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La táctica de la muela de oro

NOVELA

 

Verdad, encanto y falacia en Eminencia, de Alexis Costa.

 

Más suntuoso y lento que el resto de la novela, el comienzo de Eminencia bien merece el adjetivo “intrigante”. Revisémoslo: Nueva York, 31 de diciembre de 1999. Hacia las dos de la tarde un viejo alto, raídamente atildado, achacoso pero enérgico, se baja de un autobús en la estación de Pensilvania y tira de la valija hasta un consultorio dental de la calle 47. Vende en una casa de empeño las tres muelas enfundadas en oro que se hace extraer y un reloj Omega Constellation; con parte del dinero compra una botella de champán De Méric extra brut cosecha 93. Duerme en un hotelito de Hell’s Kitchen. A las nueve menos diez de la mañana siguiente, bebiendo café en una mesa del bar Smith’s, mira caer la nevisca sobre el desierto de la Octava Avenida. En la esquina, para un taxi. Un viejo negro, erguido, de sombrero y abrigo elegante, se baja, avanza sobre los restos del festejo de la noche anterior, entra en el Smith’s y va hasta la mesa. Se abrazan con hondura; se ríen de emoción. “Somos de los que cumplen las promesas, ¿eh, Eli?”, dice el negro. “Y eso que son dieciséis años. Feliz siglo nuevo, Max.” El camarero acerca el champán. No sabe que de esos dos que ahora se aflojan, brindan e intercambian novedades, el blanco es Eli Blatt, un músico domiciliado en un anonimato tenaz, y el negro es el baterista Max Roach, un prócer de la historia del jazz. Blatt tiene 83 años. Roach, 75. Hablan de la mala salud de Dewey Redman y de la buena de Ornette Coleman. Roach le dice “Dios te bendiga, Eli”, y Blatt se queja de lo difícil que es ser ateo. Roach le habla del coro de su parroquia; Blatt dice que le gustaría inventar una afinación desigual para el piano y nota que el amigo se ha alarmado. Es que le está sangrando la boca, a Eli, y aunque lo minimiza ha palidecido y a duras penas evita que Roach se lo lleve a su casa.

En este punto el narrador irrumpe de su discreción para decir: “Esto sucedió realmente”. Él, Alexis Costa, puede asegurarlo porque es hijo del hijo que Eli Blatt hizo sin querer el año en que vivió en Argentina. Alexis sólo conocía al abuelo por las fotos de una repisa de la abuela: una figura jovial tocando el piano con músicos consignados al dorso como “Archie Shepp” o “Lee Konitz”. Hasta que un día, dice, decidió reconstruir la huidiza vida de Eli. Suponemos que fue Roach quien le contó del encuentro entre los dos la primera mañana del 2000 y algunos episodios de la gesta fantasmal que vamos a leer. “Supe que Eli Blatt había muerto porque un telegrama intempestivo nos avisó que me había legado un piano vertical, un Rössler 118 H1 de caoba. Mi padre lloró aunque no tenía de él ni un recuerdo; no lo amargaba desconocer por qué se había ido Eli de Argentina, ni presentir que su padre era una leyenda susurrada en la música de otro país. Mi abuela, como se dice, ya había callado para siempre.” El que escribe esto puede o no ser verdaderamente nieto de Eli Blatt; tampoco sabemos si Eli Blatt existió, bien que el libro incluya fotos. La crítica norteamericana ha probado que la cronología es congruente. Aunque Costa es remiso a la prensa y sólo habla de libros de otros (Cendrars, Capote, Sebald), no hay por qué dudar de que con el piano de su abuelo haya heredado documentos. Muchas incertidumbres, como se ve; claro que de la suma de todas proviene sin duda el sortilegio de Eminencia. La novela tiene algo de arrullo, pero en la obertura destacan los muy diferentes recursos que combina sin remilgos; entre otros, el de suscitar varios enigmas a la vez. De Costa el autor sólo sabemos que nació en Castelar en 1969 y que desde 2001 vive en Filadelfia. En 2005 aparecieron dos cuentos suyos en McSweeney’s, el sitio del novelista Dave Eggers. Eminencia fue publicada primero en inglés por Knopf; pero ni en esa edición ni en la argentina hay constancia de un traductor. La novela apareció en ruso, francés e italiano y ya se oye decir que Costa ha logrado lo que sólo algunos elegidos como Vonnegut o Bolaño: una suma de espesor semántico, audacia formal, nervio ético e irresistible nitidez narrativa.

Es que en su literatura hay necesidad. Eminencia cuenta la vida de Eli Blatt, un judío nacido en Lvov hacia 1915 que una madre melómana destina al piano. Pogromos, revolución, sangrías entre rojos y cosacos, la hambruna ucraniana del 21, una diáspora familiar de novela de Joseph Roth y años de conservatorio en Viena le dan una formación en las varias levaduras vanguardistas que más tarde, en el París de Stravinsky y Ravel, redundará en una aureola de ductilidad extrema; enfrascado en el cromatismo amplio de la música nueva, Eli, un chico hirsuto y devorador, hará caso omiso del mareo de la historia. Eli se siente música, no un músico, y hace la que el azar le propone porque “sólo escucha lo que le sale al paso”. En 1935 estrena un trío para vientos en Nantes. En 1936 está en cafés de Tánger tocando sus mazurkas atonales y canciones cubistas. En 1937, en Buenos Aires, da clases para pagarse la pensión y las noches de estupor en las milongas. Mínimas referencias históricas: poco importan la Década Infame, los latifundios o las luchas obreras. Cualquier ruido de la época queda reducido a una notación en la procesadora musical que resguarda la salud de Eli Blatt y absorbe a la novela. Pero a Blatt no le hace bien la música de Buenos Aires. No: al cabo de diez meses, el judío socarrón y vanguardista está tan afectado por las armonías reiteradas del tango, su 2 por 4 vascular y su rumia de la pérdida que el alma se le atasca entre la pesadumbre aplomada y la rigidez maliciosa. Los porteños son ritualistas férreos, quejosos que usan la broma como insulto. Sentado en los cabarets, Eli mira la palidez militante de los músicos, la gomina de los cantantes, y si conversa con ellos (porque son muy amables) no logra interesarlos por las nuevas formas ni en cuanto atañen al tango mismo; se pregunta (él, que ha visto el rigor brutal del fascio y la falange) por qué cuerno esos bailarines diestros cementan la sensualidad en un orden castrense. Lo aflige el bandoneón, un instrumento pesado, de octavas sin orden y jadeo geróntico. Una esclerosis en los dedos, que amenaza paralizárselos sobre el piano de alquiler, le indica que el 2 por 4 porfiado lo está parasitando. En el brillo lúgubre de las modulaciones del tango, el gentío de la ciudad se bambolea como en un aguardiente denso. Eli ve que un pianista inspiradísimo que ha conocido, Alfredo Gobbi, ha titulado una pieza ocasional nada menos que “Redención” e intuye que el tipo va a terminar psicótico. El tango es una música altamente elaborada pero de una gravedad mutiladora. Ni la imprevista pasión por una judía hija de mallorquíes reanima en Eli el instinto de componer. Su primo Benek lo llama a Bellavista, en la provincia de Corrientes. Pero la cosa empeora, cuando, después de dos meses de embeleso frente a los verdes y pardos vaporosos del Paraná, comprueba que “del portento de un paisaje polirrítmico, esa cultura terca sólo atina a extraer los sapucayes convulsos del chamamé”. Benek le habla de un hermano suyo que vive cerca de Filadelfia. Eli sabe que huye de Argentina o se consume. Un mes más tarde, desde la ventana de un entresuelo encima de una sastrería, Eli Blatt estudia los pasos de diversas etnias en una calle suburbana de Allentown, Pensilvania. Para despegarse la mortaja de argentinidad, inventa para unos alumnos el ejercicio de traducir la actividad del barrio a variaciones de acordes. Una tarde, en la calle, lo asalta una música que le da en el hipotálamo y le despierta el apetito. Viene de una vitrola. Es un saxofón que hilvana una variación tras otra a un tema medio escondido; ataques desenfadados, sutiles cambios de aliento, contrastes armónicos, trance y potencia: el aspecto festivo de una fe profunda. Y aunque esa obvia evolución de un género que fue bailable ya no se puede bailar, una señora y dos muchachos están bailando en la acera, dúctiles, elásticos, cada cual por su cuenta. Al otro día Eli está tomando café con galletas en la mesa de sus vecinos –negros– y al siguiente se pone a revisar la ciudad. En un raid de catorce semanas se empapa de los himnos de iglesia, el gospel, el blues, Armstrong, Earl Hines, el swing, Eldridge, Basie, Ellington, Lester Young, un muchacho Bud Powell y dos o tres cantantes. En una sala de baile ve en un instante diecisiete parejas que no tocan el suelo. Cada descubrimiento le transfunde más sangre nueva. Pero comprende que el jazz es la sublimación de un largo padecimiento y, para que ningún resabio de dolor vuelva a infectarlo, se lanza en pos de la invención incesante. Un día despierta convencido de que todos los hallazgos del jazz son frutos de la atención a la riqueza de las apariencias. Esta idea Costa la plasma en relato con una plasticidad sostenida. Así como antes fue síncopa tanguera (un cielo revocado de asperezas y pudor), ahora la escritura se adapta al método imitativo del héroe: uno ve a Eli obtener modulaciones impresionistas de dos chicas que saltan la cuerda; politonalidades de un cajón de fruta que cae de un camión; funk de un guaso que se rasca la entrepierna; groove e improvisación del “cuerpo sin historia que llama a cenar golpeando una sartén en la ventana, alivio, ceremonia, cerco y baldío, tarta de ciruelas, bocina del tren de anochecer que llega a la estación mientras en la esquina desierta el neón de un cartel alumbra a una pareja que se besa”. Es 1939. Eli lleva esos hallazgos a Gene’s Joint, un café de las afueras de Allentown donde recalan músicos de paso entre el Medio Oeste y Nueva York, y las presenta de lunes a jueves hacia las tres de la mañana, que es cuando le ceden el piano en las jam sessions. A lo largo de varias décadas de éxtasis, en esas noches se gestarán los diez o doce cambios más sustanciales de la historia del jazz posterior al bebop y se mantendrán confinados la celebridad de Eli y el reconocimiento de una veintena de músicos de primera. Eli toma el jazz como un campo de problemas apasionantes, la ilusión de una confluencia entre intimidad individual y entusiasmo cooperativo, mezcla de pensamiento e instinto, disidencia y brío. El jazz es la continua, inmediata decantación del pasado en un vaso con todos los elementos del presente. Las invenciones o esbozos de la procesadora musical de escenas reales que hay entre la cabeza y los dedos de Eli serán los primeros impulsos de los saltos de undécima y las fantasías en semicorcheas de Charlie Parker, de las disonancias trastabillantes de Monk, pero también la traducción a swing de las “manos bailarinas” de los percusionistas del trópico. “De no ser por ti, Eli, habría tardado veinte años en descubrir que una batería puede ser melodiosa”, ha dicho Roach al comienzo de la novela. Eli, apodado Eminence, le sugiere a Lennie Tristano que toque sobre un tema oculto, sin exponerlo ni recapitularlo, como si la música fuera llovizna. Eli le enseña a George Russell a lograr tensiones estáticas y sensaciones de inquietud callejera por medio de los modos medievales. “Eli”, cuenta Leonard Feather, “podía camuflar un blues básico en una atonalidad despiadada o improvisar en intervalos abstrusos que desquiciaban a algunos pero hoy suenan frescos como naranjas”. Eli alienta a Ornette Coleman a improvisar colectivamente sin melodía ni tempo, como diversos animales que chillan a la vez, y le regala el término armolódico. Y más: en 1953 un camionero de Tupelo, Mississippi, oye a Eli Blatt especular con que, combinando sobre una base de blues los bajos impetuosos de Fats Domino, el tono de Dean Martin y la fuerza atávica del gospel y el country, se obtendría una música arrasadora que no estaría mal llamar rock-and-roll. Eli le enseña al negrito Isa Bucko a cantar sus injurias a cappella sobre una caja de ritmos funkie. Esto y una docena más de cambios radicales induce Eli Blatt en la música del siglo XX, siempre sin hacerse notar, como simples resultantes de una rutina apacible: mirar y caminar a la mañana, ejercitarse e investigar a la tarde, tocar y experimentar de noche. Con los años Eli se vuelve medio zombie, medio santo, gordo pachorra de panza voraz y alegría desbordante. En 1997 se compra un sámpler y se entretiene componiendo “electrotangos”. Pero lo que se cuenta aquí no es una revancha. Eminencia trata de un músico que se salva de la melancolía y el rencor modificando la música del siglo XX.

Costa sigue la vida de su abuelo en series de escenas diáfanas y meditaciones interesantes. De cómo se enteró de estas cosas, si son ciertas, da indicios una lista final de agradecimientos: al crítico Gary Giddins, a Keith Jarrett (nacido en Allentown) y a otros veinte testigos; y de vez en cuando sugiere por qué el abuelo nunca escribió una línea. Ahí tenemos a Eli Blatt, por ejemplo, escuchando una pieza de Sonny Rollins: “Si el comienzo cautivaba tanto, no era por simple belleza sensual, sino porque uno sentía que para expandirlo en un solo coherente Rollins iba a sacrificar su autosuficiencia poética, la del comienzo, y desintegrarse él mismo con la pieza”. En el fondo del periplo de Eli hay una idea de entrega, de la práctica de la música como alivio “del engorro de ser alguien” –por eso se asegura bien el anonimato– y de que toda pieza, más allá del género, surge “de una corriente espontánea, impremeditada, intemporal”. Que en esa corriente hay formas, pero no división entre la música culta y la popular, es una de las muchas materias de reflexión que Eminencia ofrece al lector. Pero son realmente muchas materias; y por bien insertas que estén, y por apasionadas que sean, no consiguen no despertar suspicacias.

¿Y por qué sospechar de una novela tan buena?

En primer lugar, porque Eminencia persuade deliciosamente de que es fácil escribir sobre música, luego transmitir al lector especificidades del lenguaje musical y por fin extraer poesía efectiva de la música. No es una poesía barata la que ofrece, cierto; más bien es un precipitado de sustancias estéticas de comienzos del siglo XXI. Están por ejemplo los detalles intertextuales (así, el clarinetista vienés que perdió los labios en la guerra remite a la mujer que en La cripta de los capuchinos toca un piano sin cuerdas). Está la representación irónica (un artista que obra cambios en la música en base a datos de la realidad). Está el oportuno elogio de la no identidad como fuente de eficacia creadora. Como si fuera poco, el libro es un híbrido de montaje documental, fábula moralista y novela lírica con teorías; y si bien no alcanza la mayor hondura de un género en particular, de cada uno tiene sus virtudes. A modo de yapa, Eminencia contribuye a la valorada opinión de que, si el rock y el pop son efervescentes, nada realiza como el jazz el triunfo de la música sobre el dolor y la alianza de emoción e intelecto. Para los aficionados a las peculiaridades argentinas, otro aliciente es la historia del centroeuropeo que, mal que le pese o le importe un bledo, termina anexado a la cultura del país. Y por fin está la denigración del tango, infalible disparadora de adhesiones rápidas que, desde otro ángulo, uno intenta no leer como un elogio invertido. Porque no es con el narcisismo de la tristeza ni con el erotismo agarrotado con lo que vale la pena seguir ensañándose, lo sabemos; es con la pasmosa incapacidad del tango para acordar su tradición con la ciudad de hoy.

Si aisladamente, cada uno de estos puntos podría ser una debilidad, la fusión de todos da a Eminencia su esplendor. Un esplendor, la verdad, casi ofensivo. ¿Qué ha pasado ahí? De acuerdo: el gran reto del narrador contemporáneo es renunciar a las elegantes, difundidas monotonías de la novela internacional sin extinguirse en una experimentación forzada. Pero consterna un poco que la vía de una estética inalienada tenga que resultar en tamaño aparato. Travesura o malicia estética, Eminencia cumple con demasiados requisitos. No hay por qué ver en el libro un cálculo. Evitemos concluir, por ahora, que una fábula conceptual pueda seducir tanto como el realismo mágico. El caso es que, tal vez con el plausible programa de superar las repeticiones, Costa escribió una novela de una sofisticación y un equilibrio como fraguados para ser inatacables. Uno de los libros más fastidiosos de los últimos tiempos.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Alicia Mihai Gazcue, Erastóstenes (2001), p. 21; Respirar (2001), p. 22.

Lecturas. Muchas de las ideas que en la novela de Costa aparecen como ocurrencias de Eli Blatt aparecen en los libros canónicos de historia del jazz, pero se las encuentra representadas en acción en Leonard Feather, The Passion for Jazz (Nueva York, Da Capo Press, 1980); y expuestas, analizadas y discutidas en Gary Giddins, Visions of Jazz (Oxford University Press, 2001). La relación del jazz con sus circunstancias se percibe muy bien en Jazz, el documental de Ken Burns en diez capítulos de dos horas, PBS, www.pbs.org. Eminencia fue publicada por Lavanda Editor, Buenos Aires, 2007.

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