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A sala explotada se vivió la puesta en escena de Las bailarinas no hablan, adaptación del libro homónimo de autoficción de la escritora y ex-bailarina Florencia Werchowsky (Neuquén, 1978), en el Centro de Experimentación del Teatro Colón (CETC). Lejos de ser una traslación directa y obediente, el texto narrativo funciona como germen de una obra que sentencia, con lucidez política, que “hablar” no es tan sólo comunicar con palabras: el lenguaje corporal, tan potente en escena, da cuenta así de todo lo que un paso, una postura o un gesto pueden decir.
Al comienzo, se podría pensar que la obra plantea una paradoja: si las bailarinas no hablan, ¿quién es esa mujer que versa en francés sobre la danza y sus convenciones y se proyecta en vivo en las viñetas que ofician de fondo del escenario? La sorpresa se aclara pronto, cuando escuchamos (o leemos) que la que detenta la voz ejerce un rol jerárquico: el de maestra de ballet (Virginia Licitra). Jugando con las fantasías del espectador, se delinea una profesora de danza que responde (¿fielmente?) al imaginario estricto del mundo clásico, y es ella quien, como una villana de cuentos, nos expone en loop la rutina del mundo del ballet y la imperiosa necesidad de renunciar al amor. En un arte atravesado por la ética del sacrificio y la exigencia no hay lugar para novios o amantes: queda el partenaire como afecto mecánico en el camino de la superación hacia el saludo triunfal.
Así, entre fléchir y refléchir se arma en escena el clima de un día normal de ensayo en el que los bailarines —de distintas edades y géneros: siete profesionales de la compañía del Colón, cinco estudiantes del Instituto Superior de Arte— despliegan a lo largo del espacio diferentes y variados pasos y posturas, junto con sus errores y correcciones, que repiten una y otra vez. Pero también resuenan en el escenario los sonidos de las piruetas, los cantos y los aplausos. Dos momentos se destacan, sin duda: el primero se despliega en la cadencia de los susurros que nos introducen casi hipnóticamente en el glosario francés de las posiciones del ballet; el segundo se ajusta al minimalismo de un movimiento de manos que imitan sutilmente los pies. Es que la rigidez denunciada no le escapa a la comicidad, como lo demuestra la escena del peinado de la pequeña bailarina recién llegada a Buenos Aires, o las mellizas que intentan seguir los pasos marcados, sin consideración de su maestra (Luciana Barrirero), en el aprendizaje de una coreografía.
El cuerpo, quizá el gran tema de esta ópera experimental, reclama una escucha. La tirantez del rodete clama soltarse y liberarse de la exigencia física y las repeticiones incansables. Lo angelado pierde su carácter etéreo y se hace materialidad de una crítica que repasa las reglas y las normas de modo insumiso. La composición musical (de Diego Voloschin) acompaña muy bien este compás descompasado de una obra concisa y llena de contemporaneidad, que va mostrando las grietas de un maillot metafórico que se pretendía tan liso y tan perfecto.
Las bailarinas no hablan, de Florencia Werchowsky, dirección de Florencia Werchowsky, Centro de Experimentación del Teatro Colón, Buenos Aires, 15, 16 y 20 de mayo; 1 y 6 de junio de 2018.
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