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Después de leer esta novela, cualquiera que tenga aspiraciones artísticas y haya asistido a clases de historia del arte o teoría literaria dejará de avergonzarse de sus lecturas académicas como si fueran esos falsos recuerdos de rituales satánicos y abducciones extraterrestres implantados en su memoria por la programación televisiva de los ochenta.
Chris Kraus es una artista que, a punto de cumplir cuarenta años, está viviendo un rotundo fracaso porque su última película es un total descalabro económico y ha sido rechazada en los festivales en que aspiraba presentarla. Una noche, Dick, un reconocido teórico de los estudios culturales, los invita a ella y a su marido, el académico Sylvière Lotringer, a cenar. Entonces, Chris se enamora repentinamente y, con la complicidad de su pareja, le escribe estas cartas a Dick.
De allí nacerá esta novela-monstruo, donde al igual que la protagonista de Cromosoma 3 de David Cronenberg, Chris materializará sus miedos e intuiciones en sus mutantes hijos-epístolas, que asumirán las más variadas formas discursivas para atacar los sobreentendidos acerca del rol de la mujer en el arte. Por ejemplo, cuando Kraus analiza el lugar periférico de la obra de Hannah Wilke, así como la invisibilidad de Hannah Hoch y las demás mujeres dadaístas, o cuando revela una anécdota en la que la mismísima Louise Bourgeois le recomienda que se case con un académico porque si no “se morirá de hambre”. Así es como Kraus practica la gossip theory: recurre a la teoría sin usar la jerga teórica, haciendo que esta se codee con el cotilleo de vernissage. Y con este recurso, hará un repaso irónico de las premisas del posestructuralismo cuando afirma que, como con su marido ya no tienen sexo, “mantienen la intimidad por medio de la deconstrucción: es decir, se cuentan todo”, o al sostener que “[l]a lectura consuma la promesa que el sexo eleva pero casi nunca puede satisfacer; entrando en el lenguaje, la cadencia, el corazón y la mente de otro, una se agranda”. Una celebración del lector participante que haría llorar “lágrimas de Eros” a cualquier admirador desprevenido de Barthes y Eco. Y todo lo hace con un estilo descorazonador, porque Amo a Dick es también una crónica desencantada y crepuscular del Zeitgeist de los setenta y su legado epistemológico.
Sin embargo, el móvil de las cartas es el rotundo fracaso de su carrera. Por eso, Chris se aferra a la escritura como una forma de realizar el principio beckettiano: fracasar, de nuevo, para fracasar mejor. Kraus analiza su fracaso como artista, como madre, además de su condición de “mala feminista” al reconocer que puede dedicarse al arte porque su marido la mantiene, para finalmente interpelarnos con esta pregunta: “¿Por qué todo el mundo piensa que cuando exponemos las condiciones de nuestra humillación las mujeres nos estamos humillando?”.
Con su vocación canibalizadora de la tradición francesa, Kraus plantea en esta performance-libro una hipótesis acerca de la escritura feminista tanto como un ejercicio de la crítica-ficción, donde “Dick”, ese tótem fálico, implosiona por la agudeza con que Kraus vivisecciona las contradicciones de lo que se considera el éxito y el fracaso profesional y personal. Por todo esto, en Amo a Dick lo personal es político sin reduccionismo panfletario ni victimismo, pero sí con un implacable sentido del humor y con una lucidez intelectual tan eficaz que transforma nuestras frustrantes poluciones nocturnas de juventud en los satisfactorios polvos conceptuales de la madurez.
Chris Kraus, Amo a Dick, traducción de Marcelo Cohen, Alpha Decay, 2013, 344 págs.
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