Vodevil

NARRATIVA

 

Thomas Pynchon, Contraluz, traducción de Vicente Campos, Barcelona, Tusquets, 2010, 1340 páginas.

 

Varios motivos ubican a Contraluz, el penúltimo libro de un autor esencial, entre los recientes mamotretos literarios de importancia. Récord de extensión, una década de gestación silenciosa, pareceres adversos pronunciados por la “crítica especializada”, euforia de los seguidores idólatras: un ramillete de expectativas, en suma, para una novela que abarca un período de puro trance histórico (el filo del siglo XX, prolegómenos y estallido de la Primera Guerra Mundial), en un escenario hiperbólico (casi todo el mundo conocido y otros parajes más o menos imaginarios). Biblia del pynchonismo, Contraluz emociona y fastidia, aburre y extasía al lector, pero ante todo desconoce la austeridad; por el contrario, hace suya esa superpoblación ontológica que es el privilegio demográfico de la imaginación.

Movilizando un sinnúmero de personajes, la novela incluye a su vez muchas novelas que se arremolinan en torno a un centro inestable. A la trama invertebrada de Los Chicos del Azar –eternos viajeros en un globo aerostático–, la apuntala la historia visceral de la familia Traverse, Orestíada anarquista con un pater familias asesinado por encargo de un plutócrata maligno, una hija difícil (que se casa a sabiendas con el verdugo de su padre) y tres hijos que lidian con el peso de la vendetta. Al Bildungsroman del hijo menor de los Traverse se sobreimprimen la odisea de sus hermanos mayores, la vida de la entrañable Dally Rideout, la crónica noir del detective privado Lew Basnight, los avatares de una fraternidad teosófica dedicada al estudio del Tetractis Inefable, los estragos sentimentales que deja a su paso la bella matemática Yashmeen Balfour… Sería inútil inventariar las tramas que se multiplican y enmarañan a cada vuelta de página. Cientos de personajes surgen con la rapidez de los hongos. Imposible saber de antemano cuáles devendrán héroes de gran talla y cuáles no son más que starlets pasajeras, destinadas a brillar tan sólo un instante. Al bautizarlos, sin embargo, Pynchon les asegura una módica inmortalidad: entre muchos otros, el mago Luca Zombini, el perro veneciano Mostruccio, la sous-maîtresse de un bar de mala muerte California Peg, la sirvienta Vaselina, el bandido Blinky Morgan, la viajera Ruperta Chirpingdon-Groin, el reverendo Lube Carnal y la modelo Chrevrolette McAdoo son el testimonio de una pulsión onomástica en estado de gracia.

Todo en Contraluz son trayectos, vectores, incesante trashumancia. El escenario móvil abarca un puñado de imperios (el Británico, el Otomano, el Austrohúngaro) y salta de la lucha de los mineros en Colorado a la Inglaterra eduardiana, de los glaciares del Polo Norte a la arena de la Revolución mexicana, de la Nueva York fin-de-siècle a los Balcanes enfebrecidos por una guerra inminente. Por si fuera poco, la geografía se prolonga en dimensiones más impalpables, siguiendo el principio de que “los mapas comienzan como sueños, tienen una vida finita en el mundo y después se reanudan como sueños”: están quienes cartografían los campos magnéticos en el borde superior de la atmósfera, mientras otros viajan al reino de Chtónica, en las entrañas de la tierra. Hay una “Venecia del Ártico”, no menos que una ciudad, Granitza, fruto de un artificio de la política exterior de los Habsburgo. Se perfila una Ruta de la Seda alternativa a la de Marco Polo, cuyo itinerario acaba en el Asia interior, en la ciudad secreta de Shambala. Ronda un profeta del Taklamakán con pretensiones de fundar un imperio panchamánico, mientras los Chicos del Azar exploran la vía de acceso a una Contra-Tierra pitagórica. Esclarecer la filiación de esta geografía fantástica supone imaginar varias historias posibles de la literatura. En el revoltijo de precedentes, asoman la topografía semifabulosa de las Argonáuticas y de Persiles y Segismunda, se vislumbran la Interzona de Burroughs y la Terra nabokoviana, se adivinan trazos de los paisajes alucinados de Melville, de Edgar Allan Poe y de Lovecraft. No están ausentes las ciudades invisibles de Calvino ni la Freedonia y la Sylvania de los Hermanos Marx; por increíble que parezca, tampoco faltan pasajes que recuerdan la Kakania de Musil. A la geografía onírica se añade una pasión bien real por una Venecia de ribetes prerrafaelistas, así como pizcas de zoología fantástica y excentricidades que podrían integrar la mejor (o la peor) antología del dislate pynchoniano (un culto belga a la Mayonesa, un recorrido debajo del desierto en una fragata subarenosa, cactus alucinógenos, metales transubstanciados, un periplo a Europa en un transatlántico que, en pleno viaje, se transforma en acorazado).

En este universo, la conciencia de sí se prodiga con generosidad: hay tornados y rayos con personalidad, olas del mar individualizadas con nombre y apellido, redes ferroviarias autoconscientes que obligan a la historia a subyugarse ante los caprichos de la geografía. Abundan también entidades que desafían toda individuación, seres compuestos tan sólo de vaguedad ontológica, identidades y sexualidades que, en su fluctuación, dan cuenta de las vueltas inesperadas del corazón o del deseo. En algún recodo del libro, se asoma el mismísimo J.M.E. McTaggart, el profeta neohegeliano de la irrealidad del tiempo. Pero, en rigor, el autor de Contraluz es el hermano por adopción de David Lewis, el filósofo que, en Norteamérica, más trabajó con vistas a transformar la metafísica de los mundos posibles en una rama de la literatura fantástica. Profundizando esa línea, Pynchon desordena el cajón de sastre de las posibilidades, saca de la galera una versión contrafáctica de la Era Victoriana, presenta la conjetura de que el asesinato del archiduque Rodolfo pueda haber recaído en manos de Jack el Destripador. Por lo demás, con la intrepidez de siempre, organiza un festín con ciencias de segunda mano. Explora las controversias históricas de la matemática posteuclidiana y las reelabora bajo la forma de guerras fundamentalistas. Aventura discusiones sobre la naturaleza del éter luminífero en las que convergen la alquimia y la ciencia electromagnética. No falta el corolario melancólico cuando sugiere que en la imposibilidad de revertir el flujo del tiempo humano radica la verdadera dimensión ominosa de la entropía.

La novela avanza gracias a una voz cálida y elástica, que debe su poder de encantamiento al saqueo resuelto de una legión de géneros literarios: novela de espionaje, distopía retrofuturista, western de undécima categoría, folletín dickensiano, y así indefinidamente, hasta la náusea. No hay género habido o por haber del que Contraluz no abreve, y es una mera casualidad que no recurra a la hímnica doria o a la epopeya mesopotámica. Pocas prosas ilustrarían tan a la perfección –hasta reducirla a la nada teórica– la noción de pastiche posmoderno de Fredric Jameson: ráfagas de un Cormac McCarthy tomado a la chacota y pasajes impensables sin la impronta de John Le Carré conviven en un sotobosque de géneros más o menos menores, a partir del cual Pynchon despliega su atlas vodevilesco de la historia universal. El efecto se deja apresar mejor en categorías cinematográficas: el ritmo galopa como en una screwball comedy, las aventuras bobaliconas recuerdan los seriales tardíos de Fritz Lang, las excentricidades podrían ser las de un Fellini pasado de rosca. Pronto el lector descubre que la mística ciudad de Shambala es sólo un macguffin y que, a juzgar por la calidad de los diálogos, el autor posee, en cualquier rincón del globo, un ejército de guionistas a sus órdenes.

Contra todo pronóstico, Pynchon persiste en cultivar lo que Linda Hutcheon alguna vez llamó, sin que el surgimiento del concepto involucrara gran actividad neuronal, “metaficción historiográfica”. Para este narrador todoterreno, este Julio Verne sin red que sobrevuela raudo la selva y la estepa, el desierto y las ciudades, la taiga y los lagos, esa conquista de la ubicuidad que las vanguardias modernistas ansiaban como meta resulta aquí un mero punto de partida. El autor parece contar de antemano con los fragmentos del mosaico planetario, y no hay duda de que sabe bien cómo volver a armar el cubo mágico. Entre la primera frase de la novela (“¡Aligeren cabos!”) y la última (“Vuelan hacia la gracia”), su imaginación se mantiene inmune al rozamiento; en otras palabras, desconoce la entropía que sí carcome los mundos que explora. Porque, al final, y a pesar de una catarata de happy ends, la novela nos deja en el umbral de una tierra devastada, recogiendo a duras penas las esquirlas de la experiencia histórica.

El afán totalizador de Contraluz, sin embargo, acusa cierta fragilidad en un mundo donde la elegancia del universo Baedeker ha sido barrida por la literalidad ramplona de Google Earth y donde la propensión enciclopédica, que en El arcoiris de la gravedad resplandecía por lo críptico, se disuelve en las redes de la disponibilidad berreta de la información. Algo del misterio, en efecto, se ha desvanecido cuando una pandilla de ciberescoliastas de la Thomas Pynchon Wiki se dedica a localizar referencias y a separar la paja de la invención del trigo de lo real (o viceversa). Desmantelada su aura, desnuda en su aparatosidad, Contraluz queda entonces como una inmensa máquina del tiempo destartalada, una de esas computadoras primitivas que ocupaban una habitación entera, y cuyo aspecto podía ser confundido con la simple mampostería de un simulacro de máquina.

Dar cuenta de la pluralidad estallada del mundo es un proyecto que sigue vigente, pero, entretanto, es posible que los recursos de la literatura posmoderna hayan envejecido un poco. Pynchon no se da por enterado. Es un tramoyista consumado, y lo cierto es que el mundo, considerado como circo a cielo abierto, no le deja respiro; el pobre attrezzista debe cambiar las escenas tan rápido como si lo que se estuviera representando fuera una versión irrisoria –apenas más moderna, apenas más caótica– de la Segunda Parte de Fausto. Afortunadamente, nuestro autor no tarda en trocar gato por liebre, Goethe por Jean Paul, los Lehrjahre de Wilhelm Meister por los Flegeljahre de Walt y Vult…, sí, este novelista septuagenario está más cerca de las operetas de Gilbert y Sullivan y del mundo de la preadolescencia perpetua de P.G. Wodehouse, más cerca de la tradición picaresca que arranca con Fielding y termina vaya uno a saber con quién: mientras su usina narrativa sigue funcionando a todo trapo, bien provisto de una batería de chistes malísimos, Pynchon elude pirueta mediante la alternativa del gagaísmo, y entra sonriente y de colado en una inesperada Edad del Pavo.

 

Lecturas. El título original de la novela de Pynchon es Against the Day. Fue publicada en 2006. Entre las reseñas adversas que cosechó se destacan las de Louis Menand (“Do the Math. Thomas Pynchon returns”, en The New Yorker, 27 de noviembre de 2006) y James Wood (“All Rainbow, No Gravity”, en The New Republic, 1 de marzo de 2007). Del filósofo David Lewis, cabe citar, entre otros textos, “The Paradoxes of Time Travel” (en American Philosophical Quarterly, N° 13, 1976) y On the Plurality of Worlds (Oxford, Blackwell, 2001). De Linda Hutcheon, se alude a “Historiographic Metafiction: Parody and the Intertextuality of History”, en P. O´Donell y Robert Con Davis (eds.), Intertextuality and Contemporary American Fiction (Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1989), pp. 3-32.  

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