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Al inicio de Cinco movimientos de alabanza, una sentencia salta de la página: “El viajero no elige sus paisajes”. La novela de Sharmistha Mohanty (Calcuta, 1959) se hace eco de ese dictamen a partir de una voz y una mirada que se desplazan al compás de un exterior también móvil, siempre contingente e inacabado, que negocia menos con las salientes del territorio que con las convulsiones de un tiempo que apelmaza reliquias y residuos como si fueran capas geológicas. El pasado se hinca sobre el presente para convertirlo en el pasado que vendrá. Todo es pasado, o va a serlo, y Mohanty cuenta lo que ve mientras visita cuevas, templos y museos a lo largo de cinco capítulos ligados por un hilo presunto, que casi no está ahí.
Quien busque continuidades dramáticas en este libro, la acumulación densa o veloz de diálogos y acciones, la sumisión del lenguaje a la anécdota, chocará contra un muro de desconcierto. Si en su formato clásico una novela es un viaje de un punto a otro, Mohanty argumenta que el viaje nunca termina y que no hay brújula que pueda domarlo. Las escenas truecan puntos de vista, los temas van torciéndose, a veces la protagonista se llama “la viajera”, otras ni nombre tiene. Lo que sabemos de ella es magro: de eso se trata, de rearmarla con los jirones fortuitos que disemina en sus descripciones y razonamientos. No importa tanto quién alaba ni por qué, sino más bien qué es en el fondo lo que se está alabando, una pregunta que Cinco movimientos de alabanza no se resuelve a responder. De eso también se trata.
“El viajero retrocede tanto que una vez que ha experimentado la fuerza de una ruina, así como la inevitabilidad de su decadencia, lo único que subsiste es el barrido incomprensible del tiempo, aquel que agrandará su propia vida, como si fuera el espacio”, escribe Mohanty. Se pare frente al dargah centenario de un pueblo hundido en algún desierto o desande los pasillos del Museo Rietberg, la transición sin ornamentaciones entre Occidente y Oriente la inmuniza contra el exotismo de la crónica expedicionaria y la rigidez del culto institucional. La interrogación se deforma y las pocas constancias del libro se adjudican esa extrañeza. En todos los capítulos aparecen niños clarividentes o amenazantes. También abundan los guardianes que perdieron noción de aquello que se les encomendó cuidar, los inventarios de pájaros —un petirrojo muerto encarna una unidad cerrada dentro de un arco infinito— y la insistencia en concebir la luz del día como una abstracción fantasmática: “Es una luz que viaja lejos, que se mueve por distancias abiertas en las que nunca existió, y la forma en que se mueve es un indicio, una seguridad de que asciende hacia arriba”.
Tal vez la indagación que Mohanty defiende, el motivo último que justifica la existencia de este libro vacilante, sea el autorreconocimiento del viajero como un átomo más en medio de un fluir incontenible, ni manso ni díscolo, que jamás consentirá en dejarse observar por entero.
Sharmistha Mohanty, Cinco movimientos de alabanza, traducción de Antonio Díaz Oliva, Ninguna Orilla, 2023, 160 págs.
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