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Las decapitaciones pueden ser un espectáculo público, siempre y cuando las realice el Estado. Así lo fueron, por ejemplo, mientras la guillotina formaba parte del sistema penal francés. Público, no obstante, no quiere decir lo mismo que mediático. Que esté permitido presenciar una ejecución no significa que se la pueda filmar. Y, menos, que la filmación pueda difundirse sin restricciones. Eso lo decide el Estado (lo mismo que sucede con los juicios orales y públicos en los países que no tienen la pena de muerte). La ejecución de Saddam Hussein, en 2006, fue filmada y se vio en los noticieros de todo el mundo. A su vez, alguien colgó en Internet un video pirata, que aseguraba no estar editado, en el que el registro de la muerte con todos sus prolegómenos duraba unos minutos más que en la versión oficial. A un ahorcamiento, como el de Hussein, muchos pueden verlo como menos cruento que una degollación. Desde el punto de vista médico, lo es. El uso de una cuchilla implica no sólo un profuso derramamiento de sangre, sino una mayor crueldad para con la víctima (se dice que después de la decapitación hay un tiempo de conciencia antes de la muerte).
Los videos de degollaciones que circulan en Internet resultan menos escandalosos por su crueldad que por pretender ser clandestinos en un contexto donde no pueden serlo. Un asesinato clandestino se puede difundir en la red de manera anónima, no clandestina. En Internet puede haber anonimato y pseudonimia, copyleft y piratería, pero no exactamente clandestinidad. La clandestinidad es una situación legal que sólo el Estado puede crear. Y la crea cuando decide prohibir algo. Ni un sujeto ni un colectivo pueden hacer que una obra suya, difundida en Internet, por la mera radicalidad de lo que ella muestra, sea clandestina. Los videos de torturas, asesinatos y degollaciones, exhibidos como para ser vistos como reales, serían el caso límite de esa aspiración a la clandestinidad que la red hace fracasar. Por ellos, el Estado interviene como juez en cuestiones estéticas, decidiendo sobre la autenticidad o la ficcionalidad de los hechos filmados.
Michela Marzano, en La muerte como espectáculo (Barcelona, Tusquets, 2010), investiga la historia de este tipo de videos. Los primeros datan del 2000 y habrían sido filmados por policías chechenos con sus teléfonos celulares. Quien hizo saber de su existencia al Consejo de Europa fue el servicio de prensa del Kremlin. Los otros videos de degollaciones, fuera de los de Chechenia, son los que se atribuyen los grupos islamistas. Marzano no se ocupa de las decapitaciones filmadas por sicarios, narcotraficantes o mafiosos, que llevan el signo de la venganza. Sí le interesan las crueldades gratuitas. Realizar actos crueles simplemente para filmarlos y compartirlos con desconocidos en la red sería una moda posterior, carente del significado político de las degollaciones chechenas e islamistas (con este tipo de actos equipara la autora las torturas a prisioneros en la cárcel de Abu Ghraib).
Uno podría preguntarse cuál es el fin que cumplen estos videos en Internet, frente al que cualquier post que se envíe se convierte en un mero medio. Pero esa cuestión es más compleja que reconocer a qué Estado le conviene que existan y que se sepa de ellos. Rodolfo Walsh, en un artículo de 1965 (“Juegos de guerra”), advertía hasta qué punto las especulaciones estratégico-militares se habían convertido, en tiempos de la Guerra Fría, en un “entretenimiento de sociedad”. Por eso se burlaba del modo presuntamente científico en que aplicaban la teoría de los juegos los expertos en defensa. “Pensar poniéndose en el lugar del enemigo” es una consigna intelectual por la que no puede aspirarse al rigor de la ciencia (ni siquiera al rigor argumentativo de las ciencias sociales). El realismo conjetural que se logra “poniéndose en el lugar del otro” siempre fue más afín a la literatura que a la investigación de campo.
Todo el que escribe sobre la exhibición de atrocidades en Internet suele diferenciar entre videos ficcionales y reales. Marzano no es la excepción. Sin ningún dejo de ironía, ella aclara que, para que los videos de torturas, asesinatos y degollaciones que circulan en la red no puedan compararse con las películas snuff, la CIA ha confirmado su autenticidad. Las snuff movies habrían sido un fiasco, porque todas las cintas confiscadas por la policía o por el FBI resultaron ser “ficcionales”. Desde ya, uno no tiene elementos para dudar de una autenticidad declarada por la CIA o de una ficcionalidad constatada por el FBI. Sólo que Marzano tampoco los tiene para escribir como si no se pudiera dudar de que sea “auténtico” un video en el que “un islamista” (alguien a quien ella reconoce por la vestimenta y los rasgos étnicos, igual que la CIA) decapita a un “occidental”. Al “occidental” –ella también ha vuelto a usar el léxico de la Guerra Fría– se lo reconocería por el uniforme de Guantánamo, un signo de la inversión de roles entre víctima y verdugo. Nadie piensa que la sospecha paranoica, sólo por dirigirse abstractamente a la omnipotencia estatal del Estado más poderoso del mundo, sea más seria que la creencia razonable en los informes científicos que este Estado le encarga a su policía. Ya dijimos que las dos actitudes requieren del mismo tipo de fabulación, esa que queda en el límite entre la literatura de espionaje, la filosofía política, el periodismo de Internacionales y los “juegos de guerra” de los que se burlaba Walsh. Pero la intervención del Estado, como garante de autenticidad o ficcionalidad de un video, debería llevar hasta al menos paranoico a preguntarse con qué criterios puede hacerse tal distinción.
En principio, un video que registra una crueldad, si está colgado en Internet, suscita un problema estético. Alguien (que puede mantenerse en el anonimato o adoptar una identidad falsa) aspira a compartir un video en el que un hecho cruento se presenta como real. La puesta en escena, pensada desde el punto de vista del espectador, es exactamente la misma que si el hecho fuera ficticio. Se puede saber con certeza si un video de este tipo es ficcional, pero no si es real. En una puesta en escena que requiere hiperrealismo puede haber un elemento que delate la teatralidad de origen: una mala actuación, un efecto especial de baja calidad técnica, detalles sobre el sufrimiento o sobre la muerte que no se tuvieron en cuenta y que sólo puede conocer quien realmente ha torturado y asesinado de esa forma. Pero lo que quiere compartir el que exhibe el video es el placer que él experimenta frente a la puesta en escena del hecho cruento, independientemente de que el hecho sea real o ficcional y de que él lo haya producido o simplemente lo difunda. El espectador, sobre la base de lo que ve, no puede determinar ni la autenticidad ni la autoría. La conmoción catártica es mayor, obviamente, si el hecho parece real y uno, como espectador, no puede determinar con sus propios ojos que no lo sea. Si para filmar el video una persona hubiera sido torturada, violada y asesinada, no es algo que pueda determinarlo el receptor sobre la base de su cultura audiovisual. De ahí que Marzano apele a la autoridad autentificatoria de la CIA o del FBI y no al argumento baziniano de la ausencia de montaje.
La comedia hongkonesa You Shoot, de Pang Ho-Cheung, imagina la historia de un mafioso cinéfilo, obsesionado con la filmación de sus asesinatos, que contrata a un estudiante de cine y discute con él la planificación de las muertes. Si la posibilidad de hacer explícita la crueldad la ha creado la cámara, no es extraño que este tema inspire ficciones cinematográficas. Lo mismo había sucedido con las películas snuff, cuando eran evocadas dentro de historias que creían en su existencia. Hardcore (1979), de Schrader, Videodrome (1982), de Cronenberg, Tesis (1996), de Amenábar, y 8 milímetros (1999) de Schumacher, incluían, con la excusa de desmentir la ficcionalidad del snuff, imágenes de crueldad explícita que simulaban ser documentales (y que le demostraban al espectador lo contrario que descubría el protagonista).
El problema que plantean los videos actuales no es distinto del que plantearon las películas snuff, salvo por la novedad filosófica que suscita Internet. Es en relación con Internet, con lo que Internet tendría de novedoso para pensar este problema, que el libro de Marzano resulta pueril. Que ella declare haber visto todos los videos necesarios para hacer su investigación, que los describa con detallismo de cirujana, como para que el lector no dude de que los ha visto, y que llame a esa experiencia un “descenso a los infiernos”, no hace que su libro, sólo por eso, resulte más serio que todos los ensayos que citan lo que Nietzsche, Freud y Derrida dijeron sobre la crueldad.
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