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Jorge Carrión: No tengo idea de por qué me fui inclinando con los años por las librerías de libros nuevos. Lo cierto es que crecí en un barrio periférico de una ciudad pequeña, en el que no había librerías. Sí quioscos, papelerías, un estanco: me recuerdo a mí mismo fascinado por las nuevas revistas de divulgación científica, de videojuegos, por los nuevos cómics de Marvel. En algún momento comencé a frecuentar la gran librería de la ciudad, en el centro urbano, y una librería de viejo, más cerca de mi casa, en una zona que llamaban “ciudad jardín”. De modo que los libros nuevos (Robafaves, se llamaba la librería, que ha cerrado) estaban en una calle comercial, de camino a la única biblioteca pública que había en la ciudad (Mataró) en aquella época, mientras que la librería de viejo (Roges Llibres, que ahora sólo vende online, pero está relacionada con la ONG que vino a casa a recoger los mil libros de los que tuve que deshacerme cuando nació mi hijo) se encontraba en una calle residencial, más o menos apartada. Ahora veo esos dos polos como platos de una balanza.
No tengo idea, repito, de por qué me incliné hacia Robafaves. Tal vez por las novedades, las presentaciones de libros, o simplemente porque allí sí estaban los libros que más me interesaron durante la adolescencia: los de rol.
Luigi Amara: Aunque me cautiva casi cualquier tipo de librería, confieso que siento una debilidad especial por las de viejo. Allí palpita, como quizá en ninguna otra, la inminencia del hallazgo. Es verdad que en una librería de nuevo uno no tiene que saber necesariamente lo que busca y que, por lo mismo, cabe recorrer sus pasillos con la expectativa de una cita a ciegas jamás concertada, pero hay que hacerlo casi siempre a contracorriente de las marejadas de autoayuda y en zigzag entre las columnas cada vez más abultadas de best sellers. Como decía Virginia Woolf, apenas traspasamos el umbral de una librería de viejo nos invade una sensación de aventura: a diferencia de los ejemplares más o menos domesticados de las bibliotecas y de los obedientes y bien peinados por la mercadotecnia de las grandes cadenas, los libros usados son más bien silvestres y carecen de techo: aunque tal vez lleven décadas acumulando polvo en un rincón, se diría que están de paso, que su lugar en el estante es sólo una escala en el largo peregrinaje del azar. Eso es quizá lo que más me gusta de ellas, la posibilidad un tanto eléctrica del encuentro, de lo repentino: que al final de una línea discontinua y caprichosa de dueños y reventas, de entusiasmos y desdenes, el libro que nos esperaba y no sabíamos siquiera que existía termine de golpe en nuestras manos.
JC: No sé si el autor de una historia de la peluca debería utilizar la expresión “bien peinados”. De algún modo, pienso ahora, los dos hemos trabajado en la misma idea: la de la genealogía de un objeto o lugar, la peluca y la librería. La biblioteca sería a la librería, en el imaginario colectivo, lo que el cabello natural al cabello postizo o artificial. Por otro lado, no sé a qué librerías de nuevo vas tú, pero en las que yo frecuento no hay autoayuda. Es tal la cantidad de novedades, de ahora y de los últimos treinta años, que siempre hay también en ellas aventura y encuentro (como en el viaje, el encuentro es el nodo de la experiencia). Recuerdo, por ejemplo, aquella vez que vi en un anaquel de La Central del Raval la primera edición de Vudú urbano, de Edgardo Cozarinsky, de Anagrama, con prólogos de Susan Sontag y Guillermo Cabrera Infante. Yo había leído el libro en la edición argentina (lo compré en El Ateneo de Rosario), no me imaginaba que la primera edición española nunca se había agotado…
LA: Quizá la situación sea más acentuada en México –de allí mi timbre un tanto desencantado–, pero creo que en todos lados asistimos a la transformación de librerías alguna vez emblemáticas en supermercados de libros, en grandes almacenes donde el perfil del libro como mercancía domina y a veces agota el horizonte, donde la rapidez de venta es el valor central y donde la autoayuda y los coffee table books más previsibles han desplazado a ciertos géneros (la poesía y el ensayo entre ellos) a rincones escuálidos y menguantes. Recuerdo, por ejemplo, cuando la librería Gandhi era una escuela no oficial de libreros al sur de la ciudad de México. ¡Cuánto se podía conversar y aprender de ellos! Hace poco entré buscando la edición de Alianza de Vidas de los filósofos ilustres, de Diógenes Laercio y el dependiente no sólo no ubicaba el libro en absoluto, sino que me preguntó cuál era el apellido del autor para buscarlo en la base de datos… ¿Cabe seguir llamando “librería” a un lugar donde se pretende que la computadora reemplace a la sabiduría? Si hoy –y hablo en particular del Distrito Federal– quieres acercarte a uno de ellos, a un librero de los de antes, de los que saben situar un título en una órbita más amplia, rica en conexiones y proximidades, tienes que cruzar el umbral de una librería de viejo: visitar a Enrique Fuentes en la Librería Madero, a Agustín Jiménez en La Torre de Lulio, a Max Rojas en El Burro Culto. Desde luego las librerías de nuevo pueden deparar cierta sensación de aventura, pero me temo que han expulsado a sus viejos lobos de mar.
JC: En cambio, en otros ámbitos, las grandes superficies retroceden. Pienso en Estados Unidos, en la debacle de Barnes & Noble, en el cierre de Borders; o en España, donde la crisis, creo, ha reivindicado al pequeño establecimiento y ha puesto en jaque al grande. Por otro lado, en la calle Donceles de la ciudad de México me sentí muy perdido: no había catálogos informatizados ni libreros que supieran qué estaban vendiendo. Sentí cierto vértigo ante todos aquellos libros que podían llegar a interesarme, sepultados por la masa informe, anónima, caduca. Prefiero el orden y el ordenador al caos, el polvo y esa impotencia.
LA: Los supermercados de libros crecen aquí y se hunden allá, mientras que las librerías de barrio prosperan y se extinguen a la velocidad de los hongos; Amazon domina el horizonte como el ojo sin párpado de un dios insensible, y las librerías de viejo asisten atónitas a una euforia fetichista en plena era digital… Se antoja necio apuntarlo ante el autor de Librerías, un libro que es también una forma contagiosa de viaje, pero en un panorama tan variopinto y cambiante, quizá todo dependa de lo que buscamos en ellas, de las expectativas que nos mueven a visitar una librería en particular. (Eso sí, cuando el parámetro es simplemente “grandes superficies”, prefiero por mucho la masa informe, caótica y caduca de Strand a la cuadrícula aséptica, impersonal y filistea de la Fnac).
La defensa del desorden y el polvo en una librería –te lo dice un maníaco y un alérgico– sólo se sostiene por sus recompensas o, para ser más modestos, por la perspectiva del hallazgo. En “Para coleccionistas pobres”, Walter Benjamin evita el ejercicio de jactancia de enlistar sus cualidades detectivescas o sus golpes de suerte, en razón de que difícilmente podrían extraerse de allí directrices o consejos útiles para el bibliómano. Pero como de momento no me mueve ningún afán didáctico, contaré, espero que sin demasiado alarde, la forma en que me hice de uno de mis mayores tesoros librescos.
Cuando ya el vértigo comenzaba a convertirse en impotencia en una librería de viejo del centro de la ciudad de México, una librería/dulcería desvencijada y lóbrega a la que había entrado por lo inusual de la propuesta (porque de eso se trata: de una propuesta y no, como parecería a simple vista, de desesperación encarnada), y mientras compraba a veinte pesos, sólo por no dejar –porque el dependiente me había hecho el día con su teoría de la complementariedad del azúcar y la lectura–, Una avanzada del progreso de Conrad, los vi: dos volúmenes color beige un tanto avejentados pero en perfectas condiciones que me gritaron, como los frasquitos a Alicia, “tómanos”. Cada uno costaba setenta pesos, yo tenía en el bolsillo apenas ciento veinte, pero el librero consintió en que me llevara los tres por esa cantidad, el Conrad incluido. Una vez en mi casa constaté en Internet lo que hasta entonces no era sino una sospecha que ya empezaba a degenerar en taquicardia: eran las primeras ediciones de Esperando a Godot y de Fin de partida de Samuel Beckett (Les Éditions de Minuit, 1952 y 1957 respectivamente), tesoros cotizados –sobre todo el primero– en miles de dólares, que quién sabe cómo diablos habían ido a parar a una dudosa librería/dulcería del centro del DF vendiéndose por una bicoca… ¿La cadena insobornable del azar los había destinado a ilustrar, medio siglo más tarde, las bondades inesperadas del polvo y el desorden?
JC: Lo que te ocurrió es casi ya imposible que ocurra. Los cazadores de libros y de primeras ediciones hasta hace poco todavía fatigaban (esa palabra) las librerías de viejo en busca de primeras ediciones valiosas. Ahora se han rendido, porque los libreros saben muy bien qué atesoran, porque casi todo está bien catalogado y tasado en Internet. Sin embargo, quedan espacios. No sólo esa librería pastelera que comentas. Pienso en La Habana, donde todavía la gente pone a la venta la biblioteca familiar sin saber muy bien con qué cuenta. Y no sólo en La Habana, porque en todas partes hay familias despistadas sobre los bienes que adquirió el bisabuelo. El año pasado fui al Mercado de los Encantes, poco antes de su desaparición y traslado, y vi cómo a las seis de la mañana media docena de “cazalibros” entran a saco en los lotes de muebles y vajillas para mirar si entre los trescientos o cuatrocientos volúmenes vendidos hay alguna joya.
En eso te doy la razón: un mundo se extingue. Pero tal vez justamente por eso me interesa más el mundo de las librerías de libros nuevos: porque creo que está cargado de futuro.
LA: Un mundo que se extingue también sirve como refugio, como punto de referencia, y a veces es necesario resguardarse de la catarata apabullante de novedades –cada cual anunciada como “una fiesta del lenguaje”, como el-no-va-más-que-nadie-debe-perderse– en busca de algún viejo volumen. De algún modo esos libros polvorientos, atravesados por la polilla, están a su vez cargados de futuro. Desde luego la división no es tajante (en las librerías de usado, sobre todo en las poco escogidas, suelen amontonarse aquellas chillonas novedades que nadie debía perderse y todos se perdieron, así como en las librerías de nuevo están los Luciano o los Chesterton de siempre), pero esos libros amarillentos y frágiles, que han sobrevivido al naufragio, encarnan también una idea de libro, de su materialidad y discurso tipográfico, que vale como un doble refugio frente a la desbordada miseria editorial imperante, como ese contrapunto o paso al margen que permite ver la oscuridad del presente y apuntar entonces en otras direcciones.
Por lo demás, si de los libros nos desplazamos a la consideración de las librerías mismas, al placer de visitarlas como espacios rituales (tú mismo practicas y defiendes el peregrinaje a esos recintos imantados de la cultura y la historia), creo que habría forma de defender las librerías de viejo no sólo por lo que venden, sino precisamente como enclaves, como “topografías eróticas” (ahora te estoy citando), como guiños habitables de las urbes que, a la manera de los antiguos cementerios o las ruinas arqueológicas, nos permiten a la larga encontrar nuestro lugar en el mundo.
JC: A menudo pienso que las librerías han sido para mí lo que las iglesias fueron en algún momento para mi madre: tanto el refugio más cercano para la inquietud del espíritu, digamos, como el lugar de visita cuando se hace turismo. De hecho, en algún momento de mis viajes me cansé de las iglesias y las catedrales, incluso de los templos, pero nunca me he cansado de las librerías. Son un lugar con aura, aunque el aura –por supuesto– esté en tu mirada. Un lugar, también, tranquilizador, donde el orden y los materiales ordenados comunican calma. Un lugar, por supuesto, interminable, como lo son de hecho todas las bibliotecas de, digamos, más de mil volúmenes. Cuando vivía en Chicago, a causa de la soledad y de la nieve, pasaba mucho tiempo en la biblioteca de la universidad y en la librería Seminary Co-op. Mucho tiempo significa sesiones de doce horas en la biblioteca y hasta de dos horas en la librería. En ambos espacios, tal vez por única vez en mi vida, fui radicalmente sistemático. Quiero decir que llegué a mirar uno por uno todos los libros de las secciones de literatura de viaje o de historia del viaje y del turismo, o todos los escritos por Saul Bellow o J. M. Coetzee, que fueron profesores de aquella universidad, o por Juan Goytisolo y W.G. Sebald, siempre acompañados por una ingente bibliografía secundaria. Quiero decir que leí muchos y compré algunos, que tomé apuntes no de decenas, sino de centenares de ellos. Esa posibilidad extrema de consumo de tu tiempo está siempre, en potencia, en cualquier biblioteca y librería. Casi nunca optas por ello, pero ahí está. De algún modo la fuerza de esos espacios, su enorme poder, dependen de esa posibilidad, la de agotar el conocimiento sobre un tema, la de explorar algo tan a fondo que podrías hacerlo casi tuyo.
LA: Comparto esa idea de la librería como refugio y también como pretexto para desplazamientos a veces descabellados y largos. Aunque en general me gusta recorrerlas –al igual que las ruinas o las iglesias– en silencio, en las de viejo también he disfrutado de inesperadas conversaciones con desconocidos, lo que las ha vuelto a su manera más entrañables. Especialmente los días de lluvia coinciden una serie de individuos solitarios, de aspecto lúgubre, cuando no harapiento y desesperanzado, que se entregan al fácil placer de ponderar los libros con la mano, de soplar el polvo acumulado en ellos, de acariciar con el dedo índice sus lomos, en ocasiones sin molestarse siquiera en leer los títulos, pues al fin y al cabo las librerías son también un lugar para pasar el tiempo, donde no se compra nada sino que se intercambian pistas y se sugieren rutas y pasadizos hacia nuevos libros y lecturas. Recuerdo que hace ya muchos años empecé a rastrear como un auténtico buscador de tesoros los libros de Léon Bloy y J.K. Huysmans, después de que un sujeto escuchó que buscaba “cualquier cosa” de Villiers de L’Isle-Adam, y me los recomendó en el tono de quien pertenece a una secta; seguramente habría llegado de todas formas a ellos siguiendo el hilo de asociaciones y proximidades que suelen envolver a los libros, pero no sé si entonces habrían significado tanto para mí.
En librerías de nuevo sólo me ha pasado algo parecido en Buenos Aires, donde sentí que de hecho se practica el fisgoneo libresco y hasta el debate literario de pasillo. Una vez, una señora que de forma más bien indiscreta notó que yo seguía la huella de Gombrowicz en la Argentina, se acercó para orientarme (¿qué digo?, ¡para impartir cátedra!) y de paso para invitarme a la proyección de un documental sobre Gombrowicz que se daría no lejos de la librería esa misma noche, gracias a lo cual la huella del escritor polaco se abrió hacia un horizonte del que no tenía la menor noticia y además me puso en camino de una noche inolvidable.
JC: Esta conversación me ha obligado a recordar mis orígenes como lector. Y son unos orígenes muy vinculados a los libros nuevos. Mis padres me los compraban sobre todo en el Pryca, ahora Carrefour, un gran supermercado. Es de ahí, creo, de donde vienen casi todos mis ejemplares de Los Hollister y de Alfred Hitchcock y los tres investigadores. Me recuerdo, mientras mis padres recorrían los pasillos y acumulaban en el carrito la compra semanal, jugando con mi hermano en la zona de las pelotas (había un gigantesco cono lleno de pelotas de plástico: el juego consistía en cogerlas de la parte inferior y lanzarlas, cuatro o cinco metros hacia arriba, para colarlas en la parte superior; era una suerte de reloj de arena gigante en el que los granos eran balones estampados en colores vistosos con los jugadores del Barça o los protagonistas de Dragon Ball) o mirando libros en la zona de librería (en una esquina estaban los pósteres enmarcados, la mayoría eran de coches, pero había siempre dos o tres de Sabrina o Pamela Anderson en minúsculos trajes de baño).
Más tarde, cuando mi padre entró a trabajar como agente de Círculo de Lectores en su tiempo libre, comenzaron a llegar otros libros a casa, también nuevos, por ejemplo los de Agatha Christie. De vez en cuando mi padre volvía con libros viejos, que había encontrado en su deambulación constante como empleado de Telefónica en un pueblo cercano, pero nunca me enamoré de esos libros, no recuerdo título alguno, tal vez me suscitaba desconfianza el hecho de que hubieran sido leídos, disfrutados por otros niños, como juguetes de segunda o de tercera mano.
Mis orígenes humildes (clase media-baja, como decían mis padres), por tanto, estarían relacionados con los libros nuevos. Pero, pensándolo bien, tal vez las librerías de nuevo sean más democráticas que las de libros de segunda mano o antiguos. Para empezar, el precio es único, no se puede regatear, todos los clientes somos iguales (también los que, como yo, no fueron educados por sus padres en el arte de la bibliomanía); mientras que en las librerías de viejo, aunque es cierto que la mayoría de los libros son más baratos, no sólo se puede negociar el precio, sino que también hay joyas bibliográficas, libros de un valor mucho más alto. Para seguir, nunca me ha gustado que un libro mío esté firmado por otra persona, dedicado a otra persona, no digamos subrayado por otra persona. Esta mañana me fijaba, mientras leía Fouché, de Stefan Zweig, en el sonido del lápiz al rasgar el papel (leo siempre con un lápiz en la mano, por lo común de Ikea, para mí ir a Ikea es ir a robar lápices de lectura, que a menudo quedan como punto de lectura: a veces, años más tarde, cojo un libro del estante y me doy cuenta de que tiene un lápiz enterrado, recordándome dónde lo dejé), y pensaba que uno de los motivos por los que no sigo leyendo en mi iPad es por eso, porque hay en los gestos, en los subrayados, en lo táctil, en la textura, una serie de estímulos a la memoria que no existen en lo digital (o que conmigo no funcionan: yo leo para recordar y para pensar, no para evadirme, necesito esa memoria de la lectura).
LA: En mi caso, todos esos aspectos “físicos” que rodean la lectura y que la hacen, si esto tiene algún significado concreto, “más real”, contribuyen al gusto por las librerías de viejo. Confieso que buena parte de mi afición por ellas proviene del atractivo tal vez morboso de que allí se vendan libros ajenos, es decir, que pertenecieron a otros; esa sensación de expectativa y acaso de desdoblamiento por hacer propio el libro de alguien más, un libro que a juzgar por lo maltrecho de su encuadernación y lo grasiento de sus páginas fue alguna vez muy querido y frecuentado y, también, por causas intrigantes que uno quisiera averiguar, del que tuvo que desembarazarse para ya no saber jamás de él, quizá sorprendido por la muerte.
El libro usado, el libro no sólo de apariencia gastada y hojas amarillentas, sino aquel que ha sido efectivamente leído por otro, no importa si con pesar o deleite, es en realidad dos libros: además de la historia impresa, que se da por descontada, cuenta la historia involuntaria que el lector le fue añadiendo mientras recorría sus páginas; una historia íntima que es posible entrever a través de la serie de huellas que el propio libro resguarda como texto cifrado. La esquina doblada de determinada hoja, la dedicatoria exaltada o francamente ridícula, los subrayados a lápiz, las gotas de sangre o de sudor o vaya uno a saber de qué, los mosquitos y demás insectos embalsamados entre el papel, las manchas casi siempre circulares de café o de Coca Cola, los separadores de libros, las páginas arrancadas, los residuos de tabaco, los párrafos tachados con furia –como si hubiera algo muy grave que censurar–, los comentarios marginales… Todo (todo lo que sería insoportable en un libro de biblioteca) adquiere la cualidad de indicio, todo rastro es una muesca crítica, un comentario ya sea elemental o mordaz; aquí y allá se van encontrando pistas de hastío o de dolor o de deslumbramiento, a partir de las cuales se puede reconstruir la experiencia lectora que nos antecedió, y entonces disfrutar y a veces comprender doblemente el libro, de la misma manera que en el palco lateral de un teatro nos vence la tentación de practicar ese ejercicio de estrabismo que consiste en seguir con un ojo la obra, al mismo tiempo que, con el otro, no perdemos detalle de las reacciones del público.
JC: Me ha encantado esa idea del lector de libros usados como un fisgón, como un espía, como un voyeur. Pero precisamente es lo que me disgusta de los libros usados: que tengan una segunda vida y que no sea la mía. Un libro, de algún modo, supone la ficción de que puedes acceder a un mundo, a una vida, a una mirada, directamente, abriéndolo (un libro se abre como una puerta). Aunque en realidad haya infinidad de muros y fronteras entre tú (lector) y lo narrado (y el escritor), me interesa la ilusión de que hay un acceso más o menos directo. Que el libro esté manoseado, subrayado, pone barreras en mi lectura. Pero confieso que en los mercadillos, en los mercados de pulgas, me gusta buscar libros que tengan más que un subrayado: libros con caligrafía en los márgenes, con dedicatorias, con postales o fotografías en su interior. Me interesan mucho esos libros que son cofres, que son museos en miniatura. También me interesan los modos de anotación. ¿Cómo anotas tú, Luigi? Yo uso un sistema que proviene de mis años de ajedrecista: en el margen, como comentario a lo que he subrayado, dibujo un signo de interrogación cuando no estoy de acuerdo con lo que dice el autor o el estilo me parece muy burdo, cualquier opinión negativa, digamos, y un signo de exclamación cuando me ha sorprendido o gustado una idea, o cuando la forma me ha parecido remarcable o llamativa por alguna razón. Si hay tres o cuatro signos de exclamación es que ese fragmento es asombroso. No estaría mal alguna vez hacer una antología personal de lecturas con esos pasajes de veinte años de lector. Hace un par de años estuve en el archivo de Sebald en Marbach y descubrí, alucinado, que él también ponía interrogantes y exclamaciones en los márgenes de sus lecturas. Este año me ocurrió lo mismo en la biblioteca personal de Cortázar en la Fundación March de Madrid. Debe de ser más común de lo que yo suponía y no provenir únicamente de la anotación y el comentario de partidas de ajedrez…
LA: ¿Y usas el signo de jaque mate para los párrafos lapidarios? Mi forma de subrayar se ha ido simplificando a lo largo de los años hasta quedar reducida a una serie de figuras geométricas: rectángulos para los párrafos que abren preguntas, triángulos con la punta hacia fuera para lo valioso y con la punta hacia dentro para lo cuestionable, círculos para lo que juzgo crucial y algún asterisco para lo realmente cósmico, para las frases o páginas fuera de este mundo. En las relecturas de esos párrafos también suelo subrayar del modo convencional: con una raya a lápiz debajo de las palabras. Como a ti, me fascina observar esa parafernalia crítica en los libros ajenos, ese auténtico sismógrafo de la lectura como experiencia incluso telúrica; todo aquello que, en honor a Poe, podría resumirse con el término “marginalia” (y que a su manera se ha trasladado también a Internet, ya sea en blogs, en comentarios al vuelo o en subrayados colectivos, tal como sucede en Kindle). Desde luego, si es posible, me gusta hurgar en los libros anotados de los autores que me interesan, pero también en los de perfectos desconocidos. Recuerdo que Charles Lamb habla de eso en un ensayo, de los libros que le regresan “enriquecidos” por sus amigos escritores al dejar huellas, marcas de sus lecturas. Pero esa costumbre de anotar en los libros tiene también su lado problemático. En casa hemos tenido que comprar en ocasiones dos ejemplares del mismo título porque yo ya lo había subrayado y mi esposa quería leer el libro, no el libro a través de las enfáticas evoluciones de mi cabeza…
JC: ¿Cómo es tu biblioteca personal? Yo tengo una relación muy contradictoria con la mía. Aunque mi vínculo emocional con ella es muy fuerte, lo cierto es que sólo dos veces en toda mi vida he sido capaz de controlarla: las dos veces que me he mudado siendo adulto supe qué libros tenía y dónde estaban. Ese descontrol, esa imposibilidad de conocerla, me pone nervioso y me frustra. Intuyo que todos los escritores pensamos constantemente en que no deberíamos escribir tanto, en que deberíamos leer más (o viceversa). Yo, además, pienso muy a menudo que debería invertir más tiempo en ordenar y mimar a mis libros. Envidio la maquinaria de una buena librería, en que varios libreros están constantemente velando por mantener una clasificación efectiva de su fondo. Los míos, tan cercanos a mi biografía y a mis afectos, tienen más polvo y menos orden del que yo quisiera. Te pregunto porque el origen de los libros son compras en librerías. Es necesario pensar en los cordones umbilicales que unen algunas decenas de miles de librerías con algunos millones de bibliotecas personales. ¿También valoras en tu biblioteca el desorden que te gusta encontrar en las librerías de viejo? ¿O te ocurre lo contrario?
LA: Admito cierto nivel de caos en mi biblioteca, pero más bien procuro preservar el orden. Divido por géneros o disciplinas (filosofía aquí, poesía allá, etc.) y en los estantes sigo un orden cronológico o de nacionalidad: las novelas francesas están todas juntas, así como el ensayo inglés comienza con Bacon y Addison y Steele. A la manera de Georges Perec, me habría gustado fijar un número determinado de libros (digamos 666) y no hacerme de uno nuevo sino hasta deshacerme escrupulosamente de otro. Pero con los años me he convertido en un bibliómano –en un bibliómano sin apenas dinero, pero incorregible como todos los coleccionistas– y, a pesar de que cada tanto, por razones de higiene mental más que de espacio, nos planteamos en casa “dietas” de libros, la verdad es que no pasa más de un mes sin que caiga de nuevo en el vicio, y entonces procedemos a inaugurar los estantes de dos filas o a mandar a hacer más libreros. Por fortuna (o desgracia), los departamentos en la ciudad de México suelen ser amplios y consienten este tipo de descontrol acumulativo.
Pero tu idea del cordón umbilical que une la compra de un libro a la biblioteca en la que figurará me parece iluminadora y sugestiva: es en función de ese cosmos libresco que cobra sentido hacerse de un nuevo ejemplar, de aceptar la presencia de un nuevo planeta en el sistema; de lo contrario, como sucede con algunos libros que uno recibe de regalo o compró precipitadamente, corre el riesgo de no ser más que una estrella fugaz en el cielo de nuestra biblioteca.
JC: Me quedé pensando en lo que hablábamos de la sorpresa. Es curioso que los letraheridos, tanto si somos amantes de las librerías de nuevo como de las de viejo (o de ambas: o, mejor aún, de los híbridos, porque si el modelo de librería de autor de los siglos XX y XXI es el que configuraron Beach y Monnier en Shakespeare and Company y La Maison des Amis des Livres, las míticas librerías de la rue de l’Odéon, la idea platónica de ese espacio pasaría por la convivencia, incluso, de la librería con libros en venta y la biblioteca de préstamo), sabemos que podemos consultar los catálogos online antes de ir a una librería, para ver si disponen del ejemplar que buscamos, o encargarlo, pero la gran mayoría del público no lo sabe. Eso significa que para ese grueso de la población, para el cual una librería es un espacio extraño, no demasiado amable, sí existe la posibilidad de la sorpresa. Pero para nosotros, esta ha mutado. Por un lado, tenemos la sorpresa clásica, que se deriva del merodeo, del pensar con los pies y la mirada que es propio de la librería, cuando encontramos algo que no sabíamos que existía (y que, por tanto, no podíamos buscar en línea), una vez que ha desaparecido la sorpresa predigital del chollo, de la primera edición a precio de ganga. Por el otro lado, tenemos la nueva sorpresa, la digital, la que se obtiene con ese otro modo de pensar: el de Google, el de los dedos (en el teclado, en el ratón) y la mirada, que también divaga o “surfea” por la superficie de la pantalla. Así también encontramos lo inesperado. Lo ideal es que después vayamos en persona a buscarlo (esa distopía: drones de Amazon entrando por nuestra ventana). No sé, pensaba si el algoritmo, tan complejo, no sería la nueva forma de la predestinación, del azar objetivo. Si toda la tradición del surrealismo, reformulada por Cortázar, si esa erótica no estará metamorfoseada en Google Books o en Iberlibro.com.
LA: Quisiera creer que somos más cambiantes e impredecibles de lo que puede calcular una máquina, que nuestros gustos e intereses son refractarios al más sofisticado algoritmo, pero reconozco que una de mis formas de la sorpresa ha llegado a través de recomendaciones de libros hechas por motores cibernéticos… Y pese a mis reservas, pese a mi resistencia a ser presa fácil de la publicidad dirigida e individualizada de Internet, he dado clic una y otra vez y sostengo una relación epistolar más animada con Amazon o con librerías independientes de otros países que con mis hermanos… En este sentido, somos muy afortunados: las ocasiones para la sorpresa (y para abonar a la bibliofilia) se han multiplicado asombrosamente. Por eso, más que un fundamentalista de las librerías de viejo o un detractor de los grandes monopolios del ciberespacio, me considero un (agradecido) lector promiscuo: leo de todo, desde fotocopias hasta primeras ediciones codiciadas, desde archivos en formato pdf borrosos hasta novelas de aeropuerto. En esa promiscuidad o eclecticismo destaco, por todo lo que ya dije, los libros de segunda mano, esos libros en los que se percibe la sombra de una mano “otra”, de una compañía tácita que se me adelantó y que dio vuelta a las páginas antes de que yo lo hiciera.
JC: Como todo llega siempre después (no siempre tarde), ha sido hoy, de regreso de Roma, en el avión, cuando he entendido lo que realmente quería decir, decirte, en nuestra conversación sobre librerías de viejo, de nuevo, etc. La respuesta la he encontrado en Contra toda esperanza, las brutales memorias de Nadiezhda Mandelstam. 1938. Encierran a Ósip, su marido, y lo primero que hace es empeñar libros suyos, libros queridísimos, en una librería de viejo, para enviarle dinero, provisiones, lo básico. A cambio de su envío recibe un mensaje escueto, también básico: el poeta ha muerto. Ahí está todo. En el gesto de ella y en la respuesta de ellos (la burocracia, los chequistas, Stalin). Las librerías de viejo son eso. Son la muerte. Son los lectores desaparecidos, las herencias dilapidadas, la pobreza, las casas que han sido vaciadas y cuyas bibliotecas han sido vendidas a peso, el saqueo. En las librerías de viejo están, un volumen junto al otro, todas las historias tristes, trágicas, genocidas, dictatoriales, de los últimos dos siglos. La bohemia negra se vincula también con las librerías de viejo. La picaresca más lamentable. Vendes tus libros para poder cenar. Compras libros de segunda, de tercera mano, porque no puedes comprarlos nuevos. Ya sé que no siempre es así, pero creo que ya te dije que no recuerdo ningún hallazgo, ninguna lectura fundamental que provenga de una librería de libros usados. En Roma, ayer, pensaba que hay dos tipos de librerías anticuarias: la de libros (y mapas, y grabados) que no podrás comprar, puro lujo, esnobismo, coleccionismo, y la de libros que probablemente no quiero comprar, puro saldo, oferta a granel, inversión de grandes cantidades de tiempo para una improbable compensación. Intuyo, por todo eso, que cuando yo era muy joven aposté por las librerías de libros nuevos, que están a medio camino entre el lujo del bibliófilo y la pobreza del saldo. ¿Más democráticas, por tanto? Quién sabe si también aposté por lo nuevo, por el futuro, por un cierto optimismo, una cierta esperanza, en lugar de por lo viejo, el pasado, la supervivencia, contra toda esperanza.
LA: Las librerías de viejo tienen, en efecto, algo mortuorio. No son un mausoleo propiamente, porque las cosas se agitan en su interior y cambian de manos e incluso deparan alguna felicidad; pero no están lejos, tanto en sus procedimientos como en su atmósfera, de la profanación de tumbas: exhibir y poner a la venta la biblioteca (si no es que la mente) de alguien que ya no está comporta cierto sacrilegio y, en cualquier caso, toda la operación se diría envuelta en una sombra tétrica. He sabido que en México, pero probablemente en muchos lados más, existe el ave de rapiña de los libros: un hombre lúgubre que viste todos los días de luto, cuyo trabajo, después de revisar los obituarios, es presentarse ante los deudos con la terrible frase: “Sé que son momentos difíciles, en que se deben afrontar muchos gastos…”. He fantaseado con entrevistarlo; pero cierto pudor, si no es que horror, me han mantenido lejos de ese auténtico buitre que, sin embargo, sabría fácilmente cómo contactar.
Pero el que la muerte esté en los libros apilados de esas librerías por lo demás casi siempre sombrías, que la ruina y la desgracia impregnen las páginas y las transacciones que allí se verifican, me parece que pone en perspectiva los sueños de inmortalidad que suelen rodear a las empresas literarias; hay algo en el polvo adherido a sus lomos, en las inscripciones de plumas fuentes resecas, que se ríe de la idea de posteridad; de allí quizás su atractivo como contrapunto a la esperanza, al optimismo que encarnan los libros nuevos con sus hojas todavía deslumbrantemente blancas.
El valor de una primera edición, de un ejemplar firmado, radica en última instancia en que acorta la distancia con su autor; aunque suele considerarse una simple manía fetichista, es también el contrapeso mortal de una abstracción engañosa, de un nombre que se ha vuelto una entelequia; esos libros se cotizan por haber sobrevivido pero, sobre todo (creo), porque en ellos se revela la presencia incontestable de la muerte allí donde solemos esperar siempre vida, intensidad, presente.
JC: Me encanta esa leyenda urbana, El Buitre de los Libros, por otro lado tan plausible. Lo imagino en el umbral de la casa del recién difunto, junto con El Buitre de los Cuadros, El Buitre de las Vajillas, El Buitre de los Muebles Antiguos. Sin duda ahí hay una novela: en esa red de hombres condenados a vagar diariamente por las esquelas y los domicilios en luto. Una novela muy mexicana, por vuestra peculiar relación con la muerte. De hecho, el cazador de libros antiguos tiene algo de carroñero, en su condición de coleccionista. La caza y el paseo: podrían ser dos actitudes distintas y opuestas de transitar la ciudad y sus librerías. En tensión o relajado. Concentrado en la presa, el libro raro y valioso, o abierto a la calle, la plaza, el grafiti, las revistas, las novedades y el fondo. Me interesa esa relación entre viaje urbano y viaje al extranjero. Preparo mis viajes durante meses o años, o bien revisitando mi propia biblioteca y rescatando volúmenes que me pueden interesar (ahora mismo, con la intención de ir a Río de Janeiro en marzo, he encontrado la Carta del descubrimiento de Brasil, de Vaz de Caminha, en la edición de Acantilado, que no sabía que tenía), o bien -sobre todobuscando en librerías. En Barcelona tenemos Altaïr, especializada en viajes, que clasifica por países no sólo los mapas y las guías, sino también las novelas, los libros de cuentos, los ensayos y los poemarios. Nunca me voy de viaje sin visitarla. En mi escritorio se acumulan, así, las lecturas que me llevaré en la maleta. Los ejércitos, de Evelio Rosero, por ejemplo, esperó ahí al menos cuatro meses hasta que me fui a Bogotá. Leía ayer que Mandelstam preparó su viaje a Armenia en librerías de viejo, donde encontró las crónicas antiguas que le interesaban. Yo lo hago en La Central, en Laie, en Altaïr. La deambulación por los mercados de libros me interesan más cuando viajo que cuando me quedo en casa. En fin, nada cazador, puro paseante.
LA: Es verdad, hay algo que se tensa en el ojo del paseante cuando va en busca del hallazgo. Pero también, por lo que respecta a las librerías de viejo, hay un margen amplio para la vagancia a secas, desprendida del afán de cacería, y esa es la que procuro practicar (aunque a veces, ya frente a los estantes, me brotan ojos de lince y colmillos retorcidos…). En cuanto al Buitre de los Libros, es algo más que una leyenda urbana, y sí muy novelable. Como te podrás imaginar, en este país no se esperan a que llegue la muerte; el buitre o, en este caso, el halcón o ave de rapiña, suele estar confabulado con los servicios de mudanzas y, en el lapso que dura el viaje a la nueva casa, adentro del camión transportista, sustrae limpiamente los diez o veinte libros más valiosos de la biblioteca en tránsito. Al parecer tiene ubicadas a la perfección las casas donde hay buenas colecciones. Mis amigos libreros me han invitado a un mercadillo madrugador y clandestino, donde cada día se “lavan” esos botines, fruto de la rapiña o la sed de carroña. Definitivamente tendré que ir un día de estos.
JC: Mientras más pienso en nuestra conversación absurdamente polarizada, más me polarizo. Ahora mismo se me ocurría si la librería de viejo no sería un vínculo, con su mística de cripta, con el viejo dios del Libro, y la de nuevo, una manifestación moderna del nuevo dios del Capitalismo. Porque si miras con distancia irónica nuestra dependencia de los objetos culturales, nuestra veneración de ciertas novelas, películas o discos está claro que es tan ridícula como el culto dominical en la iglesia a ojos de un ateo.
Llego a las cinco de la mañana, un día de marzo, al DF. Quedemos en ese mercado clandestino.
Luigi Amara (Ciudad de México, 1971) es escritor y paseante. Ha escrito ensayo: Historia descabellada de la peluca (2014), poesía: Nu)n(ca (2015) y libros para niños: Las aventuras de Max y su ojo submarino (2007).
Jorge Carrión (Tarragona, 1976) es escritor, autor de libros de ensayo como Librerías (2013) y de novelas como Los muertos, Los huérfanos y Los turistas (2014-2015).
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