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“¿En qué se puede creer hoy en día?”. Eso se pregunta el agente Evangelos al promediar El muro griego. Esta pregunta es una de las claves de la novela. El protagonista, un policía veterano al que le faltan tres años para jubilarse, que ha visto todo o casi todo, no deja de buscar la justicia, incluso si esto no le conviene. En este empaque del héroe (el del justiciero desencantado, irónico y con unas gotas de cinismo) hay una tradición en la novela negra. Nombro al mejor: Philip Marlowe. El género negro, entre otras cosas, denuncia y muestra cómo funciona el capitalismo y, sobre todo, las crueldades de esta ley de la selva que vive en el corazón de las democracias occidentales.
Luego de preguntarse en qué se puede creer hoy en día, Evangelos sigue con las preguntas: “¿En la leyenda de Orfeo, con la cabeza que rueda por la corriente del Evros, siempre llorando a su Eurídice? ¿Y por qué creer que Evangelos hizo el servicio militar durante la Grecia de los coroneles, por qué creer que tiraron por la borda a su abuela en el mar de Esmirna en 1922 o que un comerciante de armas llamado Barbaros financia todos los partidos griegos a cambio de renovar contratos millonarios de armamentos con Alemania? A esta altura, Evangelos sólo está seguro de una cosa: le va a decir a Andrómeda, su hija, que no se sienta obligada a ponerle a la chiquita el nombre de las dos abuelas, Eleni y Elena. ¿Por qué siempre tiene que repetirse la historia?”. Toda novela policial es, siempre, una novela histórica. En la contratapa, se presenta El muro griego como una obra cuyo telón de fondo es la crisis griega de 2010 (recuerdo cuando Merkel preguntó por qué el país no vendía una de sus islitas tan lindas para pagar sus deudas). Sin embargo, lo que se narra en ella va más allá de esa crisis. Habla de algo que está ocurriendo en este mismo momento: emigrantes que tratan de entrar ilegalmente en el “paraíso” de la Unión Europea.
La novela arranca cuando se encuentra una cabeza y no el cuerpo al que tenía que estar unida. Una buena metáfora, una cabeza separada del cuerpo no puede hacer una de las cosas fundamentales para la que sirve una cabeza: pensar. Podríamos agregar: soñar. O sea que se ha transformado en una máquina inútil. Todo lo contrario del sistema represivo de control lanzado contra la marea de gente que huye de sus países para entrar a Europa. Ese sistema de control piensa y actúa y se corrompe. Mata, viola y hace negocios. En la novela no falta un prostíbulo donde se esclaviza a chicas extranjeras. Y acá me quiero detener en un personaje que es central: Polina, la prostituta rusa a la que encuentra la policía y que habla con Evangelos contándole ¿todo? La voz de este personaje femenino le da una vuelta de tuerca discursiva al texto, su voz logra lo que la buena literatura debe lograr: vida. Porque se puede escribir bien, correctamente, pero lo que importa es que el texto literario esté vivo. Y, lo sabemos, la vida es un asunto sucio. Una voz viva emociona.
Hay dos mujeres centrales a la hora de pensar El muro griego. Una ya la mencioné, es Polina, que se mete a trabajar de escort porque quiere comprarse un departamento en Moscú, donde estudia una carrera universitaria. La otra es la hija de Evangelos, que acaba de ser madre de una niña. La hija de Evangelos se llama Andrómeda. Según la mitología, Andrómeda sigue a Perseo y tienen una hija. Perseo era un semidiós, hijo de Zeus y de la mortal Dánae. Polidectes, que se había enamorado de Dánae, pensó que Perseo estorbaba sus planes y lo amenazó con cortar la cabeza de su madre si no le traía la cabeza de la Medusa, una de las tres gorgonas que habitaban en la isla de Serifos. Uno de los aciertos de Verdan es trabajar así en capas lo que significa “perder la cabeza”, en una novela que no la pierde.
Nicolas Verdan, El muro griego, traducción de Estela Consigli, Serapis, 2023, 206 págs.
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