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Hay una bruma especial en el aire, los días húmedos en el barrio de La Boca hacen que todo se potencie. Es de noche, estoy yendo a ver la muestra de Maggie Petroni en Pasto. Llego media hora antes del cierre y no hay público, sólo obras.
La sala rectangular está rodeada de columnas cilíndricas, en el centro otras tres columnas en forma de prisma organizan el espacio. El piso y todas las columnas son de cemento, entiendo las columnas como los huesos de la sala, el esqueleto. Las obras funcionan como órganos adentro y, aunque sean estáticas, dan sensación de movimiento cuando se las recorre. Ellas desorganizan lo que el esqueleto de cemento intenta armar: un recorrido.
Del techo cuelgan dos esculturas como lámparas araña, pero no están hechas de cristal sino de ópticas de autos. Fueron construidas con una sucesión de latas de cervezas y una cadena que la suspende. Una es mucho más grande que la otra y su espíritu animal me sugiere un parentesco de hermanas o madre e hija. En los prismas descansan parasitariamente esculturas de menor formato que están hechas con una sola óptica, como si las grandes hubiesen puesto huevos que se están gestando, excepto por dos que permanecen juntas y observan con luz azul la muestra entera.
El espíritu animal de la exhibición se realza con la única escultura que se levanta del piso como una cobra: ataca cuando se defiende. Se trata de un caño de escape que se eleva y al que le nacen unas costillas. Enfrente, al otro lado de las columnas, desciende del techo una moto que roza el suelo y tiene la luz prendida, como si hubiera sido extraída de la escena después de un accidente.
Al recorrer la muestra, las pinturas desprenden sus mensajes. El lienzo está hecho con trozos de distintas telas y prendas: la manga de una campera Adidas, remeras intervenidas de bandas, una zapatilla, gorras, un buzo con capucha, cinturones y material reflectivo. Las imágenes aparecen en ellas como cuando se ilumina un cuarto oscuro desordenado con una linterna y estás buscando algo. Se asocian y disocian distintos imaginarios relacionados con la infancia y la adultez de la artista: Usagi Tsukino, Monster Energy, tribales, cadenas, murciélagos, Marie de Los aristogatos, Calaveras, las flores de Luis Vuitton, tipografía gótica, entre otras cosas.
A medida que me sumerjo en cada pintura, puedo entender mejor la manera de pintar de Maggie Petroni: las líneas de lavandina van apareciendo a medida que el producto afecta la tela. Esto me recordó que de chico en mi casa nos dividíamos las tareas de limpieza, y la mía era ocuparme de la ropa de todos los integrantes de la familia. Yo me ocupaba del lavarropas: centrifugar, colgar y ordenar las prendas. En un acto de rebeldía, me gustaba mezclar los colores de los lavados y salpicar con lavandina haciendo que pareciera un accidente. Trazo una línea de tiempo en el recuerdo y la pintura. Algo coincide.
Mientras termino de recorrer la muestra y anoto algunas ideas, la lapicera se empieza a quedar sin tinta y la escritura comienza a desaparecer, al igual que las letras y los textos en las pinturas.
Estoy apurado porque la galería comienza a cerrar. Me quedo esperando ese momento. Antes de que se apaguen las luces, queda prendida una de las lámparas araña. Ahora puedo ver los plásticos negros que cubren las vidrieras de la galería. Los efectos de las obras en el espacio se conectan con lo espectral de las pinturas: los fondos distorsionados de colores y referencias que desaparecen. La bruma del barrio entra en ese momento a la sala.
Mientras pedaleo por una avenida me detengo en el semáforo, al costado veo en el reflejo de la vidriera de un anticuario una lámpara de araña con caireles mezclarse con el reflejo de las luces de la calle y, como en el cuento de Leopoldo Lugones, vuelvo a sentir la presencia de Escuerzo de sangre negra.
Maggie Petroni, Escuerzo de sangre negra, curaduría de Alfredo Aracil, Pasto Galería, Buenos Aires, 10 de septiembre – 23 de octubre de 2021.
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