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Si pensamos en autores tan diferentes entre sí como Ernst Jünger, Guido Morselli y Kazuo Ishiguro, es difícil sostener que la distopía aligerada de atributos que hizo célebre al danés Sven Holm entraña una novedad total. Y, sin embargo, además de montar tienda en el hemisferio más realista del género —la hecatombe atómica será siempre un puntal del realismo apocalíptico—, Termush expone mejor que otras novelas de su tipo, o por lo menos con más acento, la manera idiosincrática y fútil de esa ligereza. Que el mundo se esté terminando, después de todo, no es motivo suficiente para interrumpir los ritos burgueses, los empaques del privilegio.
“Entiendo nuestro miedo a afrontar la catástrofe”, escribe en su diario el narrador anónimo. “Y la rutina en Termush está bien: el sol sigue en su sitio, sirven comida y suena música por los altoparlantes”. El hotel del título, al que el protagonista accede por la “gestión práctica” de su patrimonio, no sólo refugia a los aventajados contra la guerra nuclear del afuera, sino que además ofrece un augurio de permanencia que va más allá de los rudimentos materiales: “Mientras nosotros sigamos pareciendo nosotros (y los espejos de las habitaciones confirman que lo seguimos pareciendo), también el mundo se parecerá al mundo. Por tanto, es una insensatez hablar de transformación. Nosotros somos la prueba viviente”.
Todo lo que llega del exterior —radiollamadas de exploradores contratados, visitantes de zonas con menos suerte, enfermos de radiación, peces muertos empujados por el oleaje— es amortiguado antes del contacto efectivo con los huéspedes, como si ensordecer las novedades fuera la única vía para contradecir, hasta donde sea posible, la realidad que igual se filtra y los va cercando. Los anfitriones están representados por la Dirección, una entidad incierta que arbitra el grupo y con la que el narrador discute abiertamente sólo cuando se sienta a escribir, y así la espera en Termush degenera en elongación más que en inminencia, dictamen walseriano que Holm acompaña con un estilo sereno hasta en las escenas de mayor dramatismo, que se narran como por goteo y con distancia, a tal punto que el avance de las tropas de seguridad es apenas un rumor de pasos y las detonaciones se amansan solas en el viento. Casi un resumen de la agonía de la época: la publicación original data de 1967, cuando vivir al borde de la tragedia global era ni más ni menos que vivir.
Corán sin camellos, la novela difiere los elementos primordiales de la literatura científica, pero no consigue evitar que esos mismos elementos se agolpen en un horizonte cada vez más espeso. Los sucesos menores, individuales e indivisibles, corporizan sin saberlo el gran acontecimiento, y Termush, como la Dirección a los pensionistas, le hace creer al lector que el tiempo que encierran sus páginas continuará avanzando sin cambios, sin la acumulación de los movimientos que preparan el colapso. Al fin y al cabo, mucho o poco, el único fundamento de la agonía es durar.
Sven Holm, Termush, traducción de Daniel Sancosmed Masiá, Impedimenta, 2024, 144 págs.
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