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Milpalabras

MILPALABRAS

 

La otra noche mi padre me pasó una caja con fotos. No me explicó nada de las circunstancias, pero las fotos cuentan su propia historia. Son todas de cuando él era joven, de cuando eran jóvenes y valientes Él y Ella, Torcuato y Kamala, antes de ser Papá y Mamá.

Acá están, en el recorte de un diario sueco (supongo) de los años cincuenta, con un epígrafe que dice “Et romantisk eventyr”, que yo me imagino querrá decir algo así como “el acontecimiento romántico”. (Alguien me aclara que es danés y que “eventyr” significa “cuento de hadas”.) Debía tratarse de algún encuentro político de jóvenes socialistas. Y ellos serían el símbolo del nuevo espíritu internacionalista que soplaba en la época. Me imagino que para los suecos era bastante novedoso el espectáculo de una pareja de sudamericano (blanco) e hindú (negra). Mirando la foto cuesta tener presente que cuando mis viejos se conocieron en Estados Unidos, en los primeros años cincuenta, allí aún regía el apartheid. Papá me había contado que cuando fueron a vivir por unos años a Londres, donde después nació mi hermano en 1955, muchos departamentos que iban a ver no se los querían alquilar, con diversos pretextos. “Only for English people.”

Pensé en lo duro que habría sido: miradas feas, indirectas, un restaurante donde de pronto estaban todas las mesas reservadas. Pero cuando le volví a preguntar, delante de una cámara, Papá dijo que en Londres había muchas parejas interraciales y que ellos no llamaban demasiado la atención. Insistí, para tener grabado el testimonio, sin conseguir que repitiera lo que me había contado alguna vez. ¿Se habría olvidado? Daba la impresión de estar tratando de recordar lo que otra persona le había contado tiempo atrás. Mirando la foto con él, se produce una extraña confusión. Recuerdo el episodio del alpinista que murió congelado en la montaña. Muchos años después su hijo pudo encontrarlo. El padre, preservado, se había vuelto más joven que el hijo.

En la foto, mi padre y mi madre están al pie de una escalera. Papá de traje y corbata, muy juvenil, subiendo la escalera pero sin mirar los escalones, con la cabeza alta, una ligera sonrisa en el rostro. “Era un héroe”, exageró Cecilia, mi mujer, cuando vio las fotos. “A su manera, era un Che Guevara, o así se debe de haber sentido, viviendo una aventura increíble, un argentino en la India, después de haber dejado todo, sin que le importara la empresa del padre, y andando por el mundo con una mujer que, cada vez que entraba en un lugar, para bien o para mal, hacía girar todas las cabezas.” Apenas detrás de él, un escalón más abajo, está Mamá, increíblemente joven y bonita, vestida con un sari. Me llama la atención su brazo desnudo y esbelto. Casi me parece poder oírle la voz, o mejor dicho, la risa. Hay otra foto de los mismos comienzos de los cincuenta donde se ve a Mamá parada en una esquina de una ciudad que debe ser Londres, posando para la cámara (seguramente en manos de mi padre) junto a dos hombres y una mujer. Cuando quiero describir la foto en dos palabras, comprendo que otro podría decir que son simplemente cuatro “orientales” y se me ponen los pelos de punta. No puedo dejar de imaginarme cómo contemplarían la escena los transeúntes londinenses, la mezcla de curiosidad, condescendencia y malestar. Hay algo en la actitud de todo el grupo, que no está sólo en las facciones y en los tonos oscuros de sus rostros. Quizá sea la forma poco canchera de posar, cierta inseguridad expresada por las manos en los bolsillos y las expresiones serias. Algo los delata como forasteros que saben muy bien que están en tierra ajena; gente cuya presencia puede dejar de ser tolerada en cualquier momento. Me da una sensación de impotencia, como cuando en el teatro de títeres uno quería avisar de la presencia de la bruja o el lobo.

Cuando ella murió yo estaba trabajando en Londres para la televisión inglesa. Papá me llamó por teléfono y me dijo: “Tengo una mala noticia”. No recuerdo qué fue lo que agregó exactamente, pero se refirió a ella como “Mamá”. Sí recuerdo que después de contarme que había tenido un infarto, usó la expresión: “Y se quedó”. Yo entendí en seguida pero no lo podía creer y creo que repetí dos o tres veces: “Pero ¿qué pasó? No entiendo. ¿Qué pasó?”. También repetí mil veces, y a los gritos ya: “No puede ser, no puede ser”, a la vez que me deshacía en llanto. Tuvo que terminar la comunicación Cecilia; yo era incapaz de seguir hablando. Después de asimilar el primer golpe y superar la incredulidad, tuve la necesidad de salir a caminar solo, respirar el aire frío de la noche. Alguna vez oí que el alma de los muertos no abandona inmediatamente nuestro mundo. Por un tiempo merodea a los vivos y estos tienen que concentrarse para ayudarla a emprender el viaje, etc. No es que crea en estas ideas, pero son las que pasan por la cabeza en momentos así. Y creo que, mientras recorría de noche las calles desiertas de Londres, entendí como nunca esa necesidad cruel de negar la muerte que alimenta la religión o la fe en el más allá. Y de pronto vi a Mamá. Decididamente la vi, como flotando en algún lugar indefinido; pero estaba allí, no era un recuerdo. Es más: escuché su risa. Se reía a carcajadas, le brillaban los ojos. Por un instante olvidé que acababa de morir y sonreí yo también. Pensé que en los momentos en que reíamos juntos por un chiste era cuando más cerca estábamos uno del otro, cuando más fuerte era mi sensación de compartir un sentimiento pese a las muchas incomprensiones, las broncas y las palabras calladas que, como sucede entre padres e hijos, nos distanciaron a lo largo de los años. En el acto volví a caer en la cuenta de que Mamá estaba muerta, y la visión desapareció. Haberla percibido con tanta nitidez me dejó una puntada de dolor. Pero supuse que en cierto modo ella habría querido dejarme esa imagen suya y no otra. Esa risa fue la que recordé al verla al pie de la escalera de la foto, en unos años cincuenta tan imperdonablemente inocentes, donde juro que hasta puedo sentir una brisa de verano que sopla suavemente, meciendo en el aire, como velas blancas de un velero, flap, flap, tantas ilusiones que serían destrozadas.

1 Sep, 2006
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