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De todos los elementos que transformaron la saga del loco Max en una de las más poderosas de la historia del cine (con un punto altísimo en su segundo capítulo, The Road Warrior, de 1982), poco —casi nada— queda en esta penosa revisitación a manos de su creador original. Hay una inseguridad imperdonable filtrándose entre los cimientos de la película: la duda entre retomar al personaje exactamente donde se lo había dejado más de veinte años atrás o reconfigurarlo para un nuevo público con escaso conocimiento sobre las andanzas originales del loco de la ruta. Resulta curioso, entonces, que el bamboleo entre estas opciones derive en una tercera que hace agua —valga la figura, puesto que aquí se combate, entre otras cosas, por el agua, y ya no (o no exclusivamente) por la gasolina— en todos los aspectos que habían potenciado la trilogía inicial a niveles demenciales de adrenalina cinemática: la pasión física rompecoches (con ese deleite musculoso y sangriento en la capacidad de aguante de los stuntmen o dobles de riesgo) ha cedido lugar a una dinámica demasiado parecida a la de la insípida serie Rápido y furioso; el desierto australiano ha perdido su condición ominosa, de infierno ocre, para pasar a ser un enorme objeto de diseño retocado por todas partes; y Tom Hardy está demasiado marginado de la acción principal como para considerarlo seriamente un digno heredero de Mel Gibson. Y conviene detenerse en este último aspecto. Mad Max siempre hizo un alarde orgulloso de su culto ultraviolento a la virilidad y la justicia vengadora, distintivos que le vienen, si se quiere, del western norteamericano y el cine de samuráis japonés, pero aquí, como en un rapto culposo de corrección política, George Miller desplaza a Max a un evidente segundo plano de la historia y concentra su atención en un personaje femenino (el de Charlize Theron) esquemático y previsible en extremo, carente de nervio —y hay que tener temple, se sabe, para subirse a uno de esos rugientes artefactos sobre ruedas de la saga, que no son para cualquiera— y llamativamente mal actuado. Este descentramiento no tiene ningún sentido, más aún si se considera que algunos de los más poderosos personajes de la trilogía original eran, precisamente, mujeres. La esposa del pobre Max, sacrificada en el primer capítulo, no era ningún maniquí puesto en la ruta simplemente para ser atropellado; en The Road Warrior, uno de los más valerosos tripulantes de ese convoy del infierno perseguido por el abominable Lord Humungus era, justamente, una chica; y esta galería de grandes protagonistas tuvo una coronación brillante con la malévola y manipuladora Tía Aunty a la que Tina Turner le puso magníficamente el cuerpo en Más allá de la cúpula del trueno (1985). Furia del camino es una película de Max sin Mel Gibson, pero, peor aún, es una película de Max sin Max en la que Charlize Theron hace lo (poco) que puede por parecerse a él. Como consciente de esa pérdida, Miller incluye el nombre del hijo pródigo en el título, pero podría no haber sido así, y quien no conozca las películas originales jamás notará ausencia alguna. Lo que hay aquí es un videojuego sin gracia, agotador por redundante y ruidoso, que sólo vale por lo que evoca y a veces ni siquiera por eso. En una sola escena de la áspera El cazador (2014, David Michôd) palpita mucho más el corazón bañado en gasolina de Max que en cualquiera de los ciento veinte minutos de esta triste ¿conclusión? para una sinfonía de destrucción irrepetible.
Mad Max: furia en el camino (Estados Unidos-Australia, 2015), guión de George Miller, Brendan McCarthy y Nick Lathouris, dirección de George Miller, 120 minutos.
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