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Biografemática pop: ¿Dylan precursor de Britney?

MÚSICA

 

Sobre algunas películas “biográficas”, los discos “confesionales” y la imposibilidad lógica de conocer a una estrella pop.

 

Y me pregunto quién podría estar escribiendo esta canción.

Syd Barrett, “Jugband Blues”, 1968

 

“Hablás de mí y no sabés quién soy.” En 2003 escribí este verso para Leo García. Es el primero de la canción “Tesoro”. En mi rol de letrista, busqué llegar a ese punto en que Bernie Taupin se había puesto en el lugar de Elton John para que “Someone Saved My Life Tonight” (1975) comunicara la experiencia de alguien que quiso suicidarse.

Cuando Leo grabó “Tesoro” para su álbum Cuarto creciente (2005), llamó a Gustavo Cerati como segundo vocalista. Según me contó García después, el ex Soda Stereo eligió cantar esos versos porque así estaría respondiéndome a mí, con mis propias palabras, respecto a algo que yo había escrito en el diario sobre su música, algo que no le había gustado nada. En otra estrofa yo había agregado un razonamiento tramposo: “Nunca sabrás si digo la verdad / Porque no sé qué mentira quisieras”. En realidad –ahora me doy cuenta–, esos versos dejaban la marca de mi trabajo como letrista de otro. La cadena de interpretaciones se torna compleja: el letrista interpreta al intérprete y este lo hace con la interpretación de aquel. Pero finalmente en esa cadena de malentendidos (de mentiras) irrumpe una verdad sobre el lenguaje: siempre hay que usar palabras de otros para hablar de uno.

A comienzos de los setenta, la construcción ideológica del “cantautor” sirvió para negar la ristra de alienaciones que cada uno lleva en sí mismo, aun cuando sea su propio letrista (el que pone la “letra”, justamente). A esta altura de la endoxa periodística, tales “automediaciones” están ya forcluidas, no se registran más: se promueve la idea (prefreudiana y romántica) de que existen personas capacitadas para expresar lo que les pasa (¡y que lo saben!). Entre la “mediofobia” (el miedo a la alienación) y la “mediafilia” (la necesidad de ser y hacer público), el rock ha escrito su historia. Especialmente desde que en los ochenta llegó MTV para quedarse. El videoclip, un híbrido de publicidad y cortometraje arty, suele simular una performance; no existe teatralización mayor que la de un cantante haciendo lip-sync, esa mímica de los labios que nos persuade de que el cantar se actualiza. Ante semejante exhibición de “inautenticidad”, había que inventar algo como el unplugged, en virtud del cual el rock restableció su falsa conciencia basada en una idealización del folk (lo popular rural): un cantautor toca desenchufado como alrededor de una fogata. Obviamente, desde el momento en que el rock necesita micrófonos y amplificadores, cualquier esperanza en la “expresión directa” comunicada sin mediaciones se derrumba en seguida (y ni hablar de las cámaras y satélites necesarios para una transmisión de ese “fogón”). Pero si el rock dramatiza su necesidad de romanticismo, el pop se contenta con exponer su artificio. ¡He aquí una de las diferencias entre U2 y Michael Jackson, entre Bruce Springsteen y Madonna, entre Los Redondos y Soda, entre La Renga y Miranda!

Cuando aparece alguien (¿o algo?) como Britney Spears entonando, en una voz completamente tratada en un estudio de grabación, el verso “Desde que tenía 17 años soy la señorita Sueño Americano” –que le escribió otro–, la revista Rolling Stone se ve en la situación de tener que explicar a sus lectores que la ex Princesa del Pop ahora habla a calzón quitado de lo que sufre en el mundo de las celebridades; lo que hace entonces RS es calificar letras de “confesionales”, así, entre comillas, las mismas que Roland Barthes usó en “La muerte del autor” (1968) para envolver la palabra confidencias. El ensayo de Barthes quería derrumbar la legitimidad (la autoridad, el autoritarismo) del sentido centrado en una firma que supone un sujeto que se expresa a través de la literatura. Por el contrario, el discurso periodístico del rock siempre intentó suturar la sobrealienación insalvable del proceso compositivo-interpretativo mediante la figura (cristiana, por otra parte) de la confesión, o la confidencia, más o menos poética. En consecuencia, si para el periodismo Blood on the Tracks (1975) de Bob Dylan merece el adjetivo confesional a secas (allí el cantautor cuenta líricamente su divorcio), Blackout (2007) de Britney Spears carga con unas pesadas comillas de ironía por más que ella cante sobre su vida de rica y famosa. Sin embargo es el pop, a través de su vocación por el enmascaramiento y de su adaptación a la industria, el encargado de decir una verdad que el rock niega: su insoslayable naturaleza mediática y mediatizada.

El mismo año en que salió a la venta Blackout se estrenó I’m Not There, una película de Todd Haynes basada en las biografías de Bob Dylan. Por primera vez, es posible visualizar más de un punto de contacto entre el gran cantautor del rock y la princesita del pop. ¿En qué pueden parecerse un hombre mayor que hoy rechaza las grabaciones digitales y la compresión sonora en la era del mp3 y la mujercita que abusa de esa tecnología al punto de impedirnos discernir cuál es su aporte al álbum que ella firma? ¿Dylan precursor de Britney?

 

El Dylan de Haynes

 

Todos dicen que conocen a Bob Dylan. Pero en realidad nadie conoce a Bob Dylan. Sólo Dylan se conoce y quizá ni siquiera él se conozca.

Texto leído en el aviso promocional del simple “Positively 4th Street”, 1965

 

I´m Not There, la biopic dirigida por Todd Haynes (realizador de Velvet Goldmine y Far from Heaven), cuenta con dos antecedentes que a su modo parodia: los documentales Don´t Look Back (D. A. Pennebaker, 1967) y No Direction Home (Martin Scorsese, 2005). El primero –que en plan cinema verité testimonia las giras de Dylan por Inglaterra en 1965– se estrenó mientras el cantautor estaba ausente de los escenarios debido a un “accidente”. El segundo cuenta la vida y la obra de Robert Zimmerman trazando la frontera final en aquel suceso de 1967; es más: en cierto modo, la película es una larga justificación desplegada por detrás del accidente motociclístico, del que no se sabe con certeza si tuvo lugar o no. Ya volveremos sobre esta imprecisión.

Apenas autobautizado Bob Dylan, a comienzos de los sesenta Robert Zimmerman descubrió que el pop le permitía renacer como bastardo narciso desde una tabula rasa biográfica. En el documental de Scorsese declara que se sentía hijo de “unos padres erróneos” y por eso dejó su pueblo para conquistar New York: “No podía identificarme con nada, no sentía que tuviera un pasado y me olvidé de todo”. En Don´t Look Back se documentan los primeros indicios de un músico joven y popular que se niega a representar el papel de “vocero de una generación”. I´m Not There exagera ficcionalmente el modo en que Dylan revierte las entrevistas convirtiéndolas en especies de koans zen. Un ejemplo de reportaje:

(Entrevistador): –Sea sincero.

(Dylan): –¿Quién dijo que yo era sincero?

–¿Está diciendo que no es sincero?

–No más sincero que usted. Vamos, ¿quiere que le diga lo que quiere escuchar?

“¿Qué se supone que debería estar sintiendo?”, pregunta en otro momento un Dylan versión Haynes. Es el momento en que a Zimmerman se le revela la fuerza de la interpelación, o sea, la demanda ajena y terriblemente masiva del pop. Comprende que la alienación es un camino de ida: también los otros esperan algo de uno. Desde esa revelación en adelante, Dylan recuperará la vocación de bastardo narciso traicionando (“¡Judas!”) toda expectativa creada previamente. Tanta falsía a la hora de la verdad acaba por vaciarlo de ideas: al fin y al cabo ¿alguien ha sabido alguna vez qué piensa, qué opina Dylan, después de todo?

Como el periodismo cultural se ha encargado de describir, el filme de Haynes exhibe un caleidoscopio de personajes, sendas encarnaciones de los “diferentes Dylan” que Robert Zimmerman fue haciendo públicos (el folk, el eléctrico, el poeta, el cristiano, el autoexiliado). El refrán whitmaniano “Contengo multitudes” y el rimbaudiano “Yo es otro” funcionan aquí como subtextos. Cierta crítica cinéfila ha tratado de explicar que Haynes “deconstruye” el género biopic como bien corresponde a un graduado en semiótica, especializado en posestructuralismo francés, etc. ¿Una tardía estocada “posmo” en la que el experimentalismo, en vez de desafiar a la ortodoxia como antes, ha devenido aplicación servil de la endoxa académica? Acaso en el desgaste de ese discurso universitario sobre “la muerte del autor” y sus consecuencias se esconda una razón por detrás del retorno provocador de la “bio-grafía”… pero sigamos.

En reportajes, Haynes insiste en que para comprender I’m Not There no es cuestión de buscar las “claves referenciales” (“reverenciales”, habría que decir recordando la neurosis de los dylanólogos) a la bio de Dylan. “Verla como se oye una canción de Bob” es lo que propone el director. A propósito: la película es realmente mejor si no se sabe nada, o se olvida todo, sobre el hombre que hay detrás de “Blowin’ in the Wind”. Si bien impera una puesta en escena de biografemas como principio constructivo que no siempre supera a la Wikipedia usada de guión, de todas formas sobresalen escenas significativas. Por ejemplo, en un momento, el montaje deja ver una moto que acaba de chocar contra un árbol. Gus Van Sant lo había probado en Last Days (2005), su biopic sobre Kurt Cobain: el cine, al reproducir una imagen clave, reactiva el fetichismo dedicado al ídolo. En su caso, es la foto donde se ven los pies del líder de Nirvana en el piso después del suicidio. En el de Haynes, lo que quiere mostrarse es lo que nunca se vio porque quizá no haya tenido lugar: el accidente de moto que Dylan dijo haber sufrido la mañana del 29 de julio de 1966 en Woodstock, el momento en que la biografía de Scorsese se paraliza. ¿Cómo documentar lo que no pasó? No Direction Home justifica la invención de ese biografema: Dylan había llegado a la cumbre de su talento y ya estaba harto de ser incomprendido y de girar por el mundo. Hay moraleja: la “convalecencia” (su exilio autoimpuesto) de dos años fue un hiato necesario.

 

El caso Britney

 

Pero el hipertratamiento de la voz, el modo en que pierde sus fronteras en lo musical, sugiere que el precio de la fama es la borradura de la identidad. Si la conocemos a través de un filtro, así es como también tenemos que oírla.

Tom Ewing, “Britney in the Black Lodge”, 2007

 

Yo estuve con Britney Spears. Fue en el año 2001, en el Hotel Intercontinental de Río. Cuando salí de una entrevista de 15 minutos, las fans que esperaban en la puerta me preguntaron “¿Cómo es en persona?” y yo les respondí: “No sé”. Recuerdo que llevaba puesta una remera que decía “I Love Punk”. Yo: “¿Es verdad que amás el punk?”. Ella: “Ay, no. Es sólo una remera”. Creo que entonces escribí: “He visto el pasado del rock en forma de remera en el futuro del pop”. Hoy, cuando el futuro llegó, me topo en la revista Rolling Stone con una nota titulada “The Tragedy of Britney Spears” donde la periodista Vanessa Grigoriadis trata de perseguir a la estrella por supermercados y averiguar cómo funciona el espionaje paparazzi. Un concepto detectivesco del periodismo que la Spears tematiza en su último gran álbum, Blackout. Es decir, lo de Grigoriadis (que tiene un Behind the Scenes donde la revista le pregunta cómo logró sus “revelaciones”) es sólo una pieza más del rompecabezas llamado Britney Spears 2008. Grigoriadis es un títere de la obra Blackout. Veamos.

Rapacious. En 1982, la palabra le sirvió al músico (y teórico) pop inglés Green Gartside, del grupo Scritti Politti (cita a Gramsci) para definir en una canción bautizada “Jacques Derrida” (sic) la voracidad y la codicia que puede emitir la asociación entre deseo amoroso y demanda mercantil. Al repetir la palabra (rapacious, rapacious) transmitía esa rapacidad rapeando. Lo mismo sucede en “Gimme More” (2007), firmada por Britney. Los hambrientos “More” que multiplica el estribillo quieren reflejar la demanda del público, es decir, nosotros. Britney canta la frase entrecomillada porque es lo que “the Crowd” le pide. Por eso, cuando repetimos el estribillo no hacemos sino responder al papel en que nos coloca ella: el de voraces consumidores del producto Britney Spears. Puede que ella no sea un ex estudiante marxista como Gartside, pero su álbum es la obra conceptual de pop más inadvertida del momento. En el disco Songs to Remember (1982), Gartside (a quien se llamó “el Jacques Derrida del Top 40”) demostraba lo mismo que Blackout: en el amor, en el consumo y en la idolatría subyace el fetichismo caníbal. “¿Querés un pedazo de mí?”, nos canta Britney siguiendo una pregunta que le escribió una letrista contratada. Lo más genial del asunto es que la cantante ratifica que ella es un radar como los paparazzi y que cuando se enamora es tan obsesiva como un fan (¡salió con un paparazzo y todo!). Lo más cruel, enfrentarnos a la situación de que la espiamos en un freakshow donde ella se autodefine como un holograma hecho de oxímoros: “Podés mirar, pero no tocar / Porque soy fría como el fuego, caliente como el hielo”. Finalmente, el tema de Blackout es la antropofagia inmaterial que alimenta el consumo de “celebridades”.

Si la última garantía de la presencia de una cantante es su voz, aquí efectos como el autuner y el vocoder la filtran hasta que se pierde toda referencia orgánica. Como Dylan cuando inventó (o exageró) el accidente de 1966, Britney ha aprendido que la mitología del presente mediático se construye mediante chismografía. Su vida es ya un celebreality: una secuencia diaria de chismes para la era del Twitter (el servicio de mensajes enviados globalmente en tiempo real que convierte la vida de cualquiera en un reality show). Su logro mayor: enfrentarse al punto límite de la transgresión al elevar el papelón a escándalo (su foto con la cabeza rapada, su show sin ensayar en la entrega de premios MTV).

En estos meses, una biopic como I´m Not There y un álbum del nivel reflexivo de Blackout han desbaratado las bases hermenéuticas por las cuales se “sabe algo de un famoso”. ¿Cómo se cuenta la vida de una estrella pop? ¿Qué se toma como seguro? ¿Qué plano? ¿Lo público (la visibilidad individual en la vida colectiva), lo privado (publicidad íntima: invisibilidad en la vida colectiva), la intimidad (vida doméstica, no colectiva) o la interioridad (el yo intransferible)? En nuestros ejemplos, habrá un cantautor excedido en “vida interior”, lo cual lo mistifica como “yo insondable” y “genio”, y otra, carente de interioridad para los medios, que juega su personalidad en la frontera entre lo público y lo privado.

Lo cierto es que el Dylan “accidentado” y la Britney chismográfica comparten la misma proyección “bio-grafemática” sobre la que enseñaba el Barthes de 1980: si es inevitable que los demás escriban sobre uno, lo mejor es saber vivir pensando en lo que se publique (se haga público). Las estrellas no tienen para los otros, para nosotros, más trascendencia vital que esa; no es fácil asumir que nunca va a tratarse de “personas”. Todo el periodismo de espectáculos necesita la forclusión de esta fatalidad.

 

Estoy muerto / Estoy muerto por vos.

Leo García, “Muerto”, 2000

 

El Barthes modelo 1980 recuerda que toda biografía es en realidad una “tanatografía”: se escribe sobre lo vivido cuando eso ya ha muerto. Cuando el firmante de La cámara lúcida muere, Jacques Derrida rescata un momento favorito de la obra del amigo recién desaparecido: el análisis de la frase “Estoy muerto” tomada de un cuento de Poe. Se trata de una enunciación imposible, un “escándalo del lenguaje”. Años después, el deconstruccionista dejó una nota para que fuera leída en su funeral, en la cual saluda y agradece a quienes lo acompañaron en vida, etc. Es decir, consigue la utopía barthesiana: la enunciación tanatográfica del “cuerpo presente”. ¡Il morto chi parla! Pero lo tuvo que escribir antes: hasta muerto, este hombre siguió dando ejemplos didácticos sobre la différance

Sin embargo el verdadero problema de la “bio-grafía” radicará siempre en lo contrario: en decir “Estoy vivo”. En no agregarle (aunque sea unas implícitas) comillas a las palabras “confesional” y “confidencias”.

 

Lecturas. Roland Barthes, “La muerte del autor” (1968), en El susurro del lenguaje (Barcelona, Paidós, 1994) y “La vida como obra” (1980), en La preparación de la novela (Buenos Aires, Siglo XXI, 2005); Jacques Derrida, “Las muertes de Roland Barthes” (1981), en ídem (México, Taurus, 1999). Para la aparición de esta revista, la película de Todd Haynes sobre Dylan, I´m Not There (2007) se habrá estrenado en el Bafici. Blackout (2007), el disco de Britney Spears, fue editado en la Argentina en 2007.

Pablo Schanton es periodista, crítico e investigador de música, especializado en rock. Estudió la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires durante la década del ochenta. Actualmente escribe sobre música y trabaja como editor en el suplemento Espectáculos del diario Clarín. Desde 1990, organiza anualmente charlas y eventos con visitas de críticos y músicos sobre música alemana en el Instituto Goethe de Buenos Aires. Aún compone canciones con y para Leo García.

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