Inicio » Edición Impresa » MÚSICA » El cisne negro del nuevo cancionismo serial

El cisne negro del nuevo cancionismo serial

MÚSICA

 

Gabo Ferro, La aguja tras la máscara, Oui Oui Records, 2011.

 

“Hay cosas que no deberíamos aplaudir”. El último clap implota en fade out, allá solito, apenas se oye el consejo del cantautor Gabo Ferro. Es una noche de frío primaveral (29/9/2011), en el Espacio Ecléctico de San Telmo. Con este concierto Ferro cierra el repaso en vivo de su obra, desde el comienzo en 2005 hasta hoy, antes de publicar en octubre su sexto disco solista, La aguja tras la máscara. Había anunciado “No te mires en el agua” (si mal no recuerdo) como una canción acerca de “una falla grande” en las relaciones humanas –los celos–, confesando de paso que muchas veces “pifia” en ciertas secciones, pero que, aun así, la dejó registrada tal cual, sin corregir. Sabemos que es un obsesivo del “audio vérité”, del “registro vivo” sin toqueteos en estudio (odia el autotune, claro). Definió su debut como “disco documental grabado en vivo en estudio”. Y dijo que, en su CD Amar, temer, partir, cada canción busca ser el reflejo de un estado de ánimo: se autodefinió en este caso como su propio “fotoperiodista”.

Entonces, ¿qué aplaudimos mal? Si es una canción linda sobre un sentimiento feo, ¿cómo no celebrarla? Es que un tema sobre los celos realmente afectivo y efectivo debería re-presentarlos, traerlos aquí y ahora para que, enfrentados a ellos, dejemos de aplaudirlos, conjurándolos para siempre. Si tal canción es la foto de una emoción traumática, ¿cómo no se va a repetir el “pifie”, visto que el dolor se reencarna? “Cuando toco canciones, elijo sólo los temas que son menos costosos afectivamente para mí […]. Entonces hay temas que no hago porque corro el riesgo de no poder terminarlos, donde positivamente sé que voy a terminar llorando”, le explicó al periodista Martín Graziano en Cancionistas del Río de la Plata. Y a Gabo no le gusta que lo vean lagrimear. Pero ¿por qué no llora un poco?

En su lírica y su impulso, el álbum Boca arriba (2009) invitaba o compelía a dejar de guardar cosas no dichas (“Por qué no llorás un poco”), a no esconderse más y salir “ahí afuera” (“Hay una guerra”). Soltar (sacar de adentro) y saltar (salir afuera) son las acciones que promueve ahora La aguja tras la máscara. El track dos se llama “Soltá”, directamente. Esta vez, a diferencia de Boca arriba, los imperativos llevan la segunda persona adentro, cual superyó de autoayuda: como lo exhibe el embrague “Voy a”, se erige una voluntad que intenta superar contrariedades. Según anuncia la gacetilla, las doce canciones fueron “zurcidas con el material de la tristeza, pero no para quedarse en ella –clásico gesto de la melancolía– sino para mirarla, reconocerla y salirse”. Lo que te da terror, entonces, va hilvanando imperativos entonados a toda dulzura –“Tocá, no te escapes, volvé”–, pero es en la orden “¡Soltá el dolor!” donde se define una épica del paroxismo que Gabo tuvo de su parte desde sus días en el grupo Porco, y que hoy ya es mandato de catarsis por decreto propio.

¿Gabo como la versión queer de la estética del desgarro y la visceralidad de un Palo Pandolfo? En las tapas de sus CD a partir de Mañana no debe seguir siendo esto, sus retratos –fotografías o caricaturas, ver el doble Piratas de 2008– suman signos que redondean un imaginario de “pasión” con menos ironía de lo que podría suponerse: gesto de arrebato, como de un pescado rabioso (2007), desnudez, pilosidad y llamitas (dibujadas) de un cuerpo fogueado en pose fogón (con guitarra acústica). Esta vez, en La aguja tras la máscara, tapa y contratapa muestran a una bailarina clásica, haciendo juego con la Natalie Portman del afiche y el CD de Black Swan. Este thriller psicológico de Darren Aronofsky podría resumir la moraleja que contiene (bajo la apariencia de bello perfeccionismo se esconden el sufrimiento y la locura) en los dos términos quirúrgicos elegidos por Gabo para su disección de la melancolía: máscara y aguja. Expandiendo la cajita del CD, vemos a Gabo multiplicándose, con torso al aire y ojos delineados, congelado por la cámara en contorsiones que poco tienen de danza clásica, y mucho más de buitre que de cisne. Nada mejor que una bailarina de pelo tenso, en puntas de pie y con tutú como contraste a la imagen que Gabo fue ofreciendo en sus discos desde 2007.

El título que dispone una cosa (la aguja) detrás de otra (la máscara) nos remite a una idea basal del Ferro historiador, quien detecta en la Historia de los Hombres un Lado A luminoso, el de la Civilización, y un Lado B oscuro, el de la Barbarie o de los “degenerados” que son excluidos en hospitales, asilos y cárceles. Ferro representaría a un historiador invertido, dispuesto a dar vuelta los valores, demostrando que “el sueño del monstruo produce la razón”. En su papel de cantautor, se embandera del lado de la anormalidad y la “des-generación”: se niega a estabilizarse en la sensibilidad convencional de un género sexual (Costurera Carpintero se llama su sello, cuyo isotipo es una mano de martillero Carpani con dedal), y a encerrar su música en tal género popular o culto. “¡Yo quiero ser todo! No tenemos que apuntar a ser lo que la ‘normalidad’ –en cuanto a ‘norma’– quiere que seamos todos”, le vociferó a Graziano.

Gabo es consciente de que en vivo puede alentar epifanías. A mediados de los noventa convoqué a su banda Porco para que hiciera un show unplugged en el Goethe. Nunca olvidaré su performance. Lo que recuerdo es un momento de pleno devenir. Arriba, una cabellera lisa y suelta flameando como látigos juntos; abajo, una silla que cambiaba de lugar suspendiendo sus patas: si el dueño de esa voz mutante domaba una bestia, era sólo visible para él. Esa “cosa” teatral, de cuerpo entero justo en la frontera del amenazante accionismo y el efectivo histrionismo, no volví a experimentarla en los shows de Gabo solista. Hoy tampoco. Hoy se ratifica su nueva postura de cantante folk: luz cenital, silla, acústica y micrófono. Sin embargo, cuando lo veo, no veo a un cantautor, alguien que simplemente actualiza lo que alguna vez compuso. Es un intérprete de sus propias canciones. Un canta-actor, cuyo teatro radica en la voz.

Ese estatismo “folk” del cuerpo sentado se contrapone a sus flujos y sus alas vocales. Conviven en él, Apolo con su lira y Dionisio, cantando. Me gusta que Gabo hable del “elenco de intenciones” que pone en escena su cantar. “La palabra en la voz cantada tiene un elenco de intenciones muy rico que puede operar hasta sobre su mismo significado… Creo que deberíamos recuperar el asombro sobre lo extravagante de la enunciación cantada”, le dijo a la revista Inalámbrica en 2007.

Dice que cantando se vuelve médium. No es un ateo de la voz: siente algo divino ahí, algo que supera su control. La meta es cuidar esa extravagancia de la enunciación cantada, porque si no, “la tierra se seca / de tanta voz que va quedando en palabra”. Lejos del silabeo esquizo que impusieron las Björks y las Shakiras de este mundo, en piezas como “Ahí va tu cuerpo al fuego” o la excepcional “Nube y cielo”, casi (casi) entra en trance chamánico. Entonces el meme trovador del primer Miguel Abuelo (“Oye niño” cifra la carrera de Ferro) se redescubre en la garganta de un Tim Buckley (sin training de jazz) que imita sirenas. Cuando se aleja del micrófono corrugando las facciones, apretando los ojos (cuando su fisonomía desdibuja al mapache esquimal y vemos a un Lautaro Murúa escala hobbit), sabemos que algo duele.

En Boca arriba (2009), figuraban “A algún puerto del Mar Muerto” y “Con su perfume y su olor”, canciones que ayudan a definir una estética en tres palabras: dolor, olor y flor. La cuestión sería la contrariedad entre la belleza de la expresión (la flor) y aquello demasiado real y cercano (el olor, el dolor), vale decir, la aguja tras la máscara. “¡Ay, si el dolor fuera una flor!”, lanza en esa especie de charleston up que es “Mar Muerto”, insinuando un conjuro del duelo que, ahora en 2011, ya se quiere olvido final y cicatriz definitiva. El dúo de fonemas “or” (la vocal tan abierta como cerrada, la consonante más sonante y vibrante) plantea un desafío en la interpretación para quien sabe que cantar el dolor acaso lleve a reactivarlo, todo un peligro en el nivel emocional. Entonces, ¿cómo se grita el consejo “Soltá el dolor”? En “Soltá”, hay cuatro entonaciones de “dolor” coincidiendo con la cadencia: mientras en la primera se oye “dolouooorr”, la última cierra la canción: queda a cappella un “dolooouuuhhh” del que se suelta un largo “Uh” de aullido licantrópico, y la “r” se desvanece en aire de exhalación. ¿Habrá logrado así soltar el dolor? Por lo menos, la desgarradora “r” se disolvió…

Aunque Gabo confíe en el artesanado compositivo que lo hace juglar con el verso (en ocasiones, a riesgo de incurrir en mera retórica de cancionero folclórico), puede animarse a desarticular la sintaxis en alguna interjección. Lo logró en la onomatopéyica “Beso el beso” (2006) –“Y ahí voy, ay ay ay ay”–, un tema sobre la necesidad de reencarnar el verbo, de ponerles otra vez la lengua al beso y a las palabras. Este año, vuelve a la expresión mínima del dolor y al disloque gramatical en sólo un verso genial: “Si hay ayer, si hay recuerdos / Si hay de haber o ay de doler”.

Pues bien, esos mínimos detalles de lo “extravagante de la enunciación cantada” redimen a Gabo de los tics del nuevo “cancionismo rioplatense”, con su fetichismo de la canción bien arregladita, apenas templada, melancóolica y uruguayoide, donde se lo busca recluir. Nadie como él hace de la dialéctica entre canción (como canto, como enunciación) y tema (como cuento, como enunciado) un biodrama. Entre la interpretación y la autoría, entre la performance y la dramaturgia, se juega una alienación que hoy en La aguja tras la máscara está tematizada más a fondo que nunca. Después de que la voz enajene (“¿De dónde sale tu voz? ¿De tu boca o tu bozal? / ¿De quién es lo que decís y de quién lo que cantás?”), y cuando el “Yo” ya no se cura más de Spaltung (“Una cosa soy yo y otra el que está ahí”, “Me fui dejándome a mí en un lugar conocido / Parezco pero no soy / yo estoy ido”), le oímos preguntar: “¿Qué me queda de mí si me salgo de mí?”. Así que eso de soltarse y saltarse no era tan simple… La “m” se alitera (me fui dejándome a mí), se aferra al pronombre más próximo, sin soltar así nomás la lengua materna (¿no empezó todo con un “Mi mamá me mima” acaso?), negándose a abrir los labios. Aún hoy sus fans esperamos ese salto de su voz, como ante un clavadista que extiende los brazos. ¿Por qué no vuela con semejantes alas? ¿Y por qué “Semejantes alas” (2011) suena a déjà-écouté, a “Ahí va tu cuerpo al fuego” (2008)? ¿Alguna vez se liberará esa voz de la jaula de la canción? ¿O su atractivo siempre radicará en la inminencia del grito, esa que va afilando las cornisas de una canción que oímos de lo más métrica, antropológica y apolínea posible?

En la página 18 de Cancionistas del Río de la Plata, se lee: “Había que trabajar sobre eso: dejar de mirarse el ombligo y empezar a contar las historias del siglo nuevo para abrir la brecha”. Hoy Gabo abre la brecha al revés: en el colmo de sus “monólogos del ombligo”, se enfrenta a una especie de metanarcisismo que supone reflexionar sobre la ajenidad del propio reflejo (“La pasión del espejo”), Lezama lo permita. En estas circunstancias la comunicación se pone en crisis, no logra contar ninguna historia en común (“No te puedo contar las cosas que yo vi / No puedo transferirte mi reflejo”). ¿Cuál es la interioridad que soy, y quién es el otro? ¿De qué me suelto y adónde salto, cómo cantarte lo que no te puedo contar? Esa es la cuestión. ¿Será que Gabo está a años luz de los mandatos cancioneros del siglo nuevo rioplatense? ¿Será que ya pasó a la “otra escena”?

Me niego a incluir a Gabo Ferro en la “escena” que Cancionistas del Río de la Plata, el libro de Graziano, pretende definir (Lisandro Aristimuño, Pablo Dacal, Nacho Rodríguez-Onda Vaga, Los Campos Magnéticos, Manuel Onís, Alvy Singer, Juan Jacinto, Lucio Mantel, Juanito el Cantor, y otros). Aun cuando comparta tics ideológicos con ellos (sobre todo, la autoindulgencia a la hora de editar, bajo excusa de estar en contra del Mercado, la exhibición precoz de una fórmula y una redundancia detrás de la máscara del creador prolífico, peligros estos dos del cancionismo serial).

Así que si no lo dejo ahí solo, con su intensidad y su tensión que poco tienen de “templada” y “media” (el “subtropicalismo melancólico” de los Drexler y los Johansen), como excepción a todo, opto por analizarlo cerca de dos cantautores de su misma generación que ya han legado piezas inoxidables al cancionero de rock, con calidad poética y todo (y sin caer en lo “popular letrado”): Palo Pandolfo y Rosario Bléfari. O, mejor, para iluminar zonas aún oscuras de su obra (lo mismo habría que hacer con Aristimuño para valorarlo con justeza), lo voy arrimando a los solistas que consideran la canción como una forma tan maleable que no necesita ser respetada como un tótem; que es materia de experimento.

Una escuela que cuestiona sus recursos, que puede orbitar alrededor de Daniel Melero (Diosque, Shaman, Félix y los Clavos), o sentir su aporte ya incorporado naturalmente en sendas obras (con mediadores como María Fernanda Aldana y Esteban Castell): como sucede con Aldo Benítez, Florencia Ruiz, el último Coiffeur o incluso Francisco Garamona cuando compone con niños. La tracción electroacústica en trance de mantra de Juana Molina y sus “hermanos” (Axel Krygier, Alejandro Franov). La máquina de hacer pop con ritmo de blog para una FM utópica que es Lucas Martí. Las fricciones entre poesía y música de cámara de Ulises Conti y Lola Arias. Artistas, digamos, excluidos del libro de Graziano, que prefieren la duda, la ironía y la experimentación a la grandilocuencia, la solemnidad y la compostura confundida con composición.

 

Lecturas. Martín Graziano, Cancionistas del Río de la Plata. Después del rock: una música popular para el siglo XXI (Buenos Aires, Gourmet Musical, 2011). Gabo Ferro, Barbarie y civilización: sangre, monstruos y vampiros durante el segundo gobierno de Rosas (1835-1852) (Buenos Aires, Marea, 2009) y Degenerados, anormales y delincuentes. Gestos entre ciencia, política y representaciones en el caso argentino (Buenos Aires, Marea, 2010).

1 Dic, 2011
  • 0

    Cuando el pop se vuelve traumático

    Pablo Schanton
    1 Mar

     

    Efectos de una noche tokiota con Kan Mikami y un recuerdo de Mungo Jerry como coda.

     

    Bar Yellow Vision de Tokio, 27/3/14, 19.30...

  • 0

    La playlist del torturador

    Abel Gilbert
    1 Mar

     

    Para una historia contemporánea de los usos del sonido y la música en el control social y la confesión obligada.

     

    En 1906, tres...

  • 0

    Ecolalia

    Pablo Schanton
    1 Sep

     

    ¿Y si en la regresión nos esperara el progreso de la canción?

     

    Salí, soñá, corré / Bailá, mirá allá, ¿no ves?...

  • Send this to friend