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En medio de tanta literatura del yo, tanto parte doméstico y tanta minucia innecesariamente observada con lupa, una autora produce un libro que detona el género confesional sin necesidad de correrse a sus márgenes ni de demorarse en manifiestos ampulosos sobre la anécdota mínima y otros simulacros. En Ocho están todos los ingredientes que hicieron apetecible la autoficción a los ojos del mercado editorial: las frustraciones menores, la épica cotidiana, una pizca de metaliteratura, el escrutinio de vidas más o menos felices. Lo que eleva el libro de Amy Fusselman respecto de otros ejemplares de su tipo es Fusselman misma.
La edición está compuesta por dos novelas cortas que podrían ser vistas, sin forzar demasiado la lectura, como una sola novela con una elipsis en el medio. La primera parte, “Diario de a bordo”, muestra a la narradora mientras transita una odisea personal para quedar embarazada. La segunda, “Ocho”, la presenta ya con dos hijos y un trauma de la infancia todavía a medio digerir. De las dos, la primera quizás sea la más convencional. A los sinsabores del tratamiento de fertilidad la narradora opone el diario que su padre, recientemente fallecido, llevó durante su paso por la marina mercante. El contrapunto entre un futuro dudoso y un pasado ya concluido impulsa la prosa a través de derroteros que Fusselman matiza a fuerza de un humor que corroe o aligera según la ocasión, pero que nunca resbala hacia el escapismo, porque al fin y al cabo de eso se trata: de sacudirse las solemnidades sin resignar el compromiso de ver, entender y decir.
La forma que persigue la segunda novela es mucho más difícil de catalogar. Ya sin el ancla de la simetría ni el yugo de la peripecia cardinal, Fusselman da continuación a sus ideas diversas con una espontaneidad que crea la ilusión de tener enfrente a una persona que está sacando conclusiones en vivo. Casi cualquier cosa le sirve para erigir la constelación que al mismo tiempo la protege y la explica. Cualquier cosa, sin exagerar: el patinaje artístico, los camiones monstruo, el reiki, los entrenamientos de sueño, las letras de rap, las conversaciones aleatorias con taxistas, las teorías personales sobre el tiempo, la terapia craneosacral, los cursos para aprender motociclismo. Si semejante bartoleo funciona, es sólo porque Fusselman sabe orientar su sentido profundo —que lo tiene, aunque la enumeración no le haga justicia— hacia la angustia de la experiencia. El estilo chispeante resignifica el sustrato de dolor y alumbra mundos inesperados. La escena entre madre e hijo tomados de la mano en la oscuridad del pasillo o el descargo contra aquello que los adultos consideramos real —y el modo en que eso repercute en lo que la autora llama la “burbuja infantil”— son capítulos que merecen ser leídos en voz alta.
“Una relación saludable con el tiempo es algo que debería enseñarse en la escuela”, dice Fusselman en la empática traducción de Virginia Higa. Del tiempo propio es de lo que está hablando, de la capacidad de ver a nuestro alrededor mientras tenemos tiempo. La misma sensación, perecedera y voluble, pero no por eso frívola, que infunde la lectura de este librito prodigioso.
Amy Fusselman, Ocho, traducción de Virginia Higa, Chai Editora, 2019, 208 págs.
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