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De una película sobre una prostituta y bailarina exótica de un club nocturno para caballeros en la zona menos chic de Nueva York esperamos muchos desnudos. Y en Anora los hay. Pero Mikey Madison —su magnífica protagonista, cuya responsabilidad directa en la representación bien le merece el título de coautora de la película, como solían serlo, sin crédito, las grandes estrellas del cine clásico— confiesa en una entrevista reciente que en los segmentos en que baila o tiene sexo —es decir, cuando su personaje está trabajando— la desnudez era su uniforme, y que sólo se sintió realmente desnuda en el soberbio último plano de la película, una escena de sexo en el interior de un coche mientras afuera cae nieve en la que la actriz está totalmente vestida.
La secuencia final promueve a Anora de “gran película” a “obra maestra”, pero también revela la enorme sensibilidad de Sean Baker para concebir, escribir y filmar a trabajadores sexuales, figuras que protagonizan sus últimos cinco largometrajes. A su vez, es indicativa de un modus operandi despiadado. En Anora, Baker construye los personajes más encantadores, que generan en el espectador una empatía instantánea, para arrojarlos a los maltratos de un relato que frustra sus planes, los humilla, exhibe su costado más miserable. Esto es más evidente en Ani (Madison), la magnética, enérgica y cautivante stripper que, a pesar de su cínico escepticismo de chica con mucha calle termina comprándose el cuento de la Cenicienta y viéndose —como preveíamos a pesar nuestro— decepcionada. Pero no es menos descorazonador el caso de Iván (Mark Eydelshteyn), un tiro al aire comprador y carismático que usa a Ani para enfrentar, sin mucha convicción, a sus padres y acaba mostrándonos (a nosotros y a Ani) su verdadero rostro de nene caprichoso. Incluso los padres, una pareja de millonarios rusos de pragmática frialdad, nos terminan cayendo bien. La galería se completa con tres matones armenios que combinan la violencia de su métier con los escrúpulos morales menos esperados y que parecen salidos de un dibujito animado.
La anécdota de Anora es una de las favoritas del imaginario melodramático hollywoodense: una prostituta de buen corazón e inquebrantable optimismo es rescatada por un señor de mucho dinero y dizque pocos prejuicios. La vimos en una rara combinación de impulso etnográfico y cinéma qualité en Pretty Baby (Louis Malle, 1978) y en su versión más pop y empalagosa en Pretty Woman (Garry Marshall, 1990). Pero no son estos los referentes con los que trabaja Baker, a quien le gusta exponerlos en entrevistas y materiales extra. Mientras que la fotografía realista y con iluminación low-key a cargo de Drew Daniels está modelada en el cine americano de los primeros años setenta (The French Connection, William Friedkin, 1971), paradigma del nuevo Hollywood y de la representación de esa misma geografía lateral neoyorquina, cuando se trata del tema, Baker menciona tres películas: Le notti di Cabiria (Federico Fellini, 1957), Adua e le compagne (Antonio Pietrangeli, 1960) y Coming to America (John Landis, 1988). Es decir: dos películas del neorrealismo italiano con prostitutas en el centro, en antológicos protagónicos de Giulietta Masina y Simone Signoret, y una comedia de enredos de los ochenta, con el no menos antológico Eddie Murphy. Esta mezcla explica la circulación de la película por varios tonos y registros.
Sin embargo, la marca más notable de su relato es la premura. Anora es una película hipercinética, que evoca el largometraje previo de Baker (Red Rocket, 2021) o el cine de los hermanos Safdie (Good Time, 2017; Uncut Gems, 2019) en el impulso desesperado y desenfrenado por contar la historia, como si la urgencia fuera una herramienta con que enfrentar el miedo a que esa historia quede sin contar, a perder la oportunidad de dejar eso dicho y mostrado. Los casi treinta minutos de la secuencia en que los matones llegan a poner orden en la mansión de Vania y Ani recién casados son la mejor muestra de ese espíritu y de la enorme capacidad de la película de ser profunda sin ser solemne y de ser política sin bajar línea. Mezclando pases de comedia física con situaciones de violencia, género, migración, muestra sin pelos en la lengua quién tiene el poder y toma las decisiones, cuánto dinero hace falta para desviar el curso de la realidad. Así, logra incomodar y divertir, y vuelve a ponernos incondicionalmente del lado de los personajes con menos poder. Es así, por contraste, que la brillante secuencia final mejor revela estas dinámicas: cuando estos personajes se vinculan una vez que esa urgencia ha desaparecido, muestran en su distensión su verdadera naturaleza. Y también lo hace la película: los créditos finales ruedan en silencio, sin música que los acompañe.
Anora (EEUU, 2024), guion y dirección de Sean Baker, 139 minutos.
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