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El sonido de la revolución

MÚSICA

 

De cómo en Academy of Lagado el compositor Derek O’Shea recupera a su maestro Cornelius Cardew y el proyecto de transformar la práctica musical en “vida sonora”.

 

13 de diciembre de 1981. Cornelius Cardew, compositor revolucionario y revolucionario, vuelve a su casa en Leytonstone, una zona residencial del este de Londres, luego de una reunión con sus alumnos. Tiene cuarenta y cinco años y está a punto de encontrar la síntesis superadora de las contradicciones que marcaron una vida, la suya, en que la pasión fue una suerte de arco eléctrico tendido entre dos bornes de igual potencia y atracción: vanguardia musical y vanguardia política. Un auto surge de la nada a toda velocidad y, a la manera de un abismo insondable precipitándose externamente sobre la tierra, reduce toda posibilidad a cero. Su conductor no se detiene, y desaparece sin dejar rastros. Algunos hablarán de un crimen político: Cardew, marxista difuso a fines de la década del cincuenta y maoísta explícito en la del setenta, fundó en 1979 el Partido Comunista Revolucionario de Gran Bretaña, apoyó públicamente la lucha en Irlanda del Norte, fue detenido e interrogado por sus posiciones políticas y estaba por esa razón, dicen, en el radar del MI5.

Antes de eso: promueve turbulencias y rebeliones en la Royal Academy of Music; gana una beca para estudiar música electrónica en Colonia que lo lleva a ser, entre 1958 y 1960, asistente de Karlheinz Stockhausen, quien por entonces trabaja en la monumental partitura de Carré; junto con Howard Skempton y Michael Parsons, funda la Scratch Orchestra, un gran ensamble experimental conformado tanto por músicos profesionales como por no músicos, del que participan Michael Nyman, Gavin Bryars y Brian Eno, y que permanecerá activo durante más de cinco años. La Scratch Orchestra interpreta obras de La Monte Young, John Cage, Terry Riley, Christian Wolff y el propio Cardew para auditorios compuestos indistintamente por campesinos, mineros, viajeros del subterráneo de Londres o los educados asistentes al Royal Albert Hall. Cardew compone, entre otras obras, Treatise (1963-1967), una bellísima y hermética partitura gráfica de ciento noventa y tres páginas, sin notación musical reconocible, para cualquier tipo de instrumentos y número de intérpretes. Integra –junto con Keith Rowe, Eddie Prévost, Lou Gare y Lawrence Sheaff– AMM, el mítico grupo británico que sentó las bases de la corriente conocida como free improvisation; y finalmente, reniega de todo lo que ha hecho hasta entonces en una feroz autocrítica maoísta, que extiende a crítica de toda la vanguardia de la música contemporánea occidental en el libro Stockhausen sirve al imperialismo (1974), una demolición del nombrado en el título y de John Cage bajo cargo de solipsistas contrarrevolucionarios. Su amigo el compositor John Tilbury lo recuerda una semana antes de morir, en un concierto antifascista organizado por él mismo en un salón municipal de Camden, tocando el piano para un público de inmigrantes, “muy lejos de los festivales internacionales de música contemporánea donde había empezado su carrera”. Pero también rescata una frase de una de las necrológicas como la mejor descripción de la apariencia final que cobró su proyecto artístico: “La originalidad de Cardew reside en su abandono de la originalidad”.

Tilbury dice que durante sus diez últimos años de vida Cardew luchó por resolver ese “ejercicio difícil y contradictorio” que es hacer música y servir al socialismo, y cree firmemente que lo trágico de esa muerte es que su amigo estaba a punto de encontrar una manera significativa y válida de resolver la contradicción.

El dilema atraviesa en realidad buena parte de la música del siglo XX y los compositores, sometidos a la relación flotante que la música mantiene con el sentido, sólo le encontraron un puñado de soluciones, ninguna del todo satisfactoria: una de ellas, cifrar la dimensión política en un compromiso personal extramusical; otra, recurrir al texto para dotar de contenido político a la música; una más, proponer la forma y al cabo el proceso de la obra como metáforas de sus ideas.

No parece, sin embargo, que la búsqueda de un punto de fusión se haya perdido del todo. La obsesión de Cardew por hacer de la práctica de la música una experiencia revolucionaria total persiste en las ideas y la producción de uno de sus discípulos y amigos, Derek O’Shea (Glasgow, 1945). Un sello discográfico independiente escocés, Lanark Records, editó en junio de este año Academy of Lagado (1989): en esta obra, considerada de culto, O’Shea recupera algunas de las ideas centrales del programa musical de Cardew y las expande a tal punto que las categorías usuales de la crítica musical resultan insuficientes para dar cuenta de la experiencia. O’Shea, que empezó su camino como artista plástico, llegó a Londres en 1968, atraído por la atmósfera que se respiraba por entonces en el Institute of Contemporary Arts. El ambiente de polinizaciones cruzadas de la época lo llevó hasta el Morley College, donde Cornelius Cardew daba unas clases de evangelización experimental a las que asistían, además de músicos, numerosos artistas. La variedad de la concurrencia era alentada por el propio Cardew, que también había estudiado diseño gráfico y prestaba una atención especial a la dimensión visual de la música. De aquel núcleo de entusiastas surgió, en julio de 1969, la primera formación de la Scratch Orchestra. Aunque O’Shea nunca se incorporó formalmente, asistía a todos los ensayos y conciertos del ensamble, que comenzaron en noviembre de ese año con el Parágrafo 2 de The Great Learning, una de las obras centrales de Cardew, basada en textos de Confucio traducidos al inglés por Ezra Pound. Por otra parte, AMM realizaba todas las semanas intensas sesiones de improvisación en un pequeño auditorio que le cedía la London School of Economics; las largas conversaciones que O’Shea mantenía con Cardew luego de esas sesiones terminaron por convencerlo de dedicarse a la música, y comenzó a tomar clases particulares con quien ya consideraba su maestro.

“A Cardew parecía impulsarlo una energía inagotable –recuerda O’Shea–. Se dedicaba las 24 horas del día a una actividad que uno podía llamar ‘música’ pero que era siempre mucho más que eso, una conectividad pura con los otros. Cuando no estaba componiendo estaba tocando, de gira, escribiendo, dando conferencias, enseñando, discutiendo, promoviendo reuniones políticas o participando de manifestaciones en las calles. Y al mismo tiempo era un poeta, capaz de incluir en una de sus obras, a modo de indicación, que debía tocarse como si se tratara de ‘afinar un arroyo removiendo las piedras por donde corre’.”

Ese espíritu totalmente comprometido con el presente de una manera a la vez leve e intensa también caracteriza la obra de O’Shea, de la que podría decirse que empieza allí donde toda música se agota. Porque en muchos sentidos, Academy of Lagado deja de ser “música”, en la medida en que hace un abandono explícito de todo aparato musical, de toda “expresión” (y particularmente, de toda autoexpresión, algo que, según O’Shea, siguiendo a Cardew, “pone al artista en peligro de caer fácilmente en la mera documentación”). De lo que se trata más bien, sostiene O’Shea, es de “cargar los cuerpos, regular el placer, producir flujos totalmente intercambiables, es decir, de alejarse de todo sistema de valores interno, de todo concepto estructural de obra. Academy of Lagado consiste en una matriz en la que se puede producir todo, pero a la vez no comporta ninguna obligación de que algo se produzca al fin: al igual que la vida, el arte no tiene nada que ver con las obligaciones”.

Academy of Lagado se basa en un pasaje de Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, en el que el célebre viajero visita la universidad de la capital del país de los Balnibarbas. Allí, un investigador desarrolla un lenguaje que busca eliminar o restringir el habla, reemplazándola por una serie de objetos que los interlocutores acarrean en un saco y que deben mostrarse mutuamente durante el intercambio. O’Shea convierte ese lenguaje artificial en el procedimiento básico de su obra, que consiste en realidad en un texto que cumple la función de instructivo. Academy of Lagado es descripta por O’Shea como una “conversación” y, antes que un concierto, el acto de ejecutarla debe considerarse más bien una reunión. Los participantes, que no necesitan tener ninguna experiencia musical previa, reciben el instructivo y son convocados a un lugar específico, adonde deben concurrir cargando una mochila con los objetos que les interese emplear en la “conversación”. Estos objetos pueden ser “bebidas, comida, instrumentos musicales y no musicales, utensilios, libros, música grabada, etc., que puedan emplearse para ‘ilustrar’, comentar, interferir, desviar o interrumpir la conversación, cuyo tema o curso no está fijado de antemano”. La lista de objetos aportados por cada uno puede ser fruto de un acuerdo previo entre todos los participantes o una decisión unilateral y variable para cada encuentro: “efectos personales, artículos íntimos con sentido de uso, cosas comunes, objetos de deseo, artefactos culturales o pertenecientes a un universo técnico particular”.

En la sala en donde se desarrollará la performance tiene que haber mesas y sillas dispuestas en filas, hasta ocupar todo el local, y que permitan a los interlocutores sentarse enfrentados unos a otros, y unos junto a otros. Se supone que no hay público, porque nadie queda afuera de la experiencia.

Y a diferencia del lenguaje imaginado por Swift, no está excluida la palabra hablada: “Los participantes comen, conversan, discuten, alternan, beben, gesticulan, leen, suenan y hacen sonar, callan. Silencios, sonidos, lecturas, parlamentos, se espera que cada uno esté consciente de los tiempos de intervención de los otros, de sus dichos, líneas e intenciones discursivas para construir un todo sonoro y de sentido (o nonsense, ruido, glosolalia, cuerpo). Pero también es posible que la conversación se desenvuelva en varios idiomas a la vez, en lenguas históricas o inventadas”, sugiere O’Shea en los únicos pasajes que indican una dinámica posible.

Así pues, en la producción sonora de O’Shea hay una explícita renuncia al control. Pero tampoco es que se recurra a una indeterminación a la John Cage. A Cage, como se sabe, la improvisación le interesaba muy poco. Para O’Shea, en todo caso, la cuestión consiste en “ir en seguimiento, ir adonde [la música] nos lleve”. El eco del programa de Cardew vuelve a oírse en estas palabras: “La música es un vagabundo; no tiene domicilio fijo. Es una amenaza para la sociedad. Necesita arreglos. La imposibilidad de abolir la música. Su omnipresencia. Su inaprensibilidad. Tal vez, después de todo, deberíamos ceder y dejar que la música siga su propio curso”.

Como en la mayoría de las grabaciones de música improvisada, lo mejor de la experiencia queda afuera del registro, y es probable que, en términos puramente sonoros, el resultado de Academy of Lagado sea decepcionante. Pero esta posibilidad no preocupa a O’Shea.

Si Joseph Beuys estaba convencido de que cada hombre es un artista, él cree, como Cardew, que es necesario animar a las personas a hacer su propia música. Su intención es convocar y alentar a esos inocentes musicales que postulaba su maestro: aquellos cuya escucha y capacidad de hacer sonidos no están determinadas y moldeadas por una educación y una experiencia de la música. Una especie a la que, por cierto, no pertenecen los músicos académicos, no importa cuán vanguardistas se consideren.

Al fin y al cabo O’Shea no pretende hacer, como se dice, música. Antes bien intenta “vivir una vida sonora” y promover “agenciamientos humanos” que la abastezcan.

Una palabra muy frecuente en sus escritos teóricos describe con precisión esa actitud: afterthought, una ocurrencia que no está en los planes y sin embargo logra surgir y ser aceptada como parte del proceso. Como parte de la revolución.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Alicia Mihai Gazcue, Encuentro (1995), p. 45; Cornelius Cardew, Treatise, pp. 134 y 183.

Lecturas y escuchas. Derek O’Shea, No music (Londres, Verso, 1997), Academy of Lagado (Lanark Records 86-3, 2007); Cornelius Cardew, Stockhausen Serves Imperialism (Londres, Latimer New Dimensions, 1974), disponible completo en ubuweb (www.ubu.com), Treatise Handbook (Londres, Edition Peters, 1971), Treatise (hatART 2-122, 1999), The Great Learning (Deutsche Grammophon 471 572-2, 2002), Material (hatART 150, 2004); John Tilbury: “Cornelius Cardew”, en Contact 26 (primavera de 1983, pp. 4-12).

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