Inicio » Edición Impresa » MÚSICA » El progreso de la reacción

El progreso de la reacción

MÚSICA

 

Sobre las últimas contiendas en torno al destino de las vanguardias musicales.

 

El miércoles 30 de enero de 2002 hubo en París un pequeño escándalo. En la apertura del Festival Présences, organizado por Radio France, se estrenó Tigre y dragón, una pieza para violoncello, video y orquesta del compositor chino Tan Dun. La obra era la adaptación de la música de la película Crouching Tiger, Hidden Dragon, de Ang Lee, con la que el año anterior Tan Dun había ganado el Oscar a la mejor banda sonora original. Y parte de los asistentes reaccionó con violencia. El festival había sido, hasta ese momento, territorio indiscutido del IRCAM (Institut de Recherche et Coordination Acoustique/Musique), fundado por Pierre Boulez. La obra de Tan Dun nada tenía que ver con las estéticas de lo producido en ese centro ni con lo que siempre había programado Radio France y el hecho de que abriera el festival, según algunos, sólo podía entenderse como una provocación. París ostentaba una buena tradición en materia de batallas campales por causas musicales, empezando por la más famosa de todas, la del 29 de mayo de 1913, cuando se estrenó La consagración de la primavera de Igor Stravinsky. Pero esta vez era diferente. No se trataba de los sonidos de la revolución perturbando los oídos reaccionarios sino, aparentemente, de todo lo contrario.

Siete años antes, el escritor Benoît Duteurtre había publicado Requiem pour une avant-garde, que acaba de reeditarse (2006) con un agregado inusual: las reseñas aparecidas en diarios y revistas luego de su primera impresión. En el prólogo a la nueva edición, el autor dice: “[se] suscitó una polémica violenta, sobre todo en la prensa francesa, algunas de cuyas publicaciones eminentes se comportaron como brazos armados de la vanguardia institucional. Tal como lo había explicado anticipadamente en las páginas que siguen, estos censores no dudaron en sacar a relucir mecánicamente todo su arsenal difamatorio para impedir cualquier debate, dando a entender que mis sospechosos ataques provenían de un complot y de manipulaciones reaccionarias […]”.

Duteurtre defiende a quienes podrían ser asociados con nuevos usos de la tonalidad y de la idea clásico-romántica de narratividad musical –Henrik Gorecki, John Adams, Giya Kancheli, Philip Glass– y a algunos de los vanguardistas a quienes reconoce cierta clase de espiritualidad o trascendencia –principalmente György Ligeti–, mientras que su enemigo declarado es Boulez, a quien define como “principal teórico y militante de la vanguardia atonal”. Su libro bien puede leerse como parte de la misma tendencia que pusieron de manifiesto los nuevos (o los viejos) aires llegados a Radio France en 2002 –de hecho saluda con algarabía esos cambios, propiciados por René Koering, director de la emisora entre 2000 y 2004–. Los argumentos del escritor no son originales y el objeto de sus ataques no es del todo claro. En todo caso, se opone, mediante el nombre de “vanguardia atonal”, a todo aquello que le suena feo y atribuye su existencia, entre otras causas, al complejo de la burguesía por los pecados pasados y a su miedo a volver a no entender a Van Gogh. Pero lo interesante de su libro es otra cosa. Hay un punto donde se junta con El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin, publicado por Alessandro Baricco también en 1995 (editado en castellano por Siruela, 1999) y con el pensamiento de Clive, uno de los dos protagonistas de Amsterdam, la novela que Ian McEwan publicó en 1998. Clive es un compositor inglés que se considera heredero de Ralph Vaughan Williams y a quien, visiblemente, la crítica considera conservador. Más exactamente, reaccionario.

“Durante la década de los setenta, cuando él empezaba a ser conocido”, escribe McEwan, “la música atonal y aleatoria, las series [aquí la traducción publicada por Anagrama es otra y me tomo la libertad de corregirla], la electrónica, la desintegración del acorde [otra diferencia de traducción] en el sonido –todo el proyecto modernista, de hecho– se habían convertido en la ortodoxia enseñada en las escuelas. Sin duda eran los defensores de este canon, y no él, los reaccionarios”. El párrafo dice más o menos lo mismo que asegura Duteurtre cuando, al referirse a los “herederos autodesignados” de Stravinsky, Schönberg y Debussy, señala las “aventuras de escritura convertidas en gramática y alfabeto”. O, dicho de otra manera, la “reacción” ocupando la vieja función de la vanguardia, al agitar las aguas de un medio ya altamente previsible, donde el mingitorio de Duchamp es observado con respeto sacramental por los turistas y el silencio de John Cage se estudia en los conservatorios más conservadores.

Baricco es un poco más violento –y más inteligente– que Duteurtre. Se preocupa menos por tratar de aparecer como árbitro del buen gusto y se limita a enunciar, con aparente desapego, lo siguiente: “Hoy la música contemporánea es en esencia una realidad que se mantiene en pie artificialmente. Es un organismo en coma que algunas máquinas homologadas mantienen con vida […] La lírica tiene un público, las obras de la gran tradición clásica tienen un público, hasta la música antigua tiene un público. Esto no basta para asegurarles una independencia económica sino que basta para justificar que se acuda en su ayuda. Lo bueno de la música contemporánea es que, se quiera o no, no tiene un público. Ni siquiera el terrorismo cultural de los años sesenta y setenta consiguió encauzar hacia ella auténticas pasiones. El público sigue sin entenderla, la evita, cuando la cosa va bien la tolera […] esto no quiere sonar como un juicio, tout court, sino que es la simple constatación de un fenómeno: el vistoso distanciamiento que se confirma ya desde hace tiempo entre la música contemporánea y el público de la modernidad […]”. Sobre ese “público de la modernidad” que, sin embargo, no lo es de la llamada música contemporánea, McEwan tiene, también, algo que decir: “Cuando las historias de la música del siglo XX en Occidente fueran definitivamente elaboradas, el éxito se atribuiría al blues, al jazz, al rock y a las tradiciones en constante evolución de las músicas populares. Tales formas demostraban sobradamente que la melodía, la armonía y el ritmo no eran incompatibles con la innovación. En la música que podría denominarse artística, sólo a la primera mitad del siglo se le atribuiría una importancia relevante, y apenas se salvarían de la mediocridad unos cuantos compositores, entre los que Clive no incluiría al último Schönberg ni a músicos ‘por el estilo’”. Podría pensarse que el “público de la modernidad”, ya desde el Renacimiento, gustaba de los desafíos. De las estéticas que lo retaran y, sobre todo, de aquellas cuya comprensión lo distinguiera de las masas. Y para esto, claro está, debían ser desafíos de los que pudiera salir airoso. ¿Qué clase de distinción podía otorgar un arte cuyas reglas no estaban claras de antemano y con respecto a cuyo valor no era posible esgrimir un cuerpo de conocimientos seguro? En ese sentido, la observación de McEwan es acertada, por lo menos para describir el comportamiento de ese “público de la modernidad” que encontró en Piazzolla, Keith Jarrett o Björk la medida de su afán de dificultades. Ya se sabe, el encanto de las revistas de acertijos matemáticos pasa por el hecho de que sean difíciles de resolver. Es decir, que no todos puedan resolverlos; que la obtención del resultado correcto pueda distinguir a unos de otros. Pero ¿quién compraría una revista de acertijos en la que no pudiera resolver ni uno?

No obstante, y más allá de su irrelevancia en términos de mercado, sí hay un público para la música contemporánea y, como la resistencia de las cucarachas a los insecticidas, lo sucedido en el tronco central de esa música a lo largo del siglo XX podría ser una evolución indeseable para muchos pero, a esta altura del partido, innegable. Y también es cierto, desde ya, el rechazo que una gran parte del público melómano siente hacia ella. Más allá de las intenciones de Duteurtre, Baricco y, del otro lado, Boulez –o su discípulo y protegido Philippe Manoury, que es uno de los que contesta a Duteurtre en el apéndice de la nueva edición de su libro– y de las necesidades de unos y otros de demostrar que los equivocados son los otros –y de alzarse con los subsidios sin los cuales ni unos ni otros existirían–, lo cierto es que se plantea un problema que la música no comparte con ninguna de las otras artes y que podría resumirse más o menos de la siguiente manera. Tal como sucedió con la literatura, con las artes plásticas y, más tarde, con el cine, la música aspiró, a partir de las primeras décadas del siglo XX, a la ruptura de las leyes que la habían regido durante aproximadamente cuatro siglos. Pero, a diferencia de lo sucedido con la literatura y las artes plásticas, al primer momento de rechazo no sucedió otro de aceptación. O, por lo menos, no en los términos en que lo había anticipado Schönberg, al prometer cien años más de supremacía musical alemana gracias al dodecafonismo y al vaticinar que algún día los cocheros silbarían melodías atonales. En la literatura está el arte y está el mercado de los best sellers pero, en general, no hay confusión entre ellos. Nadie, en todo caso, discute a Joyce o a Beckett. Por otra parte, Faulkner pudo integrar ciertos recursos de Joyce a formas más asimilables a la narratividad tradicional y nadie lo llamó reaccionario por eso. Tal vez porque el gusto por la música se sostiene en un sistema imaginario en que los sentimientos y la idea de su transmisión es mucho más fuerte que en otras artes, o porque sus usos están mucho más ligados, desde siempre, a lo cotidiano –canciones de cuna, canciones de trabajo, de guerra y de amor, bailes y rituales sociales, pedidos a los dioses y alabanzas–, allí nunca terminó de plasmarse el paso de una organización basada en tensiones y distensiones y la idea de sucesión basada en pies rítmicos más o menos regulares o, por lo menos, identificables como tales, a un sistema en que el sonido no fuera otra cosa que sonido.

Una prueba es que aun quienes disfrutan con la música contemporánea no han reemplazado con ella a las otras músicas. Para ciertos usos –para respetar cierto pacto acerca de lo que es la música– siguen estando, como siempre, Schumann y Bach o, eventualmente, pueden haber aparecido Thelonious Monk, los Beatles, Radiohead o ciertos músicos de tradición escrita que mantuvieron con cierta estabilidad algunos de esos parámetros que sostenían ese pacto, en particular la idea de un ritmo organizador: Stravinsky, Bartók, Shostakovich, Villa-Lobos, Britten, Prokofiev y algunos de los compositores más jóvenes, educados sentimentalmente en la era del rock progresivo, como John Adams, Martín Matalón, Louis Andriessen o Heiner Goebbels. La reacción al cambio de quienes ocupaban los lugares de poder estético –y de poder a secas– en las primeras décadas del siglo pasado llevó a que las vanguardias, no bien tuvieron acceso a ese poder, se abroquelaran en él y constituyeran verdaderas fortalezas guiadas por una buena mezcla entre la vieja idea del compositor heroico e incomprendido, heredada del Romanticismo, y los nuevos aires de responsabilidad y militancia, aportados por el sartrismo. Quienes se sintieron excluidos, hoy, posmodernismo mediante, encuentran un cierto espacio para la venganza. Pero la pregunta que plantean no es desestimable: ¿es cierto, como la Academia enseñó en Francia, Alemania y países ideológicamente afines como la Argentina, que toda música que se asome a la tonalidad es irremisiblemente reaccionaria? El pensamiento adorniano y las teorías evolucionistas diseñaron una historia altamente causal, en que una determinada concatenación de hechos (Bach, Mozart, Beethoven, Liszt,Wagner, Mahler) sólo podía desembocar en Schönberg, Berg y Webern y, más tarde, Boulez, Stockhausen y el IRCAM. Y tal vez allí esté el error. Quizá esa música contemporánea execrada por muchos de los que aman escuchar música –y aun de los que aman las rupturas estéticas del siglo XX en otras artes– no sea la continuación de la vieja idea de música. Es posible que sea una evolución, en un sentido casi biológico. Una rama nueva, surgida de allí pero incapaz de sustituirla. Simplemente una nueva forma de arte sonoro tan inútil para cumplir las funciones que el ser humano sigue esperando que cumpla la música como capaz –e insuperable en su capacidad– de producir nuevos usos y nuevos placeres.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Richard Tuttle, India Work 9, 17 y 26, 1980.

Lecturas. Benoît Duteurtre, Requiem pour une avant-garde (París, Les Belles Lettres, 2006); Alessandro Baricco, El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin (Madrid, Siruela, 1999); Ian McEwan, Amsterdam (Barcelona, Anagrama, 1998).

Escuchas. John Adams, Naive and Sensitive Music (Nonesuch, 2002); Martín Matalón, …de tiempo y de arena… (Accord, 2003); Heiner Goebbels, Surrogate Cities (ECM, 2000); Pierre Boulez, Répons (Deutsche Grammophon, 1998); Louis Andriessen, Writting to Vermeer (Nonesuch, 2006).

 

1 Dic, 2006
  • 0

    Cuando el pop se vuelve traumático

    Pablo Schanton
    1 Mar

     

    Efectos de una noche tokiota con Kan Mikami y un recuerdo de Mungo Jerry como coda.

     

    Bar Yellow Vision de Tokio, 27/3/14, 19.30...

  • 0

    La playlist del torturador

    Abel Gilbert
    1 Mar

     

    Para una historia contemporánea de los usos del sonido y la música en el control social y la confesión obligada.

     

    En 1906, tres...

  • 0

    Ecolalia

    Pablo Schanton
    1 Sep

     

    ¿Y si en la regresión nos esperara el progreso de la canción?

     

    Salí, soñá, corré / Bailá, mirá allá, ¿no ves?...

  • Send this to friend