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El concepto de sprezzatura fue acuñado por Baldassare Castiglione en 1528: se trata del arte de la gracia sin esfuerzo, la capacidad de producir el efecto de que lo difícil ha sido alcanzado sin gran trabajo. En Sol de noche, cuarta exposición individual de Tirco Matute, la naturalidad con que se desparraman las cosas genera justamente esa ilusión de desdén cuidadosamente elaborado. Uno no termina de entender si el arte de la negligencia calculada (forma superior de la sprezzatura) no termina de asentarse, o si más bien —como me inclino a pensar— la domesticación de lo real en una propuesta de estas características plantea preguntas serias sobre la compatibilidad entre ciertos procedimientos modernos, emparentados con el azar controlado, y el esquema de valoración clásico que asocia la elegancia con la disimulación del esfuerzo.
La regularidad con que se dispersan las postales sobre el piso, en manchas bien acompasadas, separa la forma centrífuga de la función que suele asumir en la práctica actual de la instalación: introducir una imagen de lo aleatorio como fuerza descontrolada. Pero no es tampoco la regularidad típica del arte de archivo. Es algo que está en el medio: cerca de Hockney, quizás. De manera global, encuentro afinidades con Mi primera escultura, la instalación de Leo Estol de 2007 en el Museo Moderno: la repetición de módulos, el efecto que produce cubrir el suelo, la inscripción estetizada de una suciedad. Las diferencias con Matute, por supuesto, son numerosas. Comienzan por una adhesión irrestricta al medio fotográfico.
Sol de noche no trata sobre estas cuestiones, pero es interesante que la retórica de una instalación permita reflexionar sobre los problemas de estilo que la crítica contenidista —hace un siglo ligada al nacionalismo y hoy a los temas de agenda— suele pasar por alto. De lo que sí trata la exposición es de la suciedad, de la relación entre la suciedad (con sus distintos avatares: el brillo excesivo, el desgaste, la opacidad) y la materialidad de las superficies transparentes. Esa relación tal vez sea uno de los temas más insistentes en la obra de Matute y la firma de su sensibilidad. Asoma en las fotografías enmarcadas y apoyadas contra la pared que muestran ventanas o puertas vidriadas, enrejadas o tapadas con papel, y que exponen la imposibilidad de ver como un hecho con características físicas concretas.
Alguien podría decir que hay algo remilgado en la relación del artista con la opaca suciedad de las superficies: que la cuida demasiado, la sobreprotege y de ese modo evita que emerja. Es una apreciación discutible: administrar ese margen —en el que buscamos que lo abyecto nos toque pero que tampoco nos dañe hasta el punto de no poder inscribirlo jamás en nuestra subjetividad— constituye una de las tareas políticas de la práctica artística. A ese observador se le podría contestar que la solución que encontró es una forma posible de estar comprometido realmente con el imperativo estético de la negatividad.
Además de artista, Matute es diseñador. La dialéctica entre opacidad y transparencia que aparece en su obra puede ser leída como la tensión entre el imperativo de claridad que gobierna el intercambio de mensajes (condición de posibilidad para el intercambio de mercancías) y la opacidad que toda una línea de pensamiento le ha pedido al arte moderno como estrategia para sustraerse a la economía de la comunicación. La naturaleza contemporánea se manifiesta en el anclaje en una experiencia vital. Sus diseños, en ocasiones, responden a lo que la estética exigía al arte moderno: no comunicar; no transigir, nunca, con la flaqueza del espectador. En contraste, sus piezas artísticas que tematizan la suciedad del mundo a veces resultan demasiado controladas y terminan pareciendo más una pieza de diseño que un ejercicio de arte comprometido con la negación de una racionalidad transparente. Ese tráfico de sensibilidades y saberes en doble dirección apunta a lo que pasa en un espacio biográfico: incluye, en cierto modo, las condiciones de existencia del artista dentro de la obra, y al hacerlo roza algo del orden de lo real, que es también lo que hace una buena obra de arte.
Cuidar hasta el último detalle la imagen del daño que se inscribe en la superficie de las cosas no es un gesto exclusivo de Matute. Sí lo es, en cambio, transformarla en artefactos gráficos que ponen de relieve las cualidades nacaradas, azucaradas, incluso confitadas de un referente roto y opaco, y hacerlo en una gama de grises que parece adelgazar, siempre un poco más, el espesor ontológico de las cosas.
Tirco Matute, Sol de noche, tutoría de Mariano Mayer, Fundación Cazadores, Buenos Aires, 25 de septiembre – 11 de octubre de 2025.
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