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“No adivinan de qué manera sufrir menos”, advierte Albert Londres (Vichy, 1884 – Golfo de Adén, 1932), uno de los padres del periodismo de investigación y precursor por medio siglo de aquel éxito de la industria editorial que se llamaría “Nuevo Periodismo”.
Con eso del sufrimiento, Londres podría referirse a muchos de los personajes que conoció en su frenética carrera de cronista: soldados moribundos en la Primera Guerra Mundial, dementes en asilos de Marsella, semiesclavos en colonias europeas en África, presidiarios en la Guayana Francesa. O muchachas polacas y francesas a bordo de un barco que va de Francia hacia Buenos Aires, navegando la trata de blancas más lucrativa de ese entonces (investigación que puede leerse en su libro El camino de Buenos Aires, publicado por Libros del Zorzal).
Pero, en este caso, quienes “no adivinan cómo sufrir menos” son los ciclistas del Tour de France. Londres cubrió las quince etapas de la carrera de 1924 para el diario Le Petit Parisien y su tirada de un millón de ejemplares, con picos de hasta dos o tres millones en épocas de bonanza. Y lo hizo apartándose de los mandatos habituales del cronista deportivo romántico y apasionado. “El Tour de France simplemente sigue para que la locura parezca un estado natural”, escribe y muestra el lado b de la competencia: ciclistas envueltos en las nubes de tierra o las lluvias de barro que les dejan los automovilistas (y eso cuando no los atropellan). Deben bombear ellos mismos el agua de los pozos porque si alguien del público los ayuda con un vaso serán descalificados de la carrera; lo mismo sucede en caso de llegar a los puestos de control cuando estos ya cerraron; no son pocos los que se extravían en la noche o quedan tirados en una zanja; y cuando se lastiman, el farmacéutico tal vez se fue a descansar o está viendo la carrera y se niega a atenderlos, y el participante deberá seguir abollando su pedaleada hasta el próximo pueblo.
“La carne ya no se agarra a nuestro esqueleto”, “Eso que no le haríamos hacer a las mulas, lo hacemos nosotros mismos”, “Cuando voy bien, mis cámaras de aire explotan; ¡cuando mis cámaras no revientan, soy yo el que lo hace!”. Londres sigue en auto la carrera y luego se junta con los participantes en los bares. Enchapa su suplicio colectivo y el regocijo que eso le causa al público a orillas de los caminos con un humor siempre punzante y un ritmo dinámico, estilo que la traducción de Raúl A. Cuello sabe mantener intacto.
Para Londres, la carrera integraba ese tipo de locuras aceptadas socialmente que a él le gustaba desnudar desde adentro para hacerlas detonar luego en el cerebro pasivo del lector e involucrarlo en algo más que una lectura. Y así, con su vocación a cuestas, recorrió medio mundo. Bebió con bolcheviques en Rusia en 1917, buceó con los pescadores de perlas en el Mar Rojo, remó con balleneros en Islandia. Y así también lo encontró la muerte en un naufragio en el Golfo de Adén. Ya estaba en el bote salvavidas cuando decidió volver a su camarote para recuperar los originales de su último trabajo. Nunca regresó y se lo tragaron las aguas, pero no así su legado, que marcó un antes y un después en el periodismo moderno: “Nuestro oficio no consiste en dar placer, como tampoco en perjudicar a nadie; no consiste en estar a favor o en contra de algo, sino en colocar nuestra pluma sobre la herida”.
Albert Londres, Los condenados de la ruta, traducción y prólogo de Raúl A. Cuello, Homo Faber, 2022, 116 págs.
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