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En 1997, cuando la crítica francesa comenzaba a empujar la obra de Antoine Volodine (1950) hacia el nunca bien ponderado armario de la ciencia ficción, el propio autor se encargó de matizar que su proyecto literario participaba de algo que gustó llamar “post-exotismo”, aunque el lector atento sabrá encontrarle a Solo de viola filiaciones inmediatas más allá de los moldes y etiquetas de ocasión. Porque este objeto extraño y anómalo, desprendimiento tardío en nuestro país de una obra que ya excede la treintena de libros, conecta peculiarmente con las zonas más desplazadas de algunas bibliografías poco ortodoxas, empezando por el Stanislaw Lem de El hospital de la transfiguración (1948) y Memorias encontradas en una bañera (1961) –¿es una casualidad que Volodine sea profesor del idioma ruso?– y enhebrando en el camino el Cosmos (1969) de Witold Gombrowicz para llegar, incluso, a tantear las abstracciones beckettianas, en especial las de Mercier y Camier (1974). Sin caer en la arqueología literaria, establecer vínculos para la obra de Volodine nos permite alertar sobre una incomodidad algo filosa que adquiere grados de certeza promediando la lectura: este texto, antes que leerse, se “experimenta”, se siente de una forma ácida, ligeramente perturbadora, algo en lo que tienen menos que ver el laconismo y la sequedad del estilo que la concepción árida de una idea narrativa general sobre la que se opera con las armas del anacronismo y la distopía. Volodine vela lo político en lo imaginario y el resultado es su equivalencia negativa, una historia paradójicamente lúcida sobre un tiempo desquiciado y un lugar incomprensible: en una ciudad fantasmagórica, tres ex presidiarios, un escritor y un grupo de músicos son arrastrados por una surrealista trama política, pero la materia del drama es tan esquiva y difícil de definir que catalogarlo como una variable de la ciencia ficción sólo se justifica por el desconcierto. En el mejor de los casos, la pugna del relato por acomodarse a una estructura arbitraria que se le resiste da lugar a una coincidencia pegajosa entre forma y contenido. Hay ironía en el registro –el despojamiento de la prosa la vuelve casi “audible”, como un conjunto de voces que se llamaran entre sí– y, a pesar de que más de una vez se llega al absurdo para que las ideas comparezcan, el recurso es casi siempre funcional a los desvíos y corrimientos de la trama. Artefacto extremo, algo elemental en sus peores momentos pero extremadamente convincente en los mejores, una posible manera de recomendar Solo de viola sería decir de ella que parece construida para ilustrar eso que suele entenderse por alegoría: la posibilidad de contar siempre algo diferente de lo que se ofrece a la lectura, incluida la propia escena de lectura.
Antoine Volodine, Solo de viola, traducción de Ana Becciú, Adriana Hidalgo, 2013, 106 págs.
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