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Cada vez que se anuncia una nueva lista definitiva de las grandes novelas estadounidenses del siglo XX, la aparición de El gran Gatsby (1925) entre los puestos principales —si no el principal— es una apuesta segura. Más allá de sus méritos evidentes, nunca deja de extrañar que el breve cuento de hadas malogrado de Francis Scott Fitzgerald se codee con novelas monumentales como Del tiempo y el río, ¡Absalón, Absalón!, Meridiano de sangre y La broma infinita. El biotipo de la “Gran Novela Americana” parecería ser otro, pero hay en El gran Gatsby una universalidad que desconoce épocas y fronteras, como si no se necesitara estar demasiado enterado sobre los pormenores de la Era del Jazz, la Generación Perdida y la Ley Seca para entender dónde reside la nobleza de su personaje principal y por qué el mundo que lo rodea merece el colapso que eventualmente se precipitará sobre él.
En los orígenes de su producción, sin embargo, Fitzgerald tenía otras ambiciones. Quería que su novela fuera la respuesta norteamericana al estallido neutrónico que había provocado la salida del Ulises de Joyce en 1922. Incluso había elegido un título de sonoridad clásica, que remitía a un esclavo liberado por Nerón sobre el que alguna vez escribió Petronio. Trimalción era un sigiloso comerciante e hizo fortuna de la nada, hasta que la envidia de la aristocracia romana provocó el incendio de su casa y su muerte. El correlato con la historia de Jay Gatsby salta a la vista, aunque Maxwell Perkins —editor legendario de Fitzgerald, Hemingway y Wolfe, entre otros— consideró que debía ser diluido a su mínima expresión. Adiós al título, entonces, así como a varias referencias desperdigadas a lo largo de la novela.
La mano de Perkins no se detuvo ahí. Según el mito, su principal aporte fue el de retacear la voz de Gatsby para que el misterio alrededor de su fortuna y su presunta vida criminal lo empaparan de ambigüedad y de carisma. En la edición de 1925, respetada hasta hoy, es mucho más lo que se dice de Gatsby que lo que Gatsby dice de sí mismo. Nick Carraway, su confidente y también un narrador testigo modélico, cuya función metaliteraria está encriptada en las dos primeras páginas del libro, se ocupa en soledad de preparar la versión cuasi angelical de Gatsby que el lector termina recibiendo.
Aunque el espíritu de la novela y su estructura narrativa se mantienen, Trimalción ofrece un Gatsby aumentado y algo más real. Sigue siendo un gangster de buen corazón, romántico e improbable, pero ya no es tanto ese fantasma que recorre sus fiestas como si sólo estuviera ahí para pasear sus secretos. Hay diálogos, muestras dispersas de inseguridad y testarudez. El monólogo sobre su pasado está reunido en un mismo capítulo, lo que suma espesor a uno de los subtextos de la obra: la manía por la riqueza, la mansión como fetiche. En ese sentido, El gran Gatsby siempre fue una novela consumadamente estadounidense. Su protagonista es un Sutpen sin la morbidez gótica, el antecesor indudable del Swede Levov que Roth concibió en Pastoral americana. Un hombre blanco que se construyó desde el barro y que mide el éxito de su vida por la cantidad de metros cuadrados que posee.
La prosa límpida de Fitzgerald, traducida con veneración por Juan Forn, que además regentea la colección que aloja el libro, no sufre mayores cambios. Perkins no era Gordon Lish ni Trimalción es la prueba editorial de que la forma es el resultado de un litigio entre dos. El material es el mismo, sólo que en ocasiones recortar engrandece. A la luz de su borrador inicial, El gran Gatsby confirma que la épica también es maleable, el producto último de una modulación consciente.
Francis Scott Fitzgerald, Trimalción, traducción de Juan Forn, Tusquets, 2018, 218 págs.
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