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Más allá de Dostoievski

NOVELA

 

Gian Carlo Spallanzani, Idiota, Milán, Mondadori Editore.

 

He aquí que los italianos tienen un escritor joven, de los que tanta falta nos hacían: un escritor que habla en voz alta. Yo temía que a los jóvenes se les iba a contagiar el criptonihilismo de los expertos en la materia, que proclaman incansables que toda la literatura ya ha sido escrita, y que ahora sólo cabe recoger migajas de la mesa de los maestros de antaño, migajas llamadas mitos o arquetipos. Esos profetas de la esterilidad inventiva (¡nada nuevo bajo el sol!) pregonan sus teorías no con resignación, sino con una especie de satisfacción morbosa, como si la visión de los siglos vacíos y yermos, ansiosos de la reaparición del Arte, los colmara de complacencia. Si lo hacen así, es porque reprochan al mundo actual su auge técnico, cuyas consecuencias catastróficas esperan con una alegría procaz, igual que las viejas tías solteronas esperan el fracaso de un matrimonio contraído “a la ligera” por amor. Por consiguiente, tenemos ahora unos escritores orfebres (Italo Calvino, por ejemplo, recuerda más a Benvenuto Cellini que a Miguel Ángel) y naturalistas que, avergonzados de serlo, fingen escribir cosas distintas de lo que les es propio (Alberto Moravia); pero carecemos totalmente de gente audaz. Claro, no es fácil encontrarlos allí donde cualquiera puede presumir de valiente con sólo dejarse invadir la jeta por una barbaza de bandido.

El joven prosista Gian Carlo Spallanzani es audaz. Audaz con insolencia. Le gusta hacernos creer que se toma en serio las opiniones de los expertos para cubrirlos de ridículo después. Su Idiota no sólo en el título evoca la novela de Dostoievski: el entronque es mucho más profundo. No sé si a los demás les pasa lo mismo, pero a mí me es mucho más fácil escribir sobre un libro si conozco la cara del autor. Spallanzani no resulta simpático en la foto: un semblante joven, de frente baja y ojos abotargados, pequeños y negros, de mirada malévola; el mentón, minúsculo, es inquietante de tan huidizo. ¿Un enfant terrible, un villano cruel y avieso, o un hombre veraz en la piel de un inocentón? No encuentro una definición justa, pero me quedo con la impresión de la primera lectura del Idiota: la perfidia elevada a esta potencia constituye ya una clase por sí misma. ¿Escribe bajo seudónimo? El gran Spallanzani histórico practicaba la vivisección: el nuestro la practica también. Es difícil creer que la identidad de apellidos se deba a la mera casualidad. El joven autor demostró una gran impertinencia al proveer a su Idiota de un prólogo en el cual explica con una sinceridad aparente por qué había abandonado su primer proyecto, el de escribir por segunda vez Crimen y castigo bajo el título de Sonia, una historia relatada en primera persona por la hija de Marmeladov.

Su descaro nos hace una cierta gracia cuando nos enteramos de que renunció a su idea de escribir Sonia para no perjudicar el libro original. Aun a pesar suyo (es lo que dice), hubiera tenido que deteriorar la estatua de dignidad en la cual Dostoievski convirtió a su angelical prostituta. En Crimen y castigo Sonia aparece periódicamente porque es la “tercera persona”; la narración hecha en primera exigiría su presencia constante, incluso durante sus ocupaciones profesionales. Y su profesión afecta al alma más que ninguna otra. El axioma de su virginidad espiritual, inmaculada a pesar de las experiencias de la débil carne, quedaría un tanto mermado. Después de toda esta argumentación, por cierto bastante complicada, el autor no hace ninguna aclaración acerca de la cuestión principal: la de su Idiota. Aquí ya asoman los signos de su perfidia: hizo lo que se proponía poniéndonos sobre una pista general, pero se abstuvo con todo descaro de mencionar siquiera la necesidad espiritual, el imperativo que lo había obligado a afrontar un tema desarrollado por Dostoievski.

La historia, realista y concreta, al principio da la impresión de estar establecida a un nivel bastante bajo. Un matrimonio corriente, uno entre tantos, ni rico ni pobre, gente honrada y respetable, pero desprovista de toda espiritualidad, tiene un hijo subnormal. En su primera infancia, la criatura era encantadora y graciosa como todos los bebés; el recuerdo de sus primeras palabras, de aquellas frasecitas involuntariamente articuladas en el primer grado de la iniciación en el arte de hablar, está vivo en el relicario amoroso de la memoria de los padres. Aquellas dulces ingenuidades, recordadas en medio de la pesadilla del estado actual del niño, marcan la amplitud de la diferencia entre lo que este hubiera podido ser y lo que es.

El niño es un idiota. La vida con él, los cuidados que se le prodigan, es un tormento, tanto más cruel por cuanto es grande el amor que los dicta. El padre le lleva a la madre casi veinte años; hay matrimonios que en una situación análoga prueban una vez más; aquí no se sabe qué es lo que impide este intento: la fisiología o la psicología. Lo más probable es que se abstienen por amor. En las condiciones normales, el amor al hijo nunca podría ser tan absoluto. Un hijo idiota, por el mero hecho de serlo, confiere una especie de genialidad a sus padres. Los perfecciona en la misma medida en la cual él carece de normalidad. Esta observación hubiera podido constituir el sentido y el leitmotiv de la novela, pero no es más que una premisa.

En sus contactos con la gente que los rodea –parientes, médicos, abogados– el padre y la madre se comportan como personas normales, profundamente preocupados pero dueños de sí mismos: su situación dura desde hace tantos años, que tuvieron tiempo de aprender a dominarse. La época de desesperos, esperanzas, viajes a varios países para ver a los mejores especialistas de la medicina, pertenece al pasado. Los padres del niño comprendieron finalmente que se trataba de un caso incurable y dejaron de hacerse ilusiones. Ahora, si ven a los médicos y a los juristas es para preparar al idiota un modus vivendi aceptable para el futuro, cuando ya no estén a su lado sus tutores naturales. Hay que nombrar a un albacea testamentario y preservar los bienes de cualquier riesgo. Es un trabajo lento y nada fácil, si se hace con reflexión y responsabilidad, aburrido y necesario; así lo ven ellos y así lo hacen. Pero, cuando vuelven a casa, cuando se quedan solos los tres, la situación cambia radicalmente, como un escenario vacío cuando entran los actores. Sí, pero ¿dónde está el escenario? Ya lo veremos más tarde. Sin ponerse previamente de acuerdo, sin una palabra de connivencia –lo que hubiera sido imposible por motivos psicológicos– los padres han elaborado en el transcurso de los años un sistema interpretativo de las actitudes del idiota que les confiere sensatez, siempre y por completo.

Spallanzani halló el origen de este proceder en una norma general. Bien es sabido que los familiares embelesados por una criatura que ya sabe articular algunas palabras recuerdan y realzan exageradamente sus reacciones y dichos, encontrando un sentido intencional en una ecolalia irreflexiva, y viendo inteligencia e incluso agudeza en un balbuceo casi incomprensible. El misterio de la psique infantil facilita una gran libertad a los observadores, sobre todo si los obnubila el afecto. De esta misma manera debió empezar en su tiempo la interpretación del comportamiento del idiota. Es de suponer que los padres ponían todo su afán en descubrir los síntomas del desarrollo del niño, de su modo de hablar cada vez mejor y más claro, y de la bondad de su carácter, cada vez más manifiesta y enternecedora. Lo llamo “niño”, pero cuando empieza la acción, el chico tiene ya 14 años. ¿Qué sistema de desinterpretación, qué subterfugios, qué explicaciones rayanas en la locura y la ridiculez hay que movilizar para salvar una ficción desmentida a cada momento por la realidad? Pues bien, resulta que la cosa es factible; en esto, precisamente, consiste el sacrificio de los padres por el hijo idiota.

En primer lugar, debe haber un aislamiento perfecto: el mundo no le dará nada ni le ayudará, por tanto no lo necesita; sí, él no necesita al mundo ni el mundo a él. Los únicos intérpretes de su comportamiento deben ser unos iniciados: el padre y la madre; así podrán operarse todas las transfiguraciones precisas. No sabremos nunca si el idiota mató, o remató, a su abuela enferma, pero podemos hacer una composición de lugar: la abuela no creía en él (es decir, en la versión de él creada por los padres, aunque, por otra parte, no vemos claro hasta qué punto el idiota podía darse cuenta de esta “falta de fe”); tenía asma; sus toses y estertores traspasaban incluso las puertas tapizadas de moqueta; él no podía dormir durante las crisis agudas; esto lo ponía furioso; lo encuentran durmiendo tranquilamente en el dormitorio de la difunta, debajo de la cama en la cual se estaba enfriando el cadáver.

El chico es trasladado a su habitación antes de que el padre se ocupe de su propia madre. ¿Sospecha algo? No lo sabremos. Los padres no tocarán nunca este tema: hay cosas que hacen sin llamarlas por su nombre. Intuyendo que toda improvisación tiene límites, cuando se ven obligados a emprender “aquellas cosas”, en vez de hablar, cantan. Mientras cumplen con lo imprescindible, se conducen como un papá y una mamá que cantan nanas (si es de noche), o viejas canciones de su infancia, si su intervención es necesaria durante el día. Para ellos, el canto es un desconectador del intelecto más eficaz que el silencio. Lo oímos al principio del libro, mejor dicho, lo oyen las criadas y el jardinero. “Una canción triste”, comenta este último. Mucho más tarde empezamos a adivinar a qué actos macabros debía de haber acompañado aquella triste canción que sonó temprano por la mañana, en el momento del hallazgo del cadáver. ¡Una nobleza de sentimientos verdaderamente infernal!

La conducta del idiota es odiosa, llena de una inventiva malévola, propia, a veces, de los seres infranormales que saben ser astutos, lo que estimula todavía más a los padres, obligándolos a estar a la altura de cualquier circunstancia. En contadas ocasiones, las palabras del matrimonio se ajustan a sus acciones, pero, cuando al hacer una cosa hablan de otra, el efecto es de lo más estrambótico. A una inventiva cretinoide se contrapone y la frena la de ellos, siempre alerta y devota, amorosa y llena de entrega, y el abismo que las separa convierte esos actos penetrados de espíritu de sacrificio en una pesadilla. Pero los padres ya no lo ven: ¡viven así desde hace tantos años! Ante cada nueva sorpresa (es un eufemismo, ya que el idiota no les ahorra nada), ambos sienten una acometida instantánea del terror (que el lector comparte con ellos), sobresaltados por la atroz idea de que aquello podría destrozar no sólo el momento actual, sino todo el edificio que han erigido con tanto celo durante meses y años.

No obstante, es un temor infundado: en un reflejo rápido, el padre y la madre, después de mirarse, intercambian unas observaciones lacónicas en el tono de una conversación banal, empezando a enfrentarse con su nueva carga y a hacerla caber en el sistema que habían creado. Hay en esas escenas, gracias, naturalmente, a su acertada psicología, una mezcla sobrecogedora de humor negro y de una sublimidad excepcional. ¡A qué palabras se atreven a recurrir cuando ya no pueden evitar poner al idiota “la camisita”! ¡Cuando no saben cómo quitarle la navaja de afeitar, o cuando la madre salta de la bañera, atranca la puerta del cuarto de baño y luego, después de haber provocado un cortocircuito en toda la casa, deshace la barricada de muebles a ciegas, en medio de las tinieblas, ya que la presencia de aquella hubiera sido más comprometedora para la “versión oficial” del niño que un fallo en la instalación eléctrica! ¡Y cuando la mujer, de pie en el pasillo oscuro, chorreando agua y envuelta en una gruesa alfombra (a causa de la navaja, se supone), espera el retorno del marido! La escena, resumida brevemente y aislada de su contexto, puede parecernos torpe, desquiciada e inverosímil. Los padres actúan de este modo porque saben que no hay interpretación capaz de reducir esta clase de incidentes a la norma. Por tanto, ellos mismos traspasan las fronteras de la normalidad con facilidad e inconsciencia, entrando en una zona inaccesible a las personas corrientes, cuyo mundo se limita a cocinas y despachos. Y no se trata de la zona de la locura, nada de eso. No es cierto que todos puedan volverse locos; en cambio, todos son capaces de tener fe. Para que su familia no lleve el estigma de la deshonra, el padre y la madre del idiota la convierten en una familia santa.

Esta última palabra no figura en el libro. Tampoco la fe de los padres (porque tenemos que llamar así su sentimiento) les exige que consideren al hijo un dios o una divinidad. Creen solamente que es distinto de los demás seres, único en su especie, sin un parecido con otros niños y muchachos. Esta disimilitud hace que lo tengan por verdaderamente suyo, irrevocablemente amado y único. ¿Un absurdo? Lean ustedes mismos Idiota; verán que la fe es algo más que una capacidad metafísica del intelecto. Toda la sustancia de la situación está tan enraizada en lo drástico, que sólo el absurdo de la fe puede salvarla de la condenación, es decir, en este caso, de la nomenclatura psicopatológica. Si los psiquiatras toman a los santos por paranoicos, ¿por qué ha de excluirse la acción inversa? ¿Idiota? La palabra aparece en el texto sólo cuando los padres se encuentran entre otras personas. En tal caso, hablan del niño en el lenguaje de los demás: médicos, abogados, parientes; pero en su fuero interno saben otra cosa. Y entonces mienten a aquella gente. Mienten porque su fe carece de todo afán de proselitismo y, por tanto, de agresividad, imprescindible para la conversión de los paganos. El padre y la madre son demasiado cuerdos para creer un solo instante en la posibilidad de esta conversión, que, además, no les interesa: no es el mundo entero lo que debe salvarse, sino tres personas. Mientras ellas vivan, su iglesia existirá. Aquí no entra en juego ni la vergüenza ni el prestigio, ni la locura de una pareja ya no joven, la llamada folie à deux. Se trata tan sólo del triunfo de un amor temporal, vivido por momentos en una casa con calefacción central, y cuya esencia se resume en la frase: credo, quia absurdum est. Si esto es enajenación, debe equipararse con ella toda la fe del mundo.

Spallanzani anda todo el tiempo en la cuerda floja, ya que el mayor peligro que amenazaba a su novela era el de caricaturar a la Sagrada Familia. ¿El padre es viejo? Aquí tenemos a José. ¿La madre, mucho más joven? Es María. Entonces, el niño…Yo creo que si Dostoievski no hubiera escrito su Idiota, esta orientación de la alegoría nunca se hubiese manifestado o, en todo caso, tan atenuada que muy pocos la hubiesen percibido. Spallanzani no tiene nada en absoluto contra los Evangelios, ni tampoco se propone ofender a la Sagrada Familia. Pero si, a pesar de todo, aparece ese rebote del significado del texto (que no es fácil de eliminar completamente), toda la “culpa” recae exclusivamente sobre Dostoievski y su Idiota. ¡Sí, es innegable! ¡La carga destructiva de la obra ha sido concentrada y apuntada sólo contra el genial escritor! ¡Él es el único objetivo del ataque! El enlace, el punto de transmisión, es el príncipe Mishkin, un santo epiléptico, un jovencito ascético y menospreciado, un Jesús con estigmas del “grand mal. El idiota de Spallanzani nos lo recuerda a veces ¡por la inversión de los signos! Es como una variante suya en loco. ¡Qué bien nos podemos imaginar su parecido cuando, en la época de la pubertad del pálido Mishkin, las crisis epilépticas con su aura mística y sus espasmos bestiales devastan por primera vez la angelical inocencia del muchacho! ¿El pequeño es un cretino? Sí, totalmente, pero hay momentos en que su anormalidad adquiere rasgos sublimes; por ejemplo, cuando ebrio de música rompe el disco e intenta devorarlo junto con la sangre de su mano herida. ¿No es acaso una forma –o prueba– de transubstanciación? Su embotada conciencia debió haber captado algo de la belleza de Bach, si lo quiso comer para convertirlo en parte de sí mismo.

Si los padres hubieran confiado todo el problema al Dios institucional, o si hubieran creado sencillamente un sucedáneo de religión limitado a tres personas, una secta con el subnormal en el papel de Dios, su fracaso hubiese sido seguro e inevitable. Pero ellos no dejan ni por un momento de ser unos padres corrientes, literales y maltrechos que nunca tuvieron la menor pretensión de sacralizar su situación ni emprender nada que no fuera inmediata y materialmente indispensable. De hecho, pues, no construyeron ningún sistema: es el sistema el que, a través de las circunstancias, se les manifestó y se les impuso, sin que ellos lo hubieran deseado, planeado o preconcebido. No han sido objeto de ninguna revelación sobrenatural y su soledad ha sido y es absoluta. Su amor es terrenal y sólo terrenal. Hemos perdido la costumbre de ver la fuerza y grandeza del amor en la literatura, que, influida por el cinismo, con su vieja espalda destrozada por las palizas de las doctrinas psicoanalíticas, se volvió ciega a lo que antes era su alimento y fue la inspiración del arte clásico.

Esta cruel novela nos habla, en primer lugar, de la ilimitada capacidad de compensación, y por tanto de creación, que pueden demostrar cualquier hombre y cualquier mujer, si el destino los enfrenta con el tormento de una tarea que lo exige. Luego, de las formas que el amor es capaz de revestir, si carece de toda esperanza, si alcanza el fondo de la desesperación, sin abandonar, a pesar de todo, su objeto. En este contexto, las palabras “credo quia absurdum” son el equivalente temporal de “finis vitae, sed non amoris. Es una novela que, yendo más allá de la tragedia de un padre y de una madre, se convierte en un estudio antropológico, para enseñarnos cómo se origina en unos mecanismos microscópicos la intencionalidad pura de crear un mundo dándole un nombre, dejando lejos la trascendencia en estado puro. El autor nos propone la tesis de la posibilidad de la transformación del mundo con toda su deshonra y fealdad, resumiendo su teoría en el significado de estas dos palabras: “metamorfosis” y “transfiguración”. Si no supiéramos transformar la monstruosidad en el correlativo de lo angelical, no podríamos continuar viviendo: este es el tema del libro. La fe en la trascendencia no es imprescindible para que accedamos a la gracia (o al tormento) de la teodicea, ya que no es el conocimiento del estado de las cosas, sino la capacidad de transformarlas, lo que constituye la libertad humana. Si la suprema libertad de la alienación por el amor no es la libertad verdadera, no hay ni puede haber otra. El Idiota de Spallanzani no es una alegoría hermafrodita del mito cristiano, sino una heterodoxia atea. Spallanzani, al igual que un psicólogo que hace experimentos con las ratas, somete a sus héroes a una experimentación encaminada a comprobar su hipótesis antropológica. El segundo propósito del libro es atacar a Dostoievski, como si este viviera y escribiera en el momento actual. Spallanzani escribió su Idiota para demostrar a Dostoievski la imperfección de su herejía. No puedo decir que este atentado haya sido coronado por el éxito, pero comprendo la intención: se trata de salir del círculo vicioso de una problemática en la cual el gran ruso había encerrado su época y la siguiente. Se trata del hecho de que el arte no puede vivir siempre de cara al pasado ni contentarse con proezas de equilibrista; hacen falta nuevos ojos, nuevas miradas y, sobre todo, nuevas ideas. No olvidemos que Idiota es el primer libro del joven autor. Esperaré la siguiente novela de Spallanzani con impaciencia. Como no he esperado ninguna otra.

 

Traducción de Jadwiga Maurizio

 

Imágenes [en la edición impresa]. Alicia Mihai Gazcue, Heladera (2005), p. 61; Otras negociaciones (2005), p. 62.

Stanislaw Lem nació en Lvov en 1921 y murió en Cracovia en 2006. Durante la ocupación de Polonia por los nazis interrumpió los estudios de Medicina y trabajó como mecánico y soldador en una fábrica de automóviles. Su familia, católica de ascendencia judía, escapó del Holocausto casi por azar. Después de la guerra Lem se recibió de médico y en 1951 publicó su primera novela, Los astronautas. Desde entonces publicó treinta libros que hicieron de él el autor de ficción especulativa más leído del mundo. Su novela Solaris fue llevada al cine por Andrei Tarkovski y Ciberíada fue adaptada para la televisión polaca. Lem no sólo escribió historias inigualadas sobre el contacto entre los humanos y formas de inteligencia insospechadas, sino además sobre el futuro tecnológico y sobre las diversas formas de la existencia derivada. Aparte de esto, Lem puede medirse con Borges en la práctica del ensayo sobre apócrifos. Fue miembro fundador de la Sociedad Polaca de Astronáutica e investigador en matemática, cibernética y filosofía. Desde 1973 hasta su muerte enseñó literatura polaca en la Universidad de Cracovia.

Lecturas. Salvo Solaris, que la editorial Minotauro reedita a veces, las principales obras de Lem traducidas al español se encuentran sobre todo en librerías de viejo. Entre otras: La fiebre del heno, Un valor imaginario, Ciberíada (todos en Bruguera), Diario de las estrellas (Edhasa) y El invencible (Minotauro). El texto que Otra Parte reproduce como homenaje pertenece a Vacío perfecto (Barcelona, Ediciones B, 1988), un volumen de reseñas sobre libros inexistentes.

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