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Si Jean-Jacques Rousseau es conocido por sus ideas sobre la bondad natural del ser humano (expuestas en su novela-ensayo Émile, suerte de tratado sobre la educación), la inglesa Mary Shelley —autora de esta Vida de Rousseau & Retrato de madame d’Houdetot— debe su celebridad a un engendro antropomorfo propenso al asesinato: es la autora de Frankenstein, novela de horror concebida a sus diecinueve años, en 1816.
Aunque sobre Rousseau se han escrito decenas de libros, y él mismo examinó su vida en sus famosas Confesiones, esta breve biografía presenta el interés —y el encanto— de una perspectiva social y cultural aún cercana en el tiempo a la época en que vivió el pensador. Mary Shelley (1797-1851), esposa y viuda del poeta Percy B. Shelley, escribiría —además de novelas— textos biográficos sobre filósofos, escritores y artistas. Uno de ellos es la Vida de Rousseau, publicada en 1839, que en este volumen se reedita acompañado de una crónica más breve y con tintes prefeministas: Retrato de madame d’Houdetot. Era esta una dama francesa, casada con un conde, de la que Rousseau se enamoró cuando —ya cuarentón y dueño de cierta notoriedad— habitaba una casita en Montmorency, cerca de París, facilitada por la sagaz madame d’Épinay, también escritora.
Pero madame d’Houdetot tenía su propio amante: monsieur de Saint-Lambert, amigo del filósofo y “superior a él en todas las cualidades que producen atracción”. Rousseau, racionalista, declaró su amor y arruinó así la amistad que lo unía a ambos. Se desencadenó una serie de equívocos: supuestas o reales infidencias y deslealtades lo alejaron también de otros amigos, como el enciclopedista Diderot.
Criado como calvinista, Rousseau se había hecho católico en su juventud, pero en su madurez volvió al protestantismo. Al publicar Émile en 1762, con cincuenta años de edad, se transforma en un intelectual fugitivo: debe huir de Francia para no ser arrestado, pues enciende las iras del clero francés al cuestionar “varias falsedades dañinas del catolicismo”. Otros países y ciudades le prohíben la residencia, y hasta Ginebra, su ciudad natal, le cierra las puertas. Pero, a pesar de su “anticristianismo”, siempre hay quien lo ayude.
Una virtud de Shelley es narrar con amenidad y ojo crítico —pero desde un fondo de afecto y admiración— las complicadas relaciones personales de Rousseau con sus amigos o protectores, incluido David Hume, que lo acogería más tarde en Inglaterra y con quien se peleó públicamente. La autora no duda en criticar a Rousseau por el abandono (sin atender a los sentimientos de la madre) de los cinco hijos que engendró con Thérèse Le Vasseur, mujer ignorante y de cuestionable carácter, aunque buena cocinera. El autor de El contrato social no cumplió —consigna Mary Shelley con el ceño fruncido— con el más elemental deber de un padre: dar a sus hijos educación y crianza en el seno afectivo de una familia. Algo que el filósofo, por su parte, justificaría racionalmente.
Muerto a los sesenta y seis años, convencido de que se tejían confabulaciones en su contra, escribió en su epitafio: “Consagrar la vida a la verdad”. Shelley especula: ¿se suicidó Rousseau? Tal vez lo deprimiera una supuesta infidelidad de Thérèse. Pero probablemente fue un infarto cerebral: el órgano de la razón vuelto contra sí mismo.
Mary Shelley, Vida de Rousseau & retrato de madame d’houdetot, edición y traducción de Socorro Giménez, Ediciones Universidad Diego Portales, 148 págs. (Una versión de esta reseña se publicó en Las Últimas Noticias, Santiago de Chile, el 26 de octubre de 2015).
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