquillaje está puntuado por repentinos trechos de piel. Uno diría que de esta manera, él o el Coetzee reciente, o el Fernando Vallejo de La rambla paralela, se establecen, aunque sea momentáneamente, en los parajes de lo lamentable. ¿Para qué? Si escribieran en momentos más morales de la historia literaria (cuando escribían Gombrowicz o Lispector o Céline), uno diría que lo hacen para denunciar la ilusión de la representación y sus posibles seducciones. Pero pienso que, considerando cómo van las cosas, lo hacen más bien para componer textos que posean cierto tipo de belleza.

¿Pero cuál? Tres autores, una colección de prosas escritas por Pierre Michon y publicadas inicialmente en 1997 (en español están en un volumen con el título de Cuerpos del rey), incluye un capítulo sobre Balzac. En este texto, que consiste en una serie de meditaciones, descripciones especulativas y micronarraciones sobre el novelista, puede encontrarse este pasaje: “Nunca me olvido de Balzac cuando lo estoy leyendo; Proust apuntaba una sensación semejante; y no cabe duda de que todos los lectores la notan. Al mismo tiempo que los títeres grandes, Vautrin, De Trailles, Diane, al mismo tiempo que los títeres más pequeños, Chabert, Pierrette, Eugénie, estoy viendo al titiritero. Quiero decir que no hay nada en esa dramaturgia ni en esa prosa que pueda hacerme olvidar el grueso cuerpo solitario, bufo, que actúa en el trasfondo, que se destroza con vigilias, con café, con ostentaciones, y actúa para sí mismo el extenuante cine del genio. Se me dirá que esta imposibilidad de desaparecer tras el texto es un defecto de Balzac: no lo creo”.

Montreur” es la palabra francesa que traducimos por “titiritero”: el que muestra, el que levanta una construcción a cuyos personajes mueve y agita, quizá puerilmente, para que aquel que pasa se pare a mirar. La expresión es adecuada, sobre todo porque un poco más adelante el texto dice: “Para parecer que uno es el autor de La comedia humana, hay que escribir La comedia humana. E incluso hay que publicarla. Pues un libro no es sino apariencia, una cosa que se muestra”. Mostrar lo que se ha escrito es el ritual que hay que cumplir si se quiere “tener el aire de un autor”, que es a lo que tendía Balzac. “Deseaba con tal intensidad tener el aire de un autor que fue tremendamente autor (pero no tengo la seguridad de que estuviera convencido de serlo: de las seis de la tarde a las diez de la mañana, todas las noches durante quince años, iba de fanfarrón cuanto podía).” Balzac, entonces, escribía para tener la apariencia de un autor. Sin embargo, en la imagen que propone Michon suenan algunos armónicos de angustia. Balzac tiene que escribir todo el tiempo porque la identidad en cuestión es frágil: entre las seis de la tarde y las diez de la mañana de cada día era abandonado, despojado por su rol. Pero el brillo prevalece: entre las diez de la mañana y las seis de la tarde era el cuerpo activado, enorme, extenuándose en la producción del espectáculo del genio que el escritor, como cualquiera, montaba –indica Michon– para disipar “el increíble error de los que no lo quieren”.

Esto es precisamente lo que Proust aborrecía de Balzac: la tendencia a la ostentación de los talentos, las riquezas, las virtudes. A Michon, en cambio, sus libros lo atraen precisamente porque se dejan leer como escenas montadas por una persona empeñada en darse a amar. Lo que para Proust era una prueba de falta de soberanía, un signo de abyecta dependencia, Michon lo valora de otro modo: la presencia obstinada de Balzac en la superficie de sus creaciones es bella como la desnudez de una criatura vulnerable, desnudez que se vuelve más evidente cuando esa criatura hace esfuerzos, fatalmente torpes, por esconderla detrás de colecciones de tesoros, luces, explosiones, espectáculos.

Claro que esta aparición es, entre otras cosas, cómica. Y los textos que enumeraba más arriba (los de Coetzee y Esterházy, además del de Noll, por supuesto) tienden, voluntaria o involuntariamente, a la comedia, aunque por lo general a una comedia dolorosa. Por lo demás, este tipo de comedias son sostenidas interrogaciones sobre el asunto más crucial: cómo vivir juntos en mundos sociales cuya geografía, debido a los desarrollos tecnológicos, políticos y económicos que todos conocemos, se ha vuelto más bien indescifrable. Léanse los libros de Vallejo o los de Sebald (o, por otra parte, los de Emmanuel Carrère o Kazuo Ishiguro), y se verá cuán obsesivamente se ocupan de agrupaciones de individuos sin un mundo preciso: emigrantes, condenados, moribundos. En estos libros, la sociedad es presentada en el momento en que desaparece, dejando en su lugar partículas humanas que no saben a qué otras partículas adherirse ni con qué extremidades hacerlo, pero que se obstinan en descubrir maneras de asociarse; cuando lo logran, las uniones resultan inestables y anómalas. Este punto es importante. Bajo la denominación de “novela”, la Gran Ficción moderna había desarrollado sus maneras al mismo tiempo que, primero en Europa occidental y luego en otros lugares, se constituían las instituciones, los estilos de asociación, los repertorios de ideas que relacionamos con la figura de la sociedad, la sociedad nacional, la sociedad que los narradores más ambiciosos, los Dickens o los Balzac, se daban como objetivo analizar y celebrar o denunciar. Una sociedad así era una totalidad más o menos cerrada, de bordes bastante bien definidos; incluso siendo conflictiva, era relativamente homogénea. Por un momento, la novela se convirtió en ella en el gran arte y el escritor, por eso, adquirió las maneras del intelectual: el hombre (casi siempre) o la mujer capaces de observar el conjunto de las posiciones que definían el juego, las reglas tácitas que lo gobernaban, las estrategias secretas que lo animaban, las pasiones que lo destruían.

Pero de ese mundo nos estamos distanciando a gran velocidad. La forma de la especie de agregados humanos en que vivimos se parece cada vez menos a la de esas sociedades antiguas (modernas): las personas que por azar comparten un territorio y las estructuras de gobierno asociadas forman conjuntos demasiado abiertos y demasiado heterogéneos, demasiado móviles e intercomunicados para que alguien piense, por mucho que aprecie los propios poderes de observación, que puede atisbar más que una región minúscula y cambiante. Cada escritor sabe que construye y emite sus discursos desde una región particular de uno de esos conjuntos imprecisos, que el lenguaje que habla es uno entre otros, que hay multitudes de lenguas y el tiempo nunca alcanza para traducirlas o aprenderlas. Por eso se comprende que los que aspiran a continuar la tradición de los grandes precursores se obstinen en sumar a sus historias la presentación de la comedia del escritor en una época en que se vuelve evidente la historicidad (más dramáticamente: la finitud) del universo de la literatura tal como lo conocíamos; que describan discreta o alucinadamente la práctica en la que para bien o para mal están empeñados, no en sus esplendores sino en su fragilidad última, en la inevitable, incidental torpeza de las maniobras que resultan en sus mejores producciones. Desde cierta perspectiva, la belleza de estos libros puede parecer más bien crepuscular, pero su novedad es grande, y no es imposible que en verdad indique otros comienzos.

 

Lecturas. Roland Barthes, La preparación de la novela (Buenos Aires, Paidós, 2006); J. M. Coetzee, Diary of a Bad Year (Nueva York, Viking, 2007); Reinaldo Laddaga, Espectáculos de realidad: ensayo sobre la narrativa latinoamericana de las últimas dos décadas (Rosario, Beatriz Viterbo, 2007); Pierre Michon, Cuerpos del rey (Barcelona, Anagrama, 2006 [la traducción de los párrafos que se citan fue parcialmente modificada con respecto a esta edición]); João Gilberto Noll, Lord (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2007).

Reinaldo Laddaga enseña en el Departamento de Lenguas Romances de la Universidad de Pennsylvania. Sus últimos libros son Estética de la emergencia (2006), Espectáculos de realidad: ensayo sobre la narrativa latinoamericana de las últimas dos décadas (2007) y Tres vidas secretas. John D. Rockefeller, Walt Disney, Osama bin Laden (2008).

 

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