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Del stream de Conicet sobre el lecho de la costa marplatense, escribía Daniel Link en su columna dominical palabras inevitables:
Lo que se veía eran imágenes casi hipnóticas de un mundo desconocido, pero ya en proceso de desaparición. Como sucede siempre en este tipo de transmisiones, la mayor parte del tiempo no pasaba nada, lo que vuelve todavía más conmovedora la expectativa: preferimos ver una larga duración de una nada puntuada por figuras extrañas, Odradeks de las profundidades, antes que seguir soportando el griterío y las mentiras de los libertarios.
Con el inesperado éxito de audiencia, y contra el clima político, despuntaba el deseo melancólico de mutear la conversación pública. Abrir la pantalla al inframundo, como para los monjes medievales, es un ejercicio espiritual a medio camino entre la acedia y la disciplina, mitad abandono, mitad juego. No es fortuito que el encanto de las campañas submarinas signe la imaginación de una civilización que hizo del aburrimiento religión, y que veamos aparecer esta veta en los bordes de la ciencia y la ficción. Hace cien años el anatomista Jean Painlevé, cruzando cine y antropología de lo no humano, registraba hipocampos, pulpos, crustáceos de toda índole, hasta cristales líquidos. Sus films sacudirían a cineastas, etnógrafos y surrealistas, atónitos todos ante los poderes disectivos del zoom, la microscopía subacuática y las mónadas antropomórficas. En 1927, una película breve, Mouvement du protoplasme d’Élodea canadensis, adelanta toda su filmografía, el espectáculo amniótico de una Vexierbild, un acertijo visual moviente sobre el que podía caer categóricamente la taxonomía o, en su defecto, la potencia del arte. Alguna vez, Painlevé se definió como un horsin, en dialecto normando “extranjero” u “outsider”, pero que suena a oursin (erizo de mar) y a hors sein (excéntrico). Una estrella culona y un emoji flotante muestran que es tarde para este experimento de psicología de masas, pero no para esconder su estructura secreta: las comunidades siguen buscando ventanas deformes donde mirarse. Narciso somos todos.
Nicanor Aráoz viene vandalizando esa pantalla para extraer del fondo su tesoro: el protoplasma resinoso, la pura vida celular de lo imaginario. Él, que sabe hacer del baldío un locus amoenus, precisa y congela la intensidad de la tierra arrasada en Amor Alien. En medio de la extensa sala, una escultura vegetal de bronce nos extiende, como un medusario, un gesto hostil. Las medias sonrisas del conjunto botánico son menos una “muestra” que una escena, otra nada puntuada. Sin display (no hay ni pasarela, ni góndola, ni póster), ironía contra el pauperismo, planta apenas un palet de madera y una esterilla. Tan poco inclinado está al trip neurótico y egotista de lo propio y lo íntimo que para Amor Alien decide ser showrunner, régisseur. Incluido y afuera, antesala y prolongación, abre las puertas del universo de un disney lovecraftiano, Frog Community (con Joaquín Aras y Brian Maltz) en la alfombrada sala contigua.
Pero, para cualquier comunidad, por más anfibia y recelosa que sea, hay un crimen. La especie vagabunda del vasto palier, como un tótem descuajado, son las flores de Fukushima, una variedad de margarita encontrada alrededor de las zonas radiadas. Vengativas, parecen amenazar con volverse plaga. Una vez más, Nicanor Aráoz, que suele infiltrarse en la fibra óptica que transmite euforia y agitación intravenosa, elabora una iconografía que bien podría vestir el reel de un par de zapatillas, o seguir poblando el bestiario de Satoshi Tajiri, o decorar algún altar devoto de San La Muerte a la vera de una ruta correntina, o ilustrar a pie de página las teorías de Donna Haraway, o darle vida a la ciencia ficción vernácula de Michel Nieva, como es el caso. Su potencia hipersensible sigue siendo salir con el timing de quien se teje a ciertos nudos del presente más acá y más allá del barroquismo del capital y de las agendas globales, porque se sabe fatalmente erizado y enraizado en él. Como un horsin, huye del narcisismo obediente y trafica un narcisismo destructivo y sacrificial. Preparado para tirarse a las densidades del pozo mental, bucea bastante más abajo de las aguas heladas del cálculo egoísta. En las mareas caldeadas de los odradeks, hay una fiesta a la que nos invitan las margaritas bífidas y crueles, cuyo sentido tal vez no esté ni en su factura de bronce ni en su genealogía hibakusha, sino en los vientos que las contorsionan, la melodía que las enerva juntas. Porque el odio este que se consume es tan torpe y pacato y satura como satura lo vivible, que la música sorda de esa rave herbaria quizás sea otro contrapunto sonoro al hate, “el griterío y las mentiras de los libertarios”, donde el amor verdadero sólo puede ser alien.
Nicanor Aráoz, Amor Alien, Barro Arte Contemporáneo, Buenos Aires, 28 de agosto – 4 de octubre de 2025.
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