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Una convergencia frustrada

MÚSICA

 

David Sylvian, Manafon, Samadhi Sound, 2009.

 

En el último cuarto de siglo, en los parajes de las artes del sonido ha tenido lugar una novedad considerable: la emergencia de una música de improvisación, inicialmente europea, que quisiera distanciarse de su precedente más próximo, el free jazz, y cuyos resultados muchas veces se aproximan, desde la perspectiva de quien escucha, a la música de concierto de la posguerra. En esta música, la forma tiende a no conservar ninguna referencia al paradigma de la canción, la secuencia melódica más o menos discernible que expresa un estado del espíritu en su voluntad de proyección. El fenómeno es una novedad, pero también un problema: hay intereses del oído que solamente las canciones satisfacen. ¿No se podría, entonces, situar el punto en que se encuentran y articulan las dos cosas, la exploración de la textura del sonido, que es el signo de esta música, y la de los enarcamientos de la voz en las redes de la melodía? He aquí la cuestión que David Sylvian quisiera, si no resolver, plantear desde un ángulo distinto. Para eso concibió el proyecto que materializa Manafon, su nuevo disco, recién aparecido. Y ¿en qué consiste el proyecto? Un rodeo se impone.

Hay una internacional de improvisadores que ha estado formándose desde finales de los años sesenta. Hay varios centros de residencia y operación de esta internacional, pero los principales están en Europa: en Londres, en Viena, en Berlín (aunque el territorio se prolonga, hacia el este, hasta Tokio). Los miembros de esta internacional tienen edades muy diversas: los más viejos, alrededor de setenta; los más jóvenes, todo lo joven que se puede ser. Hay maestros universalmente reconocidos: Evan Parker, Keith Rowe, John Tilbury, Otomo Yoshihide, John Butcher, Toshimaru Nakamura. Lo que hacen estos maestros y el resto de los miembros de la internacional es explorar los sitios donde las notas de alturas más o menos definidas que los instrumentos producen usualmente basculan hacia el ruido: en el saxo o la trompeta, soplidos vagos, susurros, golpeteos de las teclas; en la guitarra, golpes de varillas de metal en las cuerdas o variedades del feedback; en el violín, percusiones leves en la caja. Todo, con frecuencia, lleva a computadoras, a consolas, a pedales donde incluso estos efectos sonoros de identidad leve ven disipada esa identidad. Los sonidos con los que esta música trafica rara vez son explosivos: en este punto de su trayectoria, la internacional se gobierna por una costumbre de discreción. Cuando algunos de los miembros de la internacional se encuentran, se hablan poco (o no se hablan para nada): la improvisación llega a sus niveles más altos, piensan, cuando no hay orientaciones que precedan a la situación de ejecución. Los conciertos rara vez tienen lugar en los teatros de viejo estilo: más bien ocurren en salas casuales o galerías de arte, apenas modificadas para que el sonido no tanto se pierda como se concentre, donde hay sillas de plástico y los asistentes se sientan muy cerca de las máquinas (si se les ocurriera tocarlas, nadie, tal vez, los detendría). Se trata de un arte muy poco popular.

Sylvian, en cambio, en un pasado ahora distante, perteneció a un grupo de popularidad considerable (pero no masiva). El grupo se llamaba Japan y comenzó (a mediados de la década de 1970) por proponerse imitar a Roxy Music y a cierto David Bowie, precisamente en el momento en que Bowie y Roxy Music producían sus discos más extraños. A los pocos años, editaba un trabajo muy novedoso: Tin Drum. Y luego sus miembros se separaban. De la separación, Sylvian emergió como solista. Hizo sus primeras grabaciones con el curioso pianista japonés Ryuichi Sakamoto; las siguientes, con Jon Hassell y Robert Fripp, entre otros. Los nombres (curiosamente no ha colaborado con Brian Eno, lo que hubiera sido natural) son los de otra internacional. Las producciones de esta internacional conservan una relación, a veces difícilmente descifrable, con el pop, pero exploran también regiones del sonido donde la presencia de la canción es apenas perceptible. Sus miembros son propensos a practicar otras artes además de la música, y Sylvian, desde mediados de la década de 1980, ha estado publicando libros de fotografía, realizando documentales, colaborando con compañías de danza. Secrets of the Beehive es el disco más interesante de su primera época como solista; también Damage, en vivo, con Fripp. Pero los dos son menos interesantes que Blemish, de 2003.

En Blemish aparecen dos guitarristas. Desde entonces uno de ellos, Derek Bailey, ha muerto. Bailey es (fue) un guitarrista de una originalidad extraordinaria. Pasaremos muchos años discutiendo qué era, exactamente, lo que se proponía conseguir. Lo que hacía era tocar la guitarra eléctrica de manera que no pudiéramos olvidarnos de que las cuerdas están hechas de alambre. En la base de las vibraciones que producen, si se sabe escucharlas, hay un núcleo de sonido inerte, a lata, donde reside una belleza especial: este es el principio no formulado del programa de Bailey, cuyas líneas se mueven como se mueve en el espacio un niño que comienza a caminar. Su irregularidad, como puede escucharse en los pocos discos solistas que grabó y en sus colaboraciones con Cecil Taylor, con Anthony Braxton, con una agrupación variable que llamaba Company, es perfecta. En cuanto al otro guitarrista de Blemish, el austríaco Christian Fennesz, es natural que venga a ocupar un lugar que en otros momentos ocupaba Robert Fripp, a quien se parece, aunque sin la tentación de incurrir en el rock: sus mejores discos (como Endless Summer) admiten sin problema la comparación con el paisaje. La colaboración de Sylvian con ellos no supuso la común presencia: Bailey envió las grabaciones de una serie de improvisaciones desde Barcelona, hechas sin duda en el departamento donde vivía y, por entonces, a causa de un mal que llamamos “síndrome del túnel carpiano”, iba perdiendo la capacidad de sostener la púa con la que solía tocar la guitarra y aprendiendo a reducirse al recurso del pulgar. Fennesz envió, desde donde fuera que vivía, remotos planos de sonido apenas eléctrico. Sylvian les agregó las letras.

Lo mismo ha hecho para Manafon, solamente que ahora con un grupo expandido: los mencionados maestros (Parker, Tilbury, Rowe, Yoshihide) y otros maestros menores (los miembros del grupo austríaco Polwechsel). Estos discos son, realmente, muy oscuros. Sylvian vive solo en el norte de los Estados Unidos. Pasa –él dice– la mayor parte del tiempo callado. Hay que creerle: la voz que aparece en estos discos es la de alguien que, cuando canta, tiene que vencer, instante tras instante, una poderosa reticencia, alguien que no está del todo convencido de que cantar sea una acción verdaderamente respetable. Si no leo mal entre las líneas de sus entrevistas, es budista (el sello discográfico que dirige tiene el nombre de Samadhi). La tapa del disco es una pintura de un bosque en el cual aparece un ciervo, recortado sobre una brillante luz que se muestra en el trasfondo: esta tapa quiere sugerirnos que quien canta aquí lo hace como quien aspira a mantener en la frágil presencia una aparición que nos enfrenta y al instante se da vuelta y se retira. En cuanto a las letras, son celebraciones de la impermanencia.

En la mayor parte de las pistas, el disco, por desgracia, no funciona. Como casi todas las reseñas que he leído son muy elogiosas, e incluso reverenciales, me tienta pensar que esta impresión es puramente mía. Pero la comparto al menos con un reseñador: el de la revista The Wire, que es la publicación donde los problemas que rigen y las soluciones que se proponen en esta región del universo de la música se articulan con más consistencia. En la reseña del caso, la cuestión se plantea con sobretonos morales. Como suele suceder con otras prácticas de vanguardia, la práctica de la improvisación musical tiene, para muchos, un propósito suplementario: la exploración de la democracia. A mí este aspecto, confieso, me resulta menos interesante que otros. Pero en el caso del disco de Sylvian, la asociación entre la banda instrumental y la vocal se consuma solamente en algunos momentos; en otros, asistimos a un diálogo de sordos. Sylvian trata de adherir figuras melódicas más o menos regulares a composiciones de sonido que tienen, realmente, muy poca regularidad. El resultado es un poco como si se hubiera pegado una cosa sobre otra: los dos planos son mutuamente indiferentes. ¿Es buscado este efecto? No lo creo. Pero cualquiera puede comprobarlo: si no encuentran el disco o alguno de sus rebotes por la red, pueden ir al website que Sylvian montó (www.manafon.com).

Una pregunta que me hice al terminar la primera audición de Manafon es si lo que acabo de decir que me parece que sucede podría no haber sucedido. ¿Es posible articular con un éxito sostenido estas dos genealogías, la de la canción y la improvisación que resulta en combinaciones de sonidos sin alturas definidas? Sí, es posible: el testimonio son las óperas del compositor norteamericano Robert Ashley. ¿De qué modo? Este es un asunto para otra reseña.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Eduardo Navarro, S/T (2008), dibujo en lápiz sobre hoja A4.

Lecturas. David Toop, Haunted Weather (Londres, Serpent´s Tail, 2004). Ben Watson, Derek Bailey and the Story of Free Improvisation (Londres, Verso, 2004).

Escuchas. David Sylvian, Blemish (Samadhi Sound, 2003). Polwechsel y John Tilbury, Field (Hatology, 2009). Keith Rowe y Toshimaru Nakamura, Weather Sky (Erstwhile, 2001). Evan Parker, Lines Burnt in Light (Psi, 2001).

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