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Nací a mediados del cuarenta y uno. Dos meses después, en primavera, me bautizaron. Según el álbum, mi fiesta de bautismo convocó a más de cincuenta consanguíneos de la rama paterna y a otros tantos de la rama materna. Papá era el mayor de una serie de ocho hermanos varones y tres mujeres. Mamá, la menor de una serie de nueve hermanas mujeres en la que se intercalaban las sombras patriarcales de dos varones. En el diario de la ciudad publicaron mi foto de bautismo. Después la familia se consiguió el cliché y mandaron a imprimir en pluma azul una tarjeta de saludos. Me quedan copias de esa impresión donde aparezco, ya sentado, con los ojos muy claros bajo un enorme rulo rubio y chupándome el pulgar derecho. Miro mi foto y se me ocurre que no he hecho otra cosa en la vida: posar, mirar hacia la cámara y chuparme los dedos. No recuerdo mi fiesta de bautismo; en cambio recuerdo la reunión familiar y el griterío de mi primer cumpleaños: pasé la infancia asombrando a mis padres, sus vecinos y a los parientes, con evocaciones precisas de escenas de tiempos en que aún no había empezado a caminar. Recuerdo las luces amarillas y titilantes del alumbrado público con lámparas de filamento que incandescían a partir de las diez de la noche, cuando todo el mundo apagaba la radio y se iba a dormir. Recuerdo la guerra, las historias de la guerra, las emisiones de radio de onda corta, y recuerdo con nitidez la revolución del cuarenta y tres y las primeras movilizaciones peronistas. Recuerdo las voces de los hombres apelotonados en camiones cantando la marcha peronista que decía “yo te daré, te daré patria hermosa, te daré una cosa, una cosa que empieza con pe: Perón”. Recuerdo todos los temas musicales de la época, los radioteatros, los shows aliadófilos en Harrods y en la confitería Ideal, los efectos especiales de radio Belgrano y sus cortinas musicales. Entre ellas, esos veinte compases del segundo movimiento del concierto número dos de Rachmaninoff que siempre aparecía a las ocho de la noche y me iniciaron en el amor a la música. Una abuela me cantaba canciones italianas y canciones de murgas y de grupos políticos que la habían entusiasmado en su infancia, hacia 1886. Otra me cantaba canciones inglesas y me contaba historias de campo inglesas, pero ambientadas en el sur argentino, con indios mansos aquerenciados en las estancias y ñandús domesticados que se comían los botones de la ropa y los broches de baquelita que usaban para colgarla en la cuerda de orear. Con papá recorrimos el centro y acompañamos las manifestaciones que celebraban la liberación de París; muy tarde –supongo que fue después de medianoche–, desayunamos café con leche y churros en la Victoria de Avenida de Mayo, colmada de gallegos republicanos que cantaban la Marsellesa por fonética. Justo cuando mis abuelas estaban perdiendo el temor a los anarquistas, a quienes, hasta entrados los años cincuenta, se seguía atribuyendo el hábito de poner bombas en las panaderías, mis padres empezaron a temer a la Alianza, que mataba a tiros. Mi padre me inculcó la iconoclasia: hacia 1946 recorriendo el centro y las estaciones de subterráneo, él prendía cigarrillos y me los iba pasando para que yo, fingiendo inocencia, le quemara los ojos y las narices en los afiches que habían pegado con fotos de Perón, Evita y del coronel Mercante. Tuve mi primera bicicleta a los cuatro años, en 1945. Mis primeros patines en 1946. Mi primer revólver –un Smith & Wesson 32 de los llamados “lechuceros”– en 1951. Ese fue el regalo de una tía y yo practicaba tiro en el pasillo del fondo de mi casa y no alcanzo a explicarme cómo no me maté. Tuve mi primer registro de conductor en 1955: era falso, pero pertenecía a una partida verdadera. Que distribuyó el intendente para los chicos de las familias que habían conspirado contra la dictadura. Tuve mi primer barco en 1956, mi primera novia en 1957, mi primer diploma –de licenciado en sociología– en 1964, mi primer hijo en 1968 y mi primer libro –de versos, pésimo– en 1978. Estudié medicina, letras, filosofía, matemáticas, canto, música, francés, inglés, alemán, rudimentos de griego y latín, y olvidé casi todo. Enseñé metodología, estadística, teorías de la comunicación, teorías de las ideologías y sociología: no aprendí casi nada. Fui publicitario, investigador de mercados, redactor, empresario, especulador de bolsa, terrorista y estafador –según advierte en mi prontuario la Policía Federal–, columnista especializado en muchísimos medios, profesor universitario y consultor de empresas. Con frecuencia imagino que soy una mujer, pero estas fantasías pronto se diluyen o desembocan en una vulgar escena de lesbianismo sádico y desazón. Estoy inhabilitado para el matrimonio: no sé de alguien que haya perdido tantas cosas, casas, muebles, ropa, discos y libros como yo. Hace veinte años que me he resignado a vivir sin biblioteca, lo que me libró de cualquier compromiso con simulacros críticos y académicos. Escribir me parece más fácil que evitar la sensación de sinsentido de hacerlo. Navegué mucho, planté unos pocos árboles y crié tres hijos. Creo que existe la menopausia masculina bajo la forma de un apego a la siesta y a los objetos que evocan la juventud del padre: la evidencia de que mis padres hayan muerto me resulta cada día menos tolerable. Pasé mis primeros veinte años nadando, remando y navegando bajo el sol del Río de la Plata: eso arruinó mi piel, cuyo envejecimiento prematuro fue una herramienta de seducción hace veinte años, y es ahora un testimonio del estado del alma que me espera. Durante diecisiete años fui objeto del psicoanálisis y eso me acostumbró a ser mal entendido. Durante más de quince años fui fumador de pipa y eso fue deformando mis maxilares hasta arrasar con mi dentadura. Por más de quince años fui cocainómano y eso alteró mis relaciones sociales y me hizo perder muchísimo tiempo. De mi obra publicada rescataría los poemas de Partes del todo, seis de los veinte relatos que figuran en Restos diurnos, Pájaros de la cabeza y Muchacha punk y la novela Los pichiciegos. En mi obra inédita hay tres cuentos, dos novelas y dos poemas que, si están a la altura de esa antología personal, serán oportunamente publicados.
Fogwill (1941-2010)
Publicado originalmente en Graciela Speranza, Primera persona (Buenos Aires, Norma, 1995). Foto: Alejandra López.
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