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Angustias del intertexto. A propósito del caso Katchadjian

DISCUSIÓN

“Mientras viva” María Kodama será imposible estudiar a Borges seriamente, ya hace tiempo había decretado Beatriz Sarlo, y es difícil no advertir en este dictamen cierto drama de familia. Se puede entender a Sarlo asumiendo el papel de sacerdotisa de la literatura argentina y a Kodama, el de sacerdotisa de un templo exclusivo, el de un solo autor, pero del que ha vertebrado toda la tradición literaria del país. Explica el famoso cuento de Borges que el aleph que guardaba en el sótano, según Carlos Argentino Daneri, era “inajenable”, pero ya por entonces querían demolérselo los propietarios de la casa, los confiteros Zunino y Zungri, así que tuvieron que vérselas con su abogado, cierto doctor Zunni. Eso, que era un drama de zetas, ha mudado letra ahora, ya que si bien la causa de Kodama contra Pablo Katchadjian, autor de El Aleph engordado, había sido dos veces sobreseída, unos magistrados de Casación encontraron que el engordador había cometido defraudación a los derechos de propiedad intelectual y un juez ahora embargó a Katchadjian, a quien, procesado, se le están abriendo las puertas de hasta seis años de presidio.

El abogado de la defensa, Ricardo Strafacce, afirma que el daño “ya está hecho”, y Fernando Sdrigotti, que las consecuencias de este caso serían “escalofriantes”. Sin duda habría que conjugar mejor: ya son escalofriantes porque un tribunal ha encontrado culpable a Katchadjian; ya existe penalización inapelable en el embargo, que está sentando jurisprudencia, mientras las secuelas de este proceso afectarán a todos los escritores del mundo, siendo que estaría devolviendo la figura del autor a una posición inestable, que es casi la del castigo por antonomasia. Como se sabe, y como recordaba Michel Foucault, los libros comenzaron a tener autores que no fueran míticos o sacralizados en tanto figuras sujetas a castigo. Para el siglo XVIII, es decir cuando empieza a codificarse el sistema de propiedad intelectual, los pornógrafos como el Marqués de Sade o John Cleland iban a dar a presidio por sus novelas, y en el siglo XIX Charles Baudelaire y Gustave Flaubert eran procesados bajo cargo de ofender la moral pública: habían asumido el riesgo del texto dentro del marco del nuevo régimen propietario.

Por lo general, en los regímenes no democráticos, periodistas e intelectuales son encarcelados por expresar sus ideas, pero desde el siglo XIX esto ocurre no tan a menudo con autores de ficción. Así que debemos calibrar que se entreabren, en plena democracia, las puertas para encarcelar a los escritores (e incluso a los de ficción, esos cuya referencia vendría a ser la de mundos paralelos, y no de este) por hacer lo suyo, es decir, por escribir. En un punto, la razón esgrimida por la querella ya es lo de menos; lo sustancial es que narradores, poetas, dramaturgos, ensayistas, de aquí en más, estamos corriendo severo riesgo de regresar a presidio. Hoy es bajo cargo de defraudación, mañana lo será por libelo y pasado mañana, por qué no, por atentado a la moral o por injurias a la nación.

Escritores e intelectuales han cerrado filas. La versión argentina del PEN Club llamó a debatir el tema de la intertextualidad y en un acto multitudinario en la Biblioteca Nacional, en Buenos Aires, se invitó “a los jueces y autoridades y lectores en general a que lean con atención El Aleph engordado, antes o después de leer o releer ‘El Aleph’” para así “extraer conclusiones en cuanto a la propiedad intelectual del libro en cuestión”. Casi unánimemente se hace énfasis en la prosapia literaria, en el sentido común y en la justicia, ya que si algo hizo Borges, firmante entre tantas cosas de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” y hoy querellante a través de su heredera, fue difuminar las fronteras del autor.

Pero el problema es que aquí los literatos hemos ingresado a ese dominio de la letra que nos resulta ominoso, el de la ley, que tiene otros sacerdotes, otras necesidades y otros manuales de interpretación ajenos a los de la crítica literaria. Porque hay una viuda obstinada o porque alguien anduvo engordando Borges como quien engorda pollos, nos hemos zambullido en los dominios del Señor K, es decir, en el mundo que mejor que nadie cantó Kafka. Y la ley, cabe recordar, nada tiene que ver con la justicia, por más que se ejerza en nombre de ella. Explicaba ya hace bastante Walter Benjamin que la norma oculta la violencia que la ha entronizado, y para saberlo precisaba nada más que hojear novelas: uno entra a los palacios de la Ley sediento de justicia, como el Michael Kohlhaas de Heinrich von Kleist, pero sale más o menos como el oficial de “En la colonia penitenciaria”, triturado por una máquina que le inscribe en cada mínimo rincón del cuerpo la absurdidad de la norma.

El único resquicio que nos queda a los escritores (sí, claro, la puertita del campesino en el apólogo) es que, en la apelación al procesamiento, Katchadjian quede liberado. El Tribunal de Casación, asistiéndose en una ley de 1933, ha dictaminado que copió “íntegramente ‘El Aleph’ de Borges” y para simularlo le “intercaló palabras, frases y oraciones completas, sin ninguna diferenciación en su impresión que permitiera distinguir qué pertenecía a una obra y qué a la otra”. Ahora bien, si esta ley no incluye la figura de plagio, esta es la figura que sobrevuela todo el asunto. En términos legales, se trata de dirimir si el engorde se trata de una copiosa cita (intertexto) o de plagio. ¿Y qué es el plagio? Una suerte de secuestro. Etimológicamente, en latín, es la retención de los esclavos ajenos, pero la RAE acepta que es la retención de cualquiera, su privación de libertad. Y de hecho el secuestro parece ser la figura bajo la que todo se dirime: Kodama habría secuestrado a Borges, Katchadjian habría secuestrado a Borges, y porque no se sabe del todo quién es el secuestrador, todos los escritores hemos quedado plagiados en los recintos del Señor K. Es en ese sentido que se puede decir, en paráfrasis de Ignacio Ramonet, que todos somos K(atchadjian).

Ahora bien, en la medida en que todos estamos en él, cabría pedirle a Katchadjian que deje de ametrallarse los pies. Por ejemplo, cuando se burla de la página web de la Fundación Borges, es decir, de la versión de Kodama, que es “propiciar la correcta interpretación de la obra de Borges”. Al respecto señala que no cree que él, ni ninguno de los que lo apoyan, estime que “haya ninguna interpretación correcta de ninguna obra”, pero la pregunta no puede ser sino a qué juez se puede convencer de eso. Un jurista está ahí para reintegrar la norma con su espíritu, el querer decir de la obra, su intencionalidad. ¿Qué va a hacer el juez al respecto? ¿Se va a inmolar en la máquina, como el oficial del cuento de Kafka? Y por otra parte, ¿no insiste acaso la defensa en que “no hubo intención de engaño? Si se basa en las intenciones, entonces, ¿cómo andar burlándose de la intencionalidad?

Y dicho sea de paso, respecto a la medida de debatir la intertextualidad: ¿todos los ponentes van a subirse al caballo posnietzscheano, sea el de la muerte del autor, sea el de la falacia intencional? Sin duda el lenguaje es un entre y el problema reside en que la circulación de textos está regida hoy por leyes que no son las de antiguo, y que la norma jurídica poco o nada tiene que ver con la literatura. Por otra parte, si algo deja en claro este asunto es que la práctica letrada es más refractaria al ready made que la imagen, resistencia que habría que buscar, precisamente, en que la letra, desde los orígenes, se usa no sólo para fabular y cantar poéticamente sino para legislar (además de para contar, es decir, llevar cuentas de cuánto es lo mío, lo tuyo y lo de aquel).

Y en este marco lo que hizo el procesado, muy del gusto del arte moderno, o de las prácticas de sampleo, comporta poca o ninguna novedad, ya que vendría a ser lo que la retórica antigua llamaba amplificatio, un ejercicio, digamos hoy, de taller, un ejercicio anodino que, sin embargo, Katchadjian y otros insisten en reivindicar como desacralizador, es decir, como un intento de hacerlo disponible a Borges para la comunidad. Esto resulta como mínimo llamativo, ya que en el pacto de la sacralización, el de Prometeo, lo que queda para los hombres es la carne, y para los dioses la gordura, cuyo aroma disfrutan, así que engordar a Borges comportaría, paradojalmente, deificarlo a niveles llanamente inverosímiles.

Dicho de otro modo, si Katchadjian pretendió hacer algo con Borges, no parece estar en condiciones de explicarlo. Lo que hizo es tan literariamente legítimo como inocuo y en nada afecta a Borges. Esto debería ser entendido por Kodama, quien se equivoca al hacer que su vigilancia de la obra se extienda a tribunales ajenos a los literarios. En ellos, que es donde Borges —el autor— vivirá o dejará de hacerlo, bien se sabe que si con el tiempo llegó a ser un grande, al comienzo distó de serlo, y cuando todavía era un narrador vacilante, en su primerizo Historia universal de la infamia, no vaciló en plagiar a Don Juan Manuel.

Aquí una reflexión literaria que acaso arroje luz o inocencia. Si Borges fue con seguridad un genio, Katchadjian (al menos en los libros de él que he leído) es un virtuoso: concibe el arte en términos de diseño y lo vive como un por qué no (cuya respuesta, claro está, es porque sí). Pero no hay que confundir al virtuoso con el desaprensivo: en estos tiempos sin norma ni preceptivas, el virtuoso vive tan agónicamente el que se le mantenga oculto ese no que vertebra cada obra, que en cualquier momento se ahorca, como David Foster Wallace, o se acuchilla, como el músico Eliott Smith, para mencionar casos recientes. Ahí es donde se puede entender que Katchadjian recurra a figuras monumentales que lo sostengan, como José Hernández, al que le ordenó alfabéticamente el Martín Fierro, o como Lenin, al que le copió un título, o también como Borges, el nuevo Martín Fierro pero con viuda que lo regentea.

Claro que no es lo mismo el ejercicio con Lenin que con los otros, porque si algo resulta llamativo de la literatura argentina, al menos percibida desde esta banda oriental, es que para los colegas de enfrente escribir no es escribir a secas sino hacerlo en tanto escritor argentino. Allí, tal vez desde Mitre, el escritor es vocacional de la nación, algo a lo que no fue ajeno “El escritor argentino y la tradición” de Borges y que en las últimas décadas parece ser obsesión, sobre todo por el impulso que, en crítica, le ha dado más recientemente Sarlo (y antes, cabría agregar, los deslindes de Ricardo Piglia y Juan José Saer).

Uno puede leer a una narradora joven como Pola Oloixarac y advertir la lección estridente de Puig, de Cortázar y de varios de sus connacionales; puede que no haya escritores, al menos en la epidermis, más distantes que Lucio Mansilla y César Aira, pero este último ha escrito una serie de novelas del desierto, un espacio en el que, muy argentinamente, y según me dice, está incursionando un narrador joven y barroco como Ramiro Quintana. Si en Argentina el escritor no puede sino ser explícitamente argentino, esto hace que el acto de escribir sea pensado como una intervención en el espacio abierto o atravesado por compatriotas (no con voluntad de ruptura sino en la ansiedad del intertexto). Es ahí donde se hace evidente que no hubo voluntad, por parte de Katchadjian, de engaño: trató a Borges no como texto, sino como monumento. Partió de la base de que todos conocen cada una de las palabras del cuento, del mismo modo que “todos” están enterados de que hay un obelisco en la Avenida 9 de Julio. Esto quizás comporte vivirse en un universo reducido, estrecho como el sótano de Zunino y Zungri en el que se repantiga Daneri. Puede ser, pero al menos dejaría en claro la inexistencia de intención criminal.

 

Este artículo es una versión reducida del publicado en Interruptor bajo el título “Todos somos K(atchadjian)”.

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