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Planicie subjetiva de lacónica melancolía, Autorretrato de Édouard Levé (Francia, 1965-2007) es un heredero digno y ferviente de Me acuerdo (2009) de Joe Brainard, con oraciones en tiempo presente que sustituyen la retrospección como modalidad del individuo expuesto. Allí donde Brainard ensayaba la mirada atrás para componer su friso vital, Levé enuncia anécdotas, manías, afinidades, obsesiones, banalidades que lo caracterizan de cuerpo entero y como primera persona del singular, y consigue así un efecto afín de cuadro total sincrónico, fragmentario y antinarrativo.
“Una tormenta me exalta como un enemigo”, “Comprar ropa es un tormento, usarla es un placer”, “Cuando estoy feliz me da miedo morir, cuando estoy triste me da miedo no morirme” son ejemplos de las sentencias entre inteligentes, meditativas y maliciosas que el autor confía con la impersonalidad de un Montaigne warholiano. Al igual que Brainard, Levé era artista (pintor, fotógrafo) y como tal adaptó métodos de esa otra epistemología a Autorretrato, sirviéndose de la repetición, la variación, el montaje y el distanciamiento para desplegar sus mil cuatrocientas frases en un párrafo de noventa y tres páginas. Lejos de la opacidad, su lectura es adictiva, cómplice, iluminada, en trance.
En una perfecta mixtura de rigor cuantitativo y sensibilidad cualitativa, en Autorretrato caben tanto el destello de sabiduría o el narcisismo jactancioso como la duda enfermiza o la tristeza más honda, la observación racional como el disparate, la seriedad y la carcajada, y todo encadenado en un orden de hermética aleatoriedad: sólo un punto y seguido separa tópicos como la muerte, los referentes artísticos, la relación con un hermano o la fealdad de las alfombras y los empapelados.
Una exhaustiva clasificación de las oraciones revelaría probablemente el espectro de variantes contenidas en Autorretrato. Algunas recurrentes, como las listas: de motos atesoradas, de los orígenes de las prostitutas con las que se acostó, de los lugares donde hizo el amor, donde eyaculó, de los países que visitó, de las películas que lo marcaron, las biografías que leyó. Más escasas son las comparaciones de lógica insólita e hilarante (“El presente me interesa más que el pasado, y menos que el futuro”), las contabilizaciones (“He vivido 14.370 días. He vivido 384.875 horas. He vivido 20.640.000 minutos”), las repentinas irrupciones brainardianas del tiempo pasado (“A mi abuela le presentaron a mi abuelo porque a los dos les gustaban las corrientes de aire”) y los más extraños injertos narrativos, microrrelatos sobre el robar discos o una cirugía de verrugas.
El fatalismo biográfico sobrevuela como acallado desenlace las mínimas máximas de Autorretrato: Levé se ahorcó a los cuarenta y dos años, a pocos días de haber entregado a su editor un libro llamado Suicidio. De todos modos, no hay vaticinios morbosos en Autorretrato, en el que Levé habla sobre la depresión, el suicidio y las internaciones psiquiátricas, aunque también advierte: “Prefiero acostarme a levantarme, pero prefiero vivir a morir”. El conceptualismo de su partida emula la sencillez misteriosa de Autorretrato, una instantánea textual o ready-made existencial que alumbra desde su templanza zen los entresijos y frecuencias de una vida compacta e infinita.
Édouard Levé, Autorretrato, traducción de Matías Battistón, Eterna Cadencia, 2016, 96 págs.
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