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Mi última clase de geografía fue alrededor de 1993. Todavía recuerdo que una parte importante del currículum se dedicaba a los desastres inminentes del futuro, desastres causados por la humanidad, principalmente el cambio climático, pero también potenciales tragedias nucleares, contaminación de tierra y mar, colapso ecológico. El tono de estas clases era más o menos tranquilo, tipo: “Mirá: sabemos que hay un problema, pero tiene solución; con un poco de voluntad, nuevas tecnologías, más conocimiento, se resolverá…”. Con los años, ese tono debe haberse puesto cada vez más urgente y agudo. Para alguien que nació en 1993 —como Lucila Grossman, la autora de Acá empieza a deshacerse el cielo—, una clase equivalente debe haber sido un auténtico ejercicio de manejo de las crisis, una letanía de horrores ya inevitables y promesas de que lo peor todavía no llegó. Las escuelas hoy en día probablemente necesitan más psicólogos que maestros, o quizá sólo reservas enormes de clonazepam. No cabe duda: para los jóvenes de hoy, el imaginario distópico no tiene nada de ciencia ficción, si es que alguna vez lo tuvo; la catástrofe es aquí y ahora, por donde se quiera mirar.
Para quienes se hayan dedicado a la escritura, el tema es casi un fait accompli. La pregunta es, cuando todo el mundo está haciendo algo parecido, cómo hacerlo de manera interesante, cómo crear algo memorable en un contexto ya de por sí ruidoso, más que dispuesto a tirar todo al aire cada dos por cuatro. Con esta colección de relatos (no estoy seguro de que el conjunto tenga cohesión suficiente como para decirle novela, pero la distinción es de importancia nimia), no hay duda de que Grossman ha conseguido eso. Presentando una serie de retratos de situaciones extremas que varían en alcance, desde crisis personales hasta cataclismos ambientales —o, generalmente, los dos en simultáneo—, Grossman teje escenas sumamente vívidas, en una combinación entre lenguaje contemporáneo y terroso y una mirada más antigua, como el cuento inspirado en un cuadro de David pero presentado como meme de Internet, o la sección que varía entre la balada épica y la reflexión filosófica expresada en un lunfardo callejero.
Un acierto importante fue situar varios de los hilos narrativos en comunidades precarias —las distopías suelen ser notablemente burguesas— y complementarlos con un espíritu experimental que evoca otro tipo de precariedad, la sensación de que nuestras palabras, la capacidad de relacionarnos, podrían desintegrarse en cualquier momento.
Como es de esperarse en un volumen tan ambicioso, no toda esa experimentación es exitosa. Los pasajes de alucinaciones extendidas son demasiado largos, particularmente en comparación con las imágenes fantásticas más compactas y poderosas que aparecen en varios momentos; y los comentarios en las notas al pie de dos voces debatiendo entre sí parecen revelar una ansiedad por aclarar cosas que no necesitan ser aclaradas, de guiar a un lector en el que se podría haber tenido más fe.
Sin embargo, las posibles falencias están compensadas por la inteligencia juguetona que rebosa en estas páginas —alusiones y referencias burbujean como una espuma refinada—; y cuando se combina con una contemporaneidad despreocupada (y a la vez muy preocupada), la mezcla resultante fascina.
Lucila Grossman, Acá empieza a deshacerse el cielo, Marciana, 2021, 198 págs.
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