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Italo Calvino escribió: “la literatura sólo vive si se propone objetivos desmesurados, incluso más allá de toda posibilidad de realización”. José Kozer, el poeta desmesurado por antonomasia, ha decidido retomar una antigua tradición de excesos literarios reapropiándose de la épica filosófica de Lucrecio. En De rerum natura, Lucrecio expone en verso la física atomista de Demócrito y la filosofía moral de Epicuro para la Roma pagana del siglo I a.C. En su versión remix, Kozer imprime en la mirada presocrática siglos de suspicacia barroca y décadas de aprensión posmoderna, revelando los andamiajes en ruinas de un universo donde lo único que perdura es el lenguaje: “Acabóse. Estoy acabado. Fundidos (dos) / y (dos) desfondados, / butacón y yo: ánima / mía, sirve todavía / (azuza) de acicate, / al menos // para/ leer a Lucrecio vía Marchena, masticar / lento asuntos del / Universo, los / sentidos, y de / cómo se / maneja / la sustancia entre los objetos: bebo té, / masco chicle medicinal / de eucalipto (menta / piperita) se / me / convoca a un almuerzo blando ‘sin peligro / de causas destructoras’”.
Desde el destino de la materia a los resultados materiales de la digestión, Kozer despliega, con su trazo neogongorino, toda una cosmología. La recurrente metáfora que sintetiza esta lógica de la desmesura es la del enjambre; una metáfora que se acrecienta con la red de diálogos, latentes y concretos, que los poemas establecen con los dibujos austeros pero despiadados de Francisco dos Santos y la esmerada traducción al portugués de Contador Borges, que logra multiplicar no sólo la música y los sentidos, sino también los sinsentidos, los ruidos y los silencios.
Kozer rescata el bullicio, obra de prestidigitador, y en el tamborileo caótico el poema va ganando un ritmo de torrente vertiginoso. La espuma, las redecillas fractales, los nodos, ramificaciones y estallidos de asociaciones, más que remitir a un flujo de conciencia sugieren una catarata de hipertextualidades. Pues, como digo, lo que pulula en Kozer no es el universo sino el lenguaje: “lo mío es / decir. Decid, decid; / oh desidia del decir. / Y digo, santurrona / especie de manchas / veteadas, execrada / excrecencia de Dios”.
Las cosas dichas no remiten a otro universo que el de los significantes; y los significantes no sólo fluyen a la deriva sino que son en sí mismos registros del naufragio. Este giro de apreciación, que el mismo poema suscita, revela uno de los centros de la poesía de Kozer: la proliferación textual es experimentada desde el vacío: “La Tierra da sus / vueltas, las recibo / por pasarelas, ajeno / al agujero negro que / sideral espera a la/ Tierra: negrura / encumbrada en su / fosa, caverna astral / de agujeros, la / fuerza de la Nada / es descomunal”.
En “Un descenso al Maelström”, Edgar Allan Poe describió el borde de un remolino oceánico en las costas de Noruega como “un ancho cinturón de brillante rocío”. Esa imagen vuelve cuando uno experimenta la poesía de Kozer: agujero negro que todo lo absorbe hacia la nada y en cuyo borde vemos arremolinarse el mundo. Si hay algún gesto en Kozer que remite al remolino es el paréntesis, que se ha vuelto ya casi una firma de su poesía. Muchos leen el paréntesis kozer –así, en minúscula– como una marca de pluralidad. Yo siempre he leído esos tajos curvos como aperturas hacia el vacío, puestas en abismo del ojo del huracán, el “universal boquete”, remolinos oceánicos, agujeros negros. En su intento de “vaciar y vaciar la // escritura”, Kozer compone, una vez más, un descanto épico al vacío. Lo que ha sido absorbido no lo percibimos. Lo que queda es su poesía: ancho cinturón de brillante rocío: “con la luz del / alba, soy yo quien / desaparece; / supremacía, Amada, / de la desaparición”.
José Kozer, De rerum natura poemas & desenhos, dibujos de Francisco dos Santos, edición bilingüe, traducción al portugués de Contador Borges, Lumme Editor, 2012, 200 págs.
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