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Milpalabras

MILPALABRAS

Para Malena y Mauro Libertella, custodios del apellido

 

Que la firma del autor aparezca adentro del libro, a la manera de una ilustración, ya es descolocante. Pero si además esa firma aparece rubricada por otro estamos, como lectores de literatura, irremediablemente perdidos. Es así como funcionan –firmas ajenas que confirman la vigencia de lo propio– todas las imágenes que acompañan La arquitectura del fantasma. Una autobiografía, de Héctor Libertella. El artista plástico Eduardo Stupía testimonia acerca de ese acompañamiento al que se sometió mientras se iba escribiendo-dibujando toda la obra libertelliana: “Él me contaba (o me mostraba) lo que quería y yo se lo dibujaba”. Según Stupía a él le pertenece, de la firma de Libertella, “el rulo” que la remata. Y si, como nos relata la autobiografía, la madre (“maestra calígrafa”) guió mil veces el pulso del niño hasta lograr que hiciera la a, en este caso es el escritor quien parece guiar la mano del dibujante para que a su vez le devuelva una firma en la cual poder reconocerse. Se trata de una “firma hológrafa”, fenómeno visual donde se proyecta algo que sin embargo no está ahí. Como un holograma, entonces, podría entenderse la arquitectura del fantasma, una construcción minuciosa donde todo se ve aunque de hecho no haya nada. Y si el procedimiento se aplica a una firma –ese garabato con que el realismo pretende confirmar la identidad– estaríamos ante lo que en palabras de Libertella no es otra cosa que una autobiografía.

 

Pero este proceso de vaciado autobiográfico donde el yo nunca aparece en el lugar en que se lo espera no es ni oscuro ni críptico. Hay una simpleza profunda, casi naíf, que atraviesa toda la obra libertelliana, y las imágenes que aparecen en muchos de sus libros acuden siempre como para dar constancia de esa ingenuidad. El escritor confiesa que “publicó” su primer libro a los 12 años. Que él mismo fabricó dos ejemplares con tapas mullidas de cuerina con algodón adentro, que le puso un marcador de terciopelo azul francia, ilustraciones interiores y bordes refilados con salpicaduras de oro. Esa evocación del grado cero de su escritura le hace concluir: “El tiempo no ha deteriorado en nada ni ha borrado esa fantasía ¿cómo llamarla?, iconófila, del jesucristiano bruto que adora imágenes y escribe como director de cine o dibujante de historietas”. La brutalidad iconófila de ese jesucristiano bien podría entenderse como una implacable obstinación por obtener siempre pruebas de realidad. ¿Quieren ver lo que no está ahí?, es esto, parece decirnos Libertella cuando incluye en la autobiografía una página suya manuscrita o la foto de la escultura Máquina de escribir fantasma de Claes Oldenburg. Antirrealista al mismo tiempo que empedernido militante de lo real, él nos demuestra, con sólo mostrarlo, que el fantasma puede ser escrito pero, sobre todo, dibujado, fotografiado y, además, rubricado por otro.

Ese candor casi infantil que pide ver, tocar, materializar (“un raye físico con el objeto, más parecido al de un artista plástico o un obrero gráfico”) no puede menos que pretender encontrarse frente a frente con la presencia viva de la muerte. Según Stupía, Libertella le pidió una figura que fuera mitad esqueleto, mitad armadura. No sabemos si el dibujante vistió medio esqueleto con una armadura o desvistió media armadura hasta hacer aparecer el esqueleto. Lo cierto es que Libertella le dio la orden de poner “con letra manuscrita, no de imprenta”, la nomenclatura que correspondía a cada parte de la armadura, aun en la mitad desarmada. “Pero qué paradoja es esta de un esqueleto que le gana a la muerte porque ya es todo coraza”, interviene escribiendo quien le da letra a la imagen. Es como si quisiera decirnos: miren cómo, de la mano del dibujante, el escritor en holograma puede armar, sólo con palabras, un cadáver contra la muerte. Esta quijotada en la que el humor negro avanza hasta el hueso mismo de la paradoja es la utopía que empuja de principio a fin toda la obra de Héctor Libertella. Un legado de amor que desafía a la literatura empujándola siempre más allá de sus límites ególatras, hasta esa tierra de nadie donde el ex autor entrega generosamente su firma para que la reescriba otro.

1 Sep, 2007
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