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Noche que me hiciste bien

MÚSICA

Noticia de Sólo se vive una vez. Un tratado sobre el mundo de la noche, de Armando Enhiesta, y de una charla con el autor.

 

¿Por qué la salida nocturna es un acontecimiento de redención? ¿Por qué abre una zona liberada donde se movilizan estímulos imperceptibles a la luz del día, insospechadas gamas de presupuestos incompatibles con el orden y la voluntad de la vida cotidiana? ¿Qué poder ejerce en el sujeto la entrada a un club o una discoteca, conozca o no a los habitués, para que cobre una lozanía hasta hace un instante inadmisible o remota? ¿Cómo es abocarse ciertas noches a un ritual que parece desestimar las reglas o las prioridades básicas de toda ceremonia, noches cuando en lo desconocido (como augurio de felicidad) anida la incontrolable llama de un plan? Estas son algunas de las preguntas implícitas en el arqueológico trabajo con que Armando Enhiesta ha desmontado los clivajes y los propósitos que encierra salir por la noche. El baile, el sexo, las drogas, la amistad, lo impensado, la gloria rápida, la traición, el alcohol, son algunos de los cimientos sobre los que levantó el ensayo autobiográfico que es Sólo se vive una vez. Un tratado sobre el mundo de la noche; casi una beatífica orgía de personajes e impresiones, de desdichas y teorías inviables, de iluminaciones y justificaciones.

Dije autobiográfico. Dice Enhiesta, clase 67, abogado de profesión, outsider intelectual: “Soy fan de las epifanías. El instante en que un leve indicio marca un antes y un después en la vida de una persona es digno de todo mi respeto. Y una epifanía fue haber visto a Pan Sonic, un dúo finlandés de electrónica experimental, un domingo del año 2000 en el Morocco. Esa noche el uso abismal de las frecuencias se me metía en las entrañas: nunca antes había vivido algo similar en una discoteca. No hacía mucho, leyendo a Stockhausen, había encontrado algo parecido: que nuestro cuerpo es un sistema eléctrico y que podemos percibir los sonidos con todo el cuerpo, no sólo con el oído. Bueno, esa noche decidí dejar de escuchar a Bob Dylan. Hasta entonces, si había una explicación para todas las cosas, quien la tenía era Dylan. Su forma de narrar, su modo de poner determinado acorde y no otro, su manera de aprisionar y destapar las palabras; el poder abrasivo de su voz, su imagen cautivante eran claves en mi visión del mundo. Pero esa noche comprendí que había vivido equivocado. Es que la vida de Dylan, sin que yo me diera cuenta, era todo lo contrario de la mía. Yo trabajaba mucho, muchísimo, en el bufete de Marval, O’Farrell & Mairal, pero también me gustaba salir por la noche. Como representaba legalmente a muchos dueños de boliches, mi presencia era asidua y bienvenida. La música de fondo era bailable o instrumental con pulso electrónico. Nada de canciones, nada de estribillos. Ritmo y sólo ritmo. A lo sumo unas voces ululantes o mántricas, monocordes, robóticas a veces. Pero nada de confesiones, nada de sentencias. Todo descansaba en el ritmo”.

En esa velada epifánica Enhiesta se convirtió en detective salvaje: comenzó a mirar de otra forma el universo políglota de trabalenguas y murmuraciones que lo había estado rodeando. Los Dylan del mundo, según él, no proponían otra cosa que la salvación de las conciencias, pero el mundo de ahí afuera estaba habitado por cuerpos. Y para Enhiesta, los estímulos provenían de zonas incomprensibles y estaban ligados, no a razonamientos viables, sino, todo lo contrario, a reflexiones de las que no podía fiarse. Comprendió que estaba inmerso en un cuadro cuyos colores, cuanto más aducían constancia de claridad, más terminaban por ocultarse o diluirse. Lo invadió la desconfianza: eso que se presentaba tan literal y cerrado, ¿era en verdad literal y cerrado? El abogado Enhiesta, lector indiscriminado del poeta pampeano Bustriazo Ortiz, se vio envuelto en una cautivante marea de presuposiciones y laberintos; estaba convencido de que la noche podía proporcionarle indicios sobre su vida; de que no era descabellado, si se trataba de ahondar en cuestiones íntimas, prestar progresiva atención a mínimos detalles, esperando que iluminaran meandros fundamentales. Además, propenso a perderse en charlas con personas que encontraba casualmente en barras de bares o al costado de la pista de una discoteca –gente con la que compartía preceptos implícitos por el solo hecho de encontrarse de ese lado de la puerta–, no vio desacertado enfrascarse en el recuerdo de ciertas figuras cuya aura descansaba en su prestancia en ciertas ocasiones, en la manera de encadenar frases en otras; había en ellas un registro del tiempo más que potable. El tiempo en esa gente estaba imbuido de potencia y no de poder.

La potencia, señala Enhiesta en el capítulo dedicado al pionero de la electrónica local Daniel Melero, “es inevitable y no para de buscar canales, fluye aunque eso le cueste desaparecer; en cambio el poder es una articulación que siempre intenta generar una reacción establecida ya antes como meta; el poder tiene que ver con manipular o manejar a los demás, o inducir en el mejor de los casos alguna pauta de conducta. El poder busca poder, la potencia busca fluir”.

Conversando con Enhiesta, le pregunto por qué, pese a que cada capítulo está determinado por un problema musical o hace mención de un músico o DJ (es revelador el encuentro en Ibiza con el rosarino Alfredo Fiorito, considerado por muchos el padrino del Balearic Beat, que en sus sesiones en el legendario club Amnesia combinaba géneros muy disímiles; además, algo imposible en otros lugares a mediados de los ochenta, en la pista de baile confluían todas las identidades urbanas y sexuales habidas y por haber), él prefiere involucrarse con los que dan vueltas al costado de la escena; quiero saber qué encierra su obsesión por los elementos fuera de foco de la imagen que se nos pone delante. “No soy crítico musical, pero me gusta leer a esa gente. Tal vez por masoquista, porque tiendo a creer que no les gusta la música y lo que leo es su insatisfacción personal. Me encanta leer en sus notas cierto registro del relato biográfico de su frustración, no en términos de no ser músicos (ya señaló un periodista muy lúcido que esa es una idiotez gigantesca de los músicos: no les gusta que hablen mal de ellos), sino por su fascinación por Loserville. Como digo en el capítulo sobre la desintegración de la errancia: géneros como el micro house y el dub digital acapararon las tentativas de cambio en la electrónica más aventurada, pero hicieron de la comodidad del cuarto solitario y la simple computadora sus herramientas de combate. Así forjaron oyentes de nuevo tipo, menos propensos a la desestabilización emocional que entraña ir a un lugar a bailar o a perderse en el mar de cuerpos. Todo este proceso redunda en más riesgo artístico pero menos riesgo existencial. Y los periodistas muchas veces pecan de adular a Loserville, como meca del incómodo reconocimiento de su inoperancia para dar cuenta de los nuevos registros de época. Y sólo se congratulan de su saber opíparo.

Le digo a Enhiesta que no entiendo, que en la lectura de ese capítulo me pareció ver otra cosa. Ni lento ni perezoso, afirma:

“En general los periodistas se congratulan de vivir en Loserville, ese plácido lugar de incomprendidos. En Sólo se vive una vez quería esquivar la idea de una épica del dancefloor. Mi intención era registrar las distintas operaciones que hay detrás del hecho de poner el cuerpo en una pista de baile, pero desdramatizando. Me interesaba ver qué había detrás de esa disposición a salir toda la noche, a vincularse con otros bajo los efectos de la música y las drogas, el alcohol y la excitación. Y qué expectativa había en el afán de perderse en el movimiento y en las luces, en la circulación de miradas y en el roce con desconocidos. ¿Qué erótica movilizaba a estos intrépidos bailarines? Ahí residía el encanto de mi búsqueda. Pero había un problema…”

Sí, había un problema. Enhiesta no era investigador académico. Sólo sabía redactar denuncias, abrir expedientes, confeccionar todos los textos que hacen a los procedimientos judiciales. Tampoco era escritor: el encierro de horas y horas que implica el trabajo de escribir no era lo suyo. Lo atraían demasiado la fugacidad de la noche, los intersticios de relatos nuevos; no estaba preparado para encarar el proyecto de ubicar una serie de personajes, problemas y ensoñaciones en una trama. No podía darle tiempo a su ansiedad, no podía acorralarla. Para el abogado maldito (así se define en un momento de nuestra charla en un coqueto restaurante en el piso 25 de un edificio de Corrientes y el Bajo), el escritor es un individuo que renuncia. Renuncia al contacto, renuncia a su nacionalidad, renuncia a la renuncia a no escribir, renuncia al desorden. Nada más alejado de su ideal: “Para mí, un gran escritor sería ese que te cuenta los grandes libros que va a escribir; un tipo que te para en la calle y te habla de las historias muy entretenidas y al mismo tiempo muy complejas en las que se embarca. Pero no sabemos por qué, se niega a publicarlas; se hace el distraído. Me gusta más esa idea. Un escritor que se niega a ser escritor, aunque todo el tiempo está vanagloriándose de su escritura. Y ese escritor, aturdido por todo lo que tiene por escribir, en realidad sólo está encandilado por todo lo que tiene por hacer; su vínculo con la escritura no es sentarse y un día editar su esperadísima novela, sino más bien hacerse desear. Defraudar. Lo sistemático en él sería defraudar, no sentarse a escribir”.

¿Cómo sortear entonces todos esos escollos teóricos y redefinirlos en un soporte capaz de transmitir la escalada de frentes que abría el paseo por la noche? ¿Y si lo abordaba como si fuese un remixador, ese productor que se encuentra con elementos originales de un tema y los lleva hacia un horizonte nuevo, un cielo acaso irreconocible? ¿Y si en vez de transmitirlo en un ensayo convencional, basado en el desarrollo de dos o tres ideas capitales, llenaba el objeto de notas sueltas, de recortes de revistas, de flyers, de anotaciones al margen en las páginas de lecturas momentáneas, de una serie de links a blogs o sitios web que suscribiesen las ideas que él manejaba? ¿Y si adjuntaba un CD con un sinfín de mp3, un CD en el que fragmentos temáticos de grupos que él nombraba en conversaciones con distintas personas coexistirían con alegatos contra las burlas a los dogmas de la noche? En resumen, lo que se propuso Enhiesta fue servirse de las herramientas que desarrollaron la música electrónica y el hip hop (ambos producidos, en sus albores, por no músicos; verdaderos incompetentes en términos de la lectura de música y la imagen tradicional) para enfrentarse con un desafío mayúsculo. Herramientas como el cut and paste y el sampler (sumado al conflicto con el copyright) se revelaron variantes más que idóneas para abordar y retratar el motor de las historias y observaciones que se suceden en el libro: la ausencia del tiempo. En este punto Enhiesta hace hincapié: “Adhiero a ese deseo de Cage, vivir la música como un turista: ver y oír todo por primera vez. Cuando uno se zambulle en la noche, tiene que prepararse para dejar de estar preparado. Por eso si algo me interesaba de la noche es que no es un refugio de certidumbres, sino más bien una entrega a la fascinación de la ausencia de tiempo. Y mi trabajo es una celebración de esa búsqueda del tiempo ausente.”

 

Imágenes [en la edición impresa]. Alicia Mihai Gazcue, Suceso II (1999), p. 41; Con(texto) (2000), p. 42.

Lecturas. Sólo se vive una vez. Un tratado sobre el mundo de la noche fue publicado este año por Backstage. Entre las fuentes relacionadas con este artículo: Gustavo Álvarez Núñez, Antes, ahora y después. Conversaciones con Daniel Melero, por una biografía posible (inédito); Javier Blánquez y Omar Morera, Loops. Una historia de la música electrónica (Barcelona, Mondadori, 2002); Bill Brewster y Frank Broughton, Last Night a DJ Saved My Life (Londres, Headline, 1999); Jeremy Gilbert y Ewan Pearson, Cultura y políticas de la música dance (Barcelona, Paidós, 2003); Miguel Peirotti, Shock eléctrico. Cómo sobreviví a la caravana (Lumpen Gigoló, 2007); www.brunogalindo.com; www.costhanzo.com.

Gustavo Álvarez Núñez es periodista, ensayista de cultura pop y poeta. Acaba de publicar el libro Hip hop, más que calle. A fin de 2007 verá la luz una colección de ensayos sobre cultura rock argentina: Éramos tan modernos. Pensar al rock argentino después de Cromañón. Fue director editorial de Los Inrockuptibles (1996-2004), líder del grupo Spleen y ha publicado dos libros de poemas, el último Pulsiones (Diálogo Beat, 2006).

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