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En Nadar-dos-pájaros / El tercer policía

Flann O’Brien

OTRAS LITERATURAS

La técnica de un buen número de novelistas irlandeses es la que ha practicado y pulido una nación entera: una primera persona de pie, imparable, contradictoria, cómica (voluntaria o involuntariamente), a la deriva. Es la que han usado Laurence Sterne, Joyce en no pocas páginas, lo mismo que Beckett y Flann O’Brien, y por momentos un John Banville cómodamente enmascarado. Beckett y O’Brien se valieron de la comicidad como aquellos que ríen de los nervios cuando escapan; en su caso, de la curvada sombra de Joyce y de la sombra más pronunciada de la Irlanda de la primera mitad del siglo XX.

El autor de Ulises es un escritor que O’Brien quería muerto y vivo para siempre, dos cosas que sólo puede pensar posibles un católico competitivo, y se paga sus cuentas, no sin gracia, en Crónica de Dalkey (1964). En una de sus columnas semanales, reunidas en La gente corriente de Irlanda, O’Brien declaró que la prueba de una obra notable es que provoque la aparición de otra. Elogiada por Joyce –fue la última novela que leyó–, por Beckett, y por Borges el mismo año de su publicación, En Nadar-dos-pájaros (1939) no dejó muy satisfecho a O’Brien, pero sigue siendo un brillante ejercicio de tensión cervantina y pirandelliana entre un autor y sus personajes. Como otros vanguardistas parciales –Joyce–, O’Brien volvió a las fuentes y mantuvo un negocio paralelo: lo cotidiano. Y un consuelo constante, como Joyce: el trago. Uno lo salvó literariamente –lo proveyó de voces–, el otro lo fulminó literalmente. En las ficciones de O’Brien se produce una refriega de voces, que se hizo eco en la diáspora de seudónimos que inventó. (Su verdadero nombre era Brian O’Nolan).

En Nadar-dos-pájaros y El tercer policía sortean los clásicos inconvenientes de cierto tipo de jovialidad: la fecha de vencimiento de determinada clase de humor, su traducibilidad. Lo que O’Brien retrata es el delirio de la gente común, y el delirio que convive con el sentido común. El de sus narraciones es un desvarío orgánico, originado en cada personaje, no impuesto desde afuera. Está hecho de la hilaridad de las discriminaciones, las distinciones, las puntualizaciones absurdas. Una irrisión similar a la de Beckett, con quien compartía una debilidad por las bicicletas y el ajedrez (que dicen que O’Brien jugaba de un modo teatral, para intimidar al rival). Los ardores de la religión le facilitan a O’Brien ideas para narrar, lo mismo que los proyectos y las invenciones extravagantes, los desatinos del lenguaje.

El agente más demencial de El tercer policía construye unos objetos cada vez más pequeños. Uno de ellos le llevó tres años y él necesitó otros tres para convencerse de que había logrado hacerlo. (No causa ninguna risa enterarse que la novela fue escrita en 1939-1940, rechazada por varias editoriales, escondida por el autor, y finalmente publicada en 1967, un año después de su muerte). Son piezas que llama infraoculares y deben ser apreciadas con lupa. La magia que Flann O’Brien ejerce está a simple vista. Cada uno de sus libros tiene un encanto particular, pero en El tercer policía ese encanto es más efectivo que en ningún otro. Libro y lector se reflejan y rejuvenecen, como sostiene O’Brien que sucede en un objeto proyectado al infinito en espejos paralelos.

 

Flann O’Brien, El tercer policía, traducción de Héctor Arnau, Nórdica Libros, 2006, 265 págs.; En Nadar-dos-pájaros, traducción de José Manuel Álvarez Flórez, Nórdica Libros, 2010, 320 págs.

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