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El que baila pasa

Carlos Araya Díaz

CINE y TV

“El que baila pasa” fue una consigna política que se hizo popular en Chile durante el estallido social de 2019. Grupos de manifestantes, tras tomar las calles e instalar barricadas, controlaban el paso de vehículos con este cántico, combinando la protesta con un espíritu carnavalesco en una de las expresiones más particulares del estallido. Esta estrategia de control y, a la vez, de lucha colectiva —se supone que el baile invitaba a ser parte del movimiento— dio lugar a numerosos momentos en los que los conductores, con más o menos entusiasmo, salían de sus vehículos para mover el cuerpo y continuar su camino por las calles de Chile. De estos eventos surgieron innumerables videos que capturan tanto la solidaridad como la euforia que el estallido generó en la población chilena. Sin embargo, también revelan una cierta incomodidad, no tanto en quien baila como en quien observa el baile.

El que baila pasa, el documental de Carlos Araya Díaz (Mejor Largometraje Documental en el Festival Internacional de Cine de Valdivia y en el Festival Internacional de Cine de Viña del Mar) se compone de cientos de videos de este tipo grabados y viralizados por manifestantes y testigos con teléfonos celulares durante el estallido que comenzó el 18 de octubre de 2019 y se extendió hasta el inicio de la pandemia en marzo de 2020. Estos videos caóticos y precarios registran las diversas experiencias de la calle durante este ciclo de protesta —de la violencia policial al carnaval y de la euforia a la frustración o el absurdo—. Este mosaico visual de la crisis está enmarcado en una narrativa fantástica en la que un individuo muerto regresa desde el más allá para observar lo que sucede en Chile, como si el estallido se tratara de “señales de vida” (para decirlo con el crítico argentino Fermín Rodríguez) provenientes del lado oscuro del neoliberalismo. Reencarnado en un adormilado conserje de un edificio, pero luego en un manifestante, este individuo provee una perspectiva externa/interna sobre el estallido, enfatizando sus contradicciones y desencuentros del mismo modo que lo hace Araya Díaz al producir este montaje heterogéneo de registros virales, en los que la observación y la participación se entrecruzan. A este montaje se suman fragmentos de archivo histórico que recorren diversos hitos de la historia chilena reciente: desde el fervor revolucionario de la Unidad Popular y la brutalidad de la dictadura militar hasta los discursos políticos y los gestos simbólicos de los gobiernos democráticos posteriores. Así, este ensamblaje de registros heterogéneos no sólo documenta los hechos, sino que además los resignifica a través de una edición que se mueve entre el cine y el lenguaje de las redes sociales, evocando la lógica vertiginosa del scroll infinito. La decisión de mantener el aspect ratio vertical de las imágenes de celulares subraya esta conexión, desdibujando las fronteras entre el registro amateur y el discurso cinematográfico.

Aunque otros temas más prominentes en el estallido —las causas de las protestas, los heridos y mutilados por Carabineros, la Convención Constitucional y el plebiscito— podrían haber dominado la narrativa, considero que el énfasis de Araya Díaz en el reel callejero revela un deseo de incomodar al espectador. No sólo invita a bailar al ritmo pegajoso de la protesta, sino que también desordena nuestra memoria de este evento. A diferencia de películas de estética militante como Primera (Vee Bravo, 2021) o épica como Mi país imaginario (Patricio Guzmán, 2022), el documental de Araya nos sumerge en la incomodidad de una memoria fragmentada y esquiva, que resiste ser reducida a un discurso mitificado. Ya no se trata de un relato épico o poético, sino de personas bailando en medio de la protesta, oscilando entre la diversión y la resistencia.

Uno de los elementos más llamativos de El que baila pasa es la centralidad de Carabineros en el montaje de los registros. El documental aborda el rol que desempeñaron los policías en el estallido desde múltiples ángulos, incluyendo registros de violencia y abuso, pero también de comunión con la población movilizada. Así se ve, por ejemplo, el alegato desaforado de una mujer ante un grupo de policías que se ríen de ella, un carabinero llorando mientras otra persona lo abraza y le ofrece una flor o registros de policías bailando junto a la patrulla en sintonía con trends de TikTok, convirtiéndose ellos mismos en influencers. Todo esto demuestra el realismo cringe en el que se inscribe el documental, cuyo efecto en el espectador no es de extrañamiento (como en el caso de la estética weird de la que habla Mark Fisher), sino de perplejidad. En otras palabras, aquí lo cringe no busca tanto extrañar como provocar una sensación de vergüenza ajena, obligando al espectador a confrontar las contradicciones y tensiones de un momento histórico profundamente fragmentado desde la mirada —su mirada— de los ciudadanos que se levantaron un día para al día siguiente dejar caer un movimiento masivo de protesta antineoliberal.

El estallido social de 2019, pese a su peso y significación, hoy se percibe como un espectro, entre lo vivo y lo muerto. Sin embargo, son esas memorias “celulares” —los miles de videos que documentan lo que ocurrió, las paredes que todavía contienen las consignas de protesta, las heridas de las víctimas de la represión policial y la crisis de legitimidad de los gobiernos— las que El que baila pasa pone en evidencia y a las que otorga nueva vida, dejando claro que monumentalizar el estallido es imposible y hasta incorrecto, en especial si queremos que el sentimiento que le dio origen siga presente.

 

El que baila pasa (Chile, 2023), guion de Carlos Araya Díaz y María Paz González, dirección de Carlos Araya, 71 minutos.

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