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Hagamos futurología, que total no cuesta nada: seguiremos leyendo esta historia por años y años. La de los ritos de iniciación, aun involuntarios. La del primer amor, casi de la mano del primer sufrimiento persistente. La del chico que se enfrenta al padre, y a todo lo que este representa. La del viaje como oportunidad, y por supuesto como posibilidad de escape, y por supuesto, también, como negación de la realidad.
La última novela del francés Mathias Enard es todas esas cosas, y si además es alguna otra habrá que reconocerle los méritos, más allá de las ansias de sangre o como mínimo la desconfianza con que suele recibirse –con que la crítica recibe– a un autor extranjero, para colmo hasta cierto punto joven, que ha sido descomunalmente inflado y que entonces debe probar, entre nosotros, el triple de su peso en oro. Enard no es ningún genio, pero sabe hacer lo que no muchos: contar una historia. Y hacerlo con gracia y con sensibilidad, y sobre todo resiste la tentación de hacer literatura. Escribe bien, o más que eso, pero no se le nota, o en otros términos: no está desesperado por que se le note. Lo suyo es una suma invisible pero omnipresente de pequeñas operaciones, una intervención constante en el lenguaje y en el lugar, a veces ínfimo, en el que pone la mirada, es decir, el modo en que elige correrse de su obvio núcleo. Es, en ese sentido, una suerte de torero: cuando parece que el cliché amenaza con embestirlo, y lo hace a menudo, la carga subjetiva, que es siempre una mirada nueva, fortalece la imagen o la idea. Es un preciosista sin alarde; un poeta silencioso.
En ese corrimiento reside el efecto liberador de una literatura como la suya: esa realidad que es en principio reconocible se diluye, sólo para dar paso a otra que se le parece pero que en su autonomía no hace otra cosa que trastocarla. ¿Hasta qué punto el derrotero del joven Lajdar es en esta novela fuente de empatía gracias a que su autor nunca nos la hizo fácil, es decir, no permitió que uno solo de los personajes que la pueblan sea descartable? Si es cierto que cada novela triunfa desde su propia verdad, la de Enard se despega de su contexto –el de los musulmanes que miran con sed a Occidente– para establecerse en su propia tierra: algún punto indefinible entre la tristeza y, sí, la magia.
Mathias Enard, Calle de los ladrones, traducción de Robert Juan Cantavella, Mondadori, 2013, 272 págs.
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