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Todo es relativo. Pero esto depende

TEATRO

 

Reflexiones sobre los caminos del teatro a la complejidad, el extrañamiento y un orden abierto al caos.

 

1. Escalas. El tamaño de una cosa se puede medir en números, o en términos de relación. ¿Qué es entonces una obra larga? O mejor formulado: ¿larga para quién?

Como esta pregunta no tiene respuesta en ninguna cultura conocida, se ha preferido simplificar la cuestión mediante medidas o patrones ya existentes, prestados de otras disciplinas, tal vez menos creativas, pero socialmente prácticas. Hay números y unidades que permiten medir y escalar experiencias tan disímiles como una obra breve y otra obra breve. Como toda convención, esta es también anónima: le pertenece a cada comunidad lingüística pero no viene firmada por nadie. Una obra tiene que durar, entonces, una hora. Es lo más razonable. Una hora. Que para eso existe la medida. Existe de antes. Es una categoría en sí misma. Nadie ha hecho la medición cronometrada: ¿cuánto tiempo real pasa antes de que un espectador pierda la concentración?

Una hora es –no obstante– la manera industrial en que la televisión divide la torta de programas. El programa –claro está– nunca dura una hora, sino sólo 47 minutos; todo lo otro es chatarra y jabón en polvo, pero como a veces no hay gran diferencia entre la ficción “irreal” que se nos quiere hacer tragar y el producto “real” que se nos quiere vender en las intermitencias de esa ficción, estamos acostumbrados a la experiencia integral, y el sentido común nos dicta que “una cosa que narra algo con personajes dura una hora”.

Claro que hay variaciones. Si la cosa es más larga o más breve, se mide siempre con respecto a la desviación que produce. La desviación es lícita, siempre que se asuma como desviación y se explicite como tal.

Entonces, una obra de teatro que dure cincuenta minutos se presenta como una “obra breve”. Si fuera en Alemania, además, habría que cobrar menos entrada para verla, o, lo que es mucho más usual, integrarla junto a otra obra breve para hacer un Doppelprogramm.

Que conste que hablo de Alemania porque es un “modelo” en muchos sentidos: allí el teatro es una cuestión de Estado.

Ahora supongamos que no hablo más de Alemania. Ahora hablo del Abasto. Allí ya no hay Estado alguno que legitime con sus escalas lo que es correcto, cobrable, razonable o soportable. Y sin embargo, el panorama es similar. Pero por otros motivos.

Los teatros programan obras que deben compartir la sala. Tienen que armarse y desarmarse en cuestión de minutos, minutos que son restados de la dramaturgia general. Una obra extensa tiene problemas bien concretos: debo buscarme salas que no compartan espectáculos en la misma noche. Tarea casi imposible. Porque las salas tienen que asumir unos costos de luz, gas, teléfono, qué sé yo, que parecen resonar en concordancia con otras escalas ya prefijadas como convenciones para que la maquinaria total funcione sin chirridos. Las salas que están semisubsidiadas por estructuras siempre deficitarias deben funcionar casi como rectores estéticos de lo que será admisible. Se comprenderá que toda obra que pretenda durar dos horas, o tres, o cuatro, debe primero rendir una serie de explicaciones. Nunca alcanza con decir: “esta obra salió así”. O mucho mejor: “esta obra debe ser así para ser esta obra”.

Creemos que podemos discutir en términos técnicos factores tales como atención, complejidad de la intriga, postergación de las incertidumbres, etc., pero casi siempre lo que estamos haciendo es explicar que esta obra no va a durar una hora.

 

2. Latitudes. Un espectador alemán va a su teatro (pagado con sus impuestos) y se dispone a disfrutar de un –digamos– Hamlet. El espectador deja sus zapatos en el guardarropas, compra el programa de mano, con fotos de estilo, hermosas, se sienta a disfrutar del primero de tres actos, ya conoce la obra pero ha venido a ver esta variación de la misma obra que ya conoce, y luego, en los intervalos, se tomará un Glühwein y se comerá un panino. La experiencia total dura a lo mejor unas cinco horas. Probablemente la función se haya iniciado a las 18:00, como para terminar a las 23:00, lo que da el tiempo suficiente para agarrar el último U-bahn a casa. El espectador ha comprado las entradas –digamos– un mes antes. Ese día arregla de modo de no trabajar, o estar libre a las 18:00, o muy probablemente siempre esté libre mucho antes de las 18:00 y tenga un solo trabajo, y no dos o tres, y pueda permitirse cinco horas de ocio absoluto, de ficción. La atención le durará probablemente lo que dicte su sistema de relación con el dinero que circula en su ciudad. Pero él no lo sabe: simplemente va al teatro.

Primera tesis: la duración de una obra es lo que la cultura que la ve nacer pueda permitirse como tiempo robado (tiempo ocioso) al funcionamiento del capital que se mueve (muerto y sepultado por Hegel) en sus estructuras más profundas.

 

3. Órdenes. Vienen a mi memoria unas reflexiones de Eduardo del Estal acerca de la relación entre poder y escala, entre Orden y Belleza.

Escribe Del Estal:

Al mismo tiempo la belleza es un mecanismo de poder. Al establecer un prototipo ideal, un canon de proporciones, una “homotipización”, la diferencia con respecto del modelo provoca en los individuos la angustia y la culpa necesaria para que el Orden perfecto domine sobre la imperfección de los hombres singulares.

Un caso ejemplar de la identificación de la Belleza con el Orden y el Poder lo encontramos en el “Canon Bizantino”, en el cual la medida de la nariz del emperador Justiniano constituía el submódulo de proporción cuya multiplicación y proyección aseguraba la belleza y la armonía de toda obra plástica o arquitectónica.

Nos burlamos ahora un poco de la nariz de Justiniano, pero si en su época una pared estaba bien construida cuando correspondía a un número entero que surgiera espontáneamente de la multiplicación natural de su napia, ahora deberíamos aceptar al menos que el Orden, que se eterniza mediante sus pactos con el Poder, ha generado otro tipo de narices.

Cuando escribimos una obra, cuando filmamos una película, cuando polemizamos en nuestras ficciones sobre algún tema con total conciencia de estar presentándonos ante el Orden para rasgarlo salvajemente y entrever qué hay atrás, ¿somos perfectamente conscientes de que tanto los contenidos como las formas responden a parámetros directamente relacionados con la capacidad de ocio, de sustracción de utilidad de las operaciones de producción de mercancías, que esa sociedad permite?

Los estudiosos marxistas que analizan, entre otras cosas, las sucesivas revoluciones tecnológicas y la maquinización del trabajo humano manifiestan indignados que bastaría con que cada adulto en edad activa trabajara 45 minutos por día para que el mundo produjera sus necesidades básicas. Es decir que 23 horas y cuarto de su vida le pertenecerían de manera íntima y privada al trabajador. Podría dedicarlas al ocio, al amor, al arte, al Sudoku, al deporte.

¿Cuánto duraría allí –en el mundo socialista– una obra larga?

 

4. Completitudes. Con el largo de una obra ocurre exactamente lo mismo que con la belleza sistemática. Preguntarse por el largo de una obra es como preguntarse por su belleza. Si el largo está en relación con el largo de otras cosas (el turno de un trabajo o la cantidad de obras que un teatro debe hacer por noche), la belleza de una obra también es una instancia horrorosamente relativa. La primera de sus relaciones ocurre con el Espanto.

Vuelvo a Del Estal:

La belleza no puede existir, no puede ser percibida sin un fondo que la niegue y la dinamice.

No hay belleza sin incompletitud, no hay simetría sin rotura.

El desorden, el caos, lo pavoroso es condición de la existencia de lo Bello.

La naturaleza de la belleza es que lo horroroso se presente como una ausencia que no debe ser develada.

El poder, el vértigo y la esencia de lo Bello consiste en la SUSPENSIÓN DE UN HORROR PRIMORDIAL. (…)

El arte es un velo a través de cuya trama ordenada se infiltra el Caos.

Esta es su naturaleza: BELLEZA ES LO QUE OCULTA EL AGUJERO ONTOLÓGICO (el Vacío, la Nada).

La obra de Arte es la anteúltima revelación de otra revelación que nunca puede producirse porque vaciaría la vida.

Si el objeto de una obra es el de esa anteúltima revelación, tanto sus formas de construir lo bello como sus formas de durar en el tiempo están en relación con esa pavorosa alteridad. Con lo negado. Con lo que “no se puede hacer”.

Lo que “no se puede hacer” es muy distinto para cada cultura.

Lo que se puede durar en el tiempo también lo es.

Los imperativos importados y exportados desde los Centros hacia las Periferias culturales están allí para ser debatidos y –en lo posible– derribados.

 

5. Caprichos. Yo suelo hacer lo que se me canta. Esto siempre tiene un costo muy alto.

Soy un escritor frondoso: mis obras me salen así; han dejado de interesarme las obras lineales, sencillas. Nunca pretendo que las obras se extiendan más de lo tolerable, pero tampoco sé qué es lo tolerable. He visto Satantango, una película del húngaro Béla Tarr, que duraba algo así como ocho horas y cuarenta minutos. Éramos muchos en el cine. Creo que pocos de nosotros podríamos decir de qué se trata la película. Y a la vez es tremendamente concreta. Ocurren cosas todo el tiempo. Alguien llega a un pueblo. Planea algo. Oculta algún objetivo. Algunos lo saben. Otros le temen. Algo. Alguien. Algunos. Otros. Una trama compleja, un laberinto para la mente, para que la mente logre saltar a otras categorías de la percepción, categorías que nos acerquen a esa anteúltima revelación.

¿Se puede acortar esa película? ¿Se puede abreviar esa experiencia?

Tenemos un ejemplo más vernáculo. Historias extraordinarias, de Mariano Llinás, es una película que –a mi caprichoso gusto– ha hecho saltar al cine argentino treinta años hacia el futuro. Si bien es cierto que dura cuatro horas (una medida inédita que la obligará a ser proyectada en espacios cinéfilos que se puedan permitir estas operaciones de exageración y despilfarro), lo más singular de la película es su mecanismo narrativo, endemoniado, mutante, complejo y entrópico: requería que esta película durase esas cuatro horas.

¿Es larga? ¿Más larga que qué? ¿Hace saltar la escala? ¿A qué intereses sirve la escala?

 

6. Síntesis. “Síntesis” no es escribir “más brevemente”, o describir con menos. Eso es simplemente “brevedad”. La síntesis es una acción dialéctica. Al respecto esbocé esta sencilla explicación, en ocasión del estreno de mi obra Bloqueo (2007):

Persigo un objetivo formal poco decoroso: […] una obra sin dialéctica.

En la dialéctica (como procedimiento de conocimiento del mundo) hay una máquina que motoriza al pensamiento: la tesis “dialoga” con su antítesis, y en ese movimiento desenfrenado de opuestos se arriba a una síntesis. A una instancia superadora de los términos iniciales de la discusión. Después de todo, para eso se discute. Desde hace tiempo estoy algo obsesionado –sin querer– con una idea más pesimista, y en esta obra indago en esa obsesión aterradora: una eterna dialéctica que no conduzca a síntesis alguna, una intermitencia de elementos que –por no poder arribar a instancia superadora de ningún tipo– al no poder aparecer conjugados, sólo se alternan en el uso del espacio y de la praxis. […]

En el teatro (una institución construida en base a varias narices muy distintas pero muy concretas) todo cambio de escala (sobre todo cuando la escala se agranda) produce alguna forma de complejidad. Y con suerte, es garantía de extrañamiento. Por supuesto que no es la única manera de producir lo otro. El extrañamiento, un noble objetivo de las ficciones, tiene que ver –como ya hemos dicho– con las ideas de producción de belleza para nombrar al espanto, su doble inseparable.

 

7. Ampliaciones. Esta suerte de “teatro ampliado” ha modificado mi idea sobre los límites de mi actividad. Ya no creo en estos límites de mercado. Sobre todo, porque aquí el mercado está loco. Y mucha gente también. Gente a la que el capitalismo flagrante de estas colonias ha llevado a la alienación total, y a la natural desconfianza hacia cualquier medida que se le presente como institucionalizada. Mis obras –pese a la duración desaforada de algunas– han tenido siempre una razonable cantidad de espectadores. ¿Creerán ellos en lo mismo que yo? ¿O es simplemente que la aventura de ir a ver una obra que dura cuatro horas y en la que –parece– pasa de todo se ha convertido –precisamente– en una aventura? Cuando estrenamos Bizarra, por ejemplo, una obra teatral con formato de teatronovela, que duraba unas treinta horas y que se estrenaba a razón de un capítulo por semana, y durante diez semanas, descubrí que la condición episódica –que le está un poco vedada al teatro– podía regresar a él de diversas maneras. Pero era también una época muy especial: la crisis del 2002, el universo Patacón, donde quizás la que “regresaba” era la condición episódica de la historia argentina. Digo con esto: creyendo romper la escala, a veces uno no está haciendo más que apuntar a una escala de dimensiones más sólidas, más reales o más profundas. Entender la historia argentina como “episodios” de una tragicomedia, o –como diría Marx– de regreso paródico sobre lo que ya ha acontecido una primera vez como tragedia, y que vuelve regurgitado, es una nueva “develación” de escalas profundas, escondidas en el uso cotidiano de lo que damos en llamar lo real, y que en realidad no es más que una versión provisoria, esgrimida por los poderosos, para que lo real no cambie nunca de naturaleza. Porque todo poder tiende a querer conservar.

¿Qué disposición se espera de un espectador cuando se le presenta una obra desaforadamente larga o compleja? Yo no lo sé. Sí sé que me comporto como el primer espectador de mis procesos. Soy glotón: hago las obras corpulentas que me gustaría ver. Y luego supongo que quizás muchos otros espectadores adhieran, o que descrean también de los formatos predigeridos. O a lo mejor, todo lo contrario: creen tanto en ellos como la “norma”, que desean a veces recordar qué pasa cuando la norma se rompe. La disposición de los espectadores no es moldeada solamente por el teatro que ven. Hay otros factores. La televisión, el cine. Está Lost, por ejemplo. Yo sé que no queda bien hacer apología de la más ramplona televisión norteamericana, de una fórmula que se atiene por un lado a las escalas y narices (los héroes de Lost son héroes clásicos, los patrones de belleza siguen siendo “modelos”) y por otro lado busca multiplicar exponencialmente las capacidades narrativas de un medio que últimamente sólo parecía diseñado para producir Gran Hermano. Pero Lost (menudo sacrilegio) expande la literatura.Y además factura billones. No sé si es una serie popular. No sé tampoco cuánta gente puede seguirla sin perderse.

El diálogo del teatro con el cine, con la literatura, incluso con la boba televisión, no es sólo necesario sino inevitable. Pero esto no implica una anulación de la especificidad; todo lo contrario. Si algo caracteriza al teatro es su capacidad para rapiñar a todas las otras artes, invitarlas a su cueva andrajosa y afanarles sin compasión. Shakespeare robó la atención de las riñas de gallos; nosotros podemos robar un poco de tecnología del video, otro poco de las técnicas narrativas del flashback y el flashforward, pero la especificidad del teatro seguirá intacta: se juega cuerpo a cuerpo frente a una “polis”, una ciudad, que no sólo va a “ver”, sino sobre todo a debatir: su presencia es ya una presencia política. Sus reacciones de adhesión o rechazo, en tanto ocurren a la vista de sus otros conciudadanos, son una demostración del estado de valores, conocimientos o ignorancias que un pueblo detenta en un momento dado. En ninguna otra arte narrativa ocurre con tanta inmediatez como en el teatro.

El cambio de escala es una actitud frente a la creación. No es obligatoria ni necesaria. Pero algunos creadores han hecho de esta su marca: Perec, Joyce, Raymond Carver (que pasó agachadito bien por debajo de la escala), Kafka por supuesto, Fassbinder, Béla Tarr, Sokurov, Mnouchkine,Tom Stoppard (quizás el único autor europeo vivo al que se le permite escribir obras de la duración de un Shakespeare)… Sí, puede ser: tal vez estos autores y directores sean extraordinarios de cualquier manera y en cualquier medida y con cualquier escalímetro. Pero creo que la eficacia de sus brutales obras es digna de tener en cuenta a la hora de pensar por qué ponemos los límites que ponemos, o con qué escala nos vamos a manejar para rasgar nuestro presente y vislumbrar el horror. La belleza.

 

Imágenes [en la edición impresa]. Sebastián Gordín, Siete cines (1995), cartón, siete modelos de 15 x 20 cm aprox. c/u, foto: Pablo Mehanna.

Lecturas. Varios textos del artista Eduardo del Estal se pueden leer en su blog, delestal.blogspot.com.

Rafael Spregelburd es dramaturgo, actor, director, traductor y docente. Trabaja asiduamente en Buenos Aires y para diversas instituciones del mundo, como la Schaubühne y el Hebbel-Theater de Berlín, el National Theatre de Londres, el Centro Cultural Helénico de México, el Théâtre de Chaillot en París, la Casa de las Américas de Cuba y el Festival de Otoño de Madrid, entre muchos otros. Su muy premiada obra –que incluye unos cuarenta títulos– ha sido traducida a diez idiomas. En este momento pueden verse en Buenos Aires sus espectáculos Acassuso y La paranoia.

 

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